En otras partes del mundo, episodios rocambolescos como los protagonizados últimamente por integrantes del gobierno de Néstor Kirchner resultarían más que suficientes como para modificar radicalmente el panorama político nacional, pero parecería que hasta ahora apenas han incidido en las perspectivas electorales de la candidata oficialista, la senadora Cristina de Kirchner. Si bien es de suponer que la mayoría da por descontado que el dinero que encontraron policías en el baño de la en aquel entonces ministra de Economía Felisa Miceli y aduaneros en la valija del venezolano Guido Antonini Wilson procedió de negocios sucios, a juzgar por las encuestas de opinión sigue siendo muy alta la probabilidad de que la esposa del presidente triunfe con facilidad el 28 de octubre. Que éste sea el caso es preocupante. Aunque es posible que, luego de pensarlo, un sector significante de la ciudadanía decida que sería peligroso permitir que un gobierno considerado no sólo corrupto sino también sumamente torpe continuare en el poder, la reacción inicial ante la catarata de escándalos de las semanas últimas ha sido llamativamente pasiva.
Según el candidato opositor, Ricardo López Murphy, la reacción de la sociedad "no es lo que uno esperaría. Algo raro pasa, que no siente náuseas frente a estos episodios", pero la verdad es que distaría de ser sorprendente que una proporción significante del electorado hiciera suyo el principio resumido por el eslogan legendario "roba pero hace", puesto que desde hace décadas es normal que cuando un presidente inicia su gestión jure estar dispuesto a ir a cualquier extremo para derrotar la corrupción y algunos años más tarde se vea acusado de cometer tantos ilícitos como el anterior. Así las cosas, es comprensible que muchos estén convencidos de que por ser irremediablemente corrupta la clase política nacional también lo serán todos los gobiernos, trátese de militares o civiles, populistas o liberales, de suerte que hay que juzgarlos exclusivamente por su manejo de la economía. Puesto que en los más de cuatro años de gestión por parte de Kirchner la Argentina ha crecido mucho y sólo los especialistas entienden que la expansión se ha debido menos a su habilidad o a las bondades del "modelo" que a un boom internacional que ha ayudado a virtualmente todas las economías subdesarrolladas, es sin duda natural que tantos se hayan resistido a dejarse impresionar por los escándalos de corrupción que están multiplicándose a un ritmo alarmante.
Además de manifestar escaso interés por la calidad institucional, la seguridad jurídica y otros temas que inquietan a una minoría, quienes reaccionan con indiferencia frente a lo que está sucediendo no pueden sino tomar en cuenta las dificultades que surgirían si resultara elegido como presidente un candidato opositor aun cuando fuera Roberto Lavagna que, a diferencia de otros aspirantes como López Murphy y Elisa Carrió, no intentaría cambiar el rumbo económico que fue fijado por Eduardo Duhalde. En nuestro país, las transiciones propenden a ser traumáticas, motivo por el que incluso muchos adversarios del gobierno kirchnerista preferirían la continuidad a menos que sintieran que estuviera llevando el país a un desastre. Asimismo, por ser la Argentina un país sin partidos políticos genuinos, no habría garantía alguna de que un gobierno encabezado por dirigentes presuntamente honestos como López Murphy o Carrió fuera capaz de reducir la corrupción a niveles menos indignantes. Después de todo, un presidente nuevo tendría que hacer lo que hizo Kirchner y "construir poder" ensamblando lo que en efecto sería un movimiento propio en base a una coalición variopinta conformada por facciones de la misma clase política al parecer congénitamente corrupta que a partir del 2003 domina el matrimonio actualmente gobernante. Si bien en ocasiones la mayoría de los consultados por los encuestadores ha dado a entender que le encantaría que todos los corruptos terminaran entre rejas, para que esto sucediera sería necesaria una purga vigorosa que afectaría a una multitud de intereses. Puede entenderse, pues, que aunque en teoría muchos apoyarían un esfuerzo resuelto por eliminar la corrupción, en la práctica los más preferirían que el país se ahorrara una experiencia que con toda seguridad sería penosa.