México, "tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos", según el dictamen del dictador Porfirio Díaz, siempre ha planteado un desafío difícil a los impulsores de la integración latinoamericana. Aunque entienden que sería deseable incluirlo en el esquema que tienen en mente por tratarse del país hispanohablante más poblado y, últimamente, económicamente más poderoso de la región, también temen que por sus relaciones múltiples con el gigante de matriz anglosajón con el que comparte una larga frontera podría servir para aumentar la influencia norteamericana en la región, sobre todo en la actualidad, porque se cuentan por decenas de millones los norteamericanos de origen mexicano. Es por eso que la propuesta del presidente Néstor Kirchner de que México se incorporara al Mercosur levantó ampollas en Brasil, el socio mayor de la agrupación, que ya tenía sus dudas en cuanto a la conveniencia de permitir el pleno ingreso de Venezuela y no le convendría para nada ver diluida su propia influencia por la presencia de un nuevo integrante mucho más grande.
Si bien el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, cuya visita a México se produjo pocos días después de la de Kirchner y su esposa, hizo un esfuerzo por ser amable con su homólogo Felipe Calderón, el gobierno brasileño no ha dejado duda alguna de que a su juicio sería inútil pensar en algo más que una eventual relación privilegiada que no tuviera consecuencias concretas. El rechazo así supuesto se basa en dos motivos, uno económico y otro político. El económico consiste en que, mientras que Brasil es un país de tradiciones proteccionistas que quiere que el Mercosur sostenga barreras altas para mantener a raya los productos de otras partes del mundo, México ha apostado por la apertura, a tal punto que es miembro del Area de Libre Comercio de las Américas (ALCA) que se ve liderada por Estados Unidos. En vista de la disparidad económica entre los dos bloques, el ingreso de México en el Mercosur equivaldría a la incorporación de éste al ALCA, a menos que por algún motivo los mexicanos procuraran romper con sus socios actuales con el presunto propósito de subrayar su identidad latinoamericana. Puesto que Calderón no tiene la menor intención de emprender una aventura tan traumática, habrá tomado la invitación que le formuló Kirchner por una manera un tanto extravagante de manifestar la admiración que siente por los mexicanos.
El motivo político tiene que ver con las respectivas imágenes nacionales. Tanto los brasileños como los mexicanos quieren creerse los líderes naturales de América Latina, en parte por vanidad pero también porque saben que sus interlocutores de otras latitudes los escucharán con más respeto si creen que hablan en nombre de la región en su conjunto. Por lo demás, los gobiernos de ambos países entienden que un buen modo de institucionalizar, por decirlo así, su liderazgo sería conseguir un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, pero hasta ahora todos sus intentos en tal sentido se han visto frustrados y, puesto que el valor de formar parte del Consejo se reduciría si hay más miembros, complacer a los dos no solucionaría nada. De todos modos, si bien una competencia pacífica por el liderazgo regional podría tener consecuencias positivas al obligar a los rivales a esforzarse más, el premio que quieren conquistar no significa demasiado, ya que ni siquiera el país latinoamericano más pequeño y pobre estaría dispuesto a someterse durante mucho tiempo a los dictados de otro. Aunque siempre habrá cierta competencia entre los distintos países de la región, los resultados, en cuanto los hay, serán a lo sumo subjetivos, ya que para algunos lo que merece respeto es el fervor ideológico o la pasión antinorteamericana de un gobierno determinado y para otros factores como el dinamismo económico, el nivel de vida, la calidad institucional y la riqueza cultural. Se trata de una variedad de contiendas, algunas importantes y otras triviales, en la que a menudo países relativamente pequeños, como Uruguay o Chile, pueden superar a los más grandes como Brasil y México, cuya supuesta puja por el liderazgo regional dista de ser tan significante como propenden a creer los diplomáticos.