Acaso con el propósito de asegurar que la Justicia sancione con severidad a la candidata presidencial Elisa Carrió por el delito de calumnias e injurias, parecería que el ministro del Interior, Aníbal Fernández, decidió presentar una nueva querella en tal sentido contra ella, reforzando así una que se inició el viernes. Se trata de la planteada por el empresario pesquero Héctor Antonio hijo del célebre amigo de Juan Domingo Perón, Jorge Antonio, quien fue acusado por la política de haber sido el probable instigador del asesinato en el 2003 de otro empresario pesquero del sur del país, Raúl Espinosa. Según se informa, Fernández se sintió muy ofendido cuando Carrió dijo que ha estado presionando a la viuda de Espinosa, y por lo tanto reaccionó afirmando que "No sé quién es Espinosa, mucho menos quién es la mujer de Espinosa. No estoy dispuesto a que esta mentirosa compulsiva intente manosear la tarea del Ministerio del Interior". Puesto que el caso supuesto por el asesinato de Espinosa, que aún no se ha visto esclarecido por la Justicia, cobró notoriedad pública no sólo a raíz de las denuncias de Carrió sino también porque están involucrados personajes vinculados con el kirchnerismo, cuesta creer que el ministro del Interior, nada menos, nunca haya oído hablar de él, pero incluso si es verdad que Fernández no ha intentado intervenir, sería mejor que desistiera de llevar el asunto a los tribunales. Por cierto, en un momento en el que el gobierno nacional se ve afectado por una serie de episodios gravísimos relacionados con la corrupción, entre ellos los protagonizados por la ex ministra de Economía, Felisa Miceli, y el valijero venezolano, es de suponer chavista, Guido Antonini Wilson, no lo ayudaría del todo que el ministro del Interior se ensañara con una de las escasas personalidades políticas que desde comienzos de la gestión del presidente Néstor Kirchner se ha animado a denunciar con vigor la conducta cuestionable de individuos muy poderosos que forman parte de su entorno.
De prosperar las querellas en su contra, Carrió irá a la cárcel, lo que borraría de la lista de candidatos presidenciales a quien en la actualidad varias encuestas ubican en el segundo lugar detrás de Cristina de Kirchner, además, claro está, de desatar un escándalo político que perjudicaría enormemente a la democracia todavía precaria del país y afectar la legitimidad del eventual triunfador en las elecciones de octubre. También dañaría la imagen de la Justicia; al parecer, confirmaría la sospecha difundida de que el gobierno aprovecha su capacidad para influir en las carreras de los jueces para emplearla como un arma contra sus adversarios. Sería pagar un precio muy elevado por la satisfacción mezquina de ver entre rejas a quien Fernández califica de "mentirosa compulsiva". Por lo demás, no contribuiría en absoluto a mejorar la reputación de un gobierno cuyas pretensiones éticas parecen cada vez menos creíbles. Antes bien, serviría para brindar la impresión de que está dispuesto a ir a cualquier extremo para intimidar a sus críticos por temor a que demasiados secretos salgan a la luz.
La actitud asumida por Fernández y, es de suponer, por otros ministros, entre ellos el de Planificación, Julio De Vido, que en una ocasión también procuró enviar a Carrió a la cárcel, no brinda una impresión de confianza en la rectitud propia, sino de un estado de nerviosismo típico de quienes tienen motivos para sospechar que no resultarán tan impunes como habrían supuesto. Lo comprenda o no Fernández, en un país como el nuestro resulta esencial que personas que son tan poderosas como los integrantes del gobierno nacional sean sumamente cuidadosas cuando es cuestión de defender su honor ante la Justicia, porque los más darán por sentado que los jueces no podrán sino tomar su importancia en cuenta y por lo tanto no serían imparciales. Si pierden un juicio, se verán humillados, pero esto no quiere decir que si ganan les iría mejor. Por el contrario, muchos supondrán que el único motivo por el que el juez falló en su favor consistió en su deseo de congraciarse con un benefactor en potencia, desacreditando de este modo tanto al querellante como a la Justicia y prestigiando a la persona condenada por haber arriesgado tanto desafiando al poder.