La mujer se fue abriendo camino, dificultosamente, entre la miríada de personas que rodeaban la fuente y sus escalinatas, y avanzaban con su mismo objetivo. Carámbanos de todo tamaño y grosor se elevaban al azulado abismo, centelleando reflejos diamantinos. La superficie que rodeaba el otrora surtidor múltiple era un espejo sobre el cual asomaban sus caritas maravillados niños.
Otros, más audaces, ensayaban un improvisado festival de patinaje entre los ooohs, los aaaahhhs, los mirá ése qué alto, sacame una foto, dame el celular, avisale a los chicos....todos acariciando el anhelo de atesorar para siempre el regalo inesperado del más crudo invierno que se recordara.
La mujer empezó a subir las escalinatas. Fija la mirada en el centro del magnífico surtidor blanquecino, casi invisible a pura luz, deslizó la chalina que cubría su pelo y la dejó caer. Si el vocinglerío reinante lo hubiera permitido, alguien ya habría notado que canturreaba, haciendo coro a una música que sólo ella percibía. Hubiera sido un buen dato después, cuando todo el mundo comentara y aportara lo suyo.
Un par de policías trataba de poner algo de orden en el caótico frenar brusco de cientos de vehículos, detenidos en medio de la calle mientras sus ocupantes corrían hacia la fuente helada. Entre tanta barahúnda, la mujer llegó al borde y con otro movimiento casual dejó caer su abrigo. Avanzó sobre el trasparente sendero, derecha hacia el centro. Sin dejar de caminar, casi de danzar, se sacó primero un zapato, luego el otro, y las medias.
Descalza, apenas tocando el piso nuevo del invierno, ya estaba en la mitad de la fuente y fue entonces que la gente empezó a darse cuenta de su presencia. Los celulares y máquinas de fotos giraron hacia ella, y esto fue importante después, cuando muchos negaban firmemente la veracidad del fenómeno.
Hubiérase dicho que sus armoniosos movimientos eran los del agua cayendo, cuando tal cosa sucedía, sólo el día anterior. Sin dejar de danzar, ni de canturrear, extática la expresión de su rostro embelesado, fue dejando sembrado su acontecer con la larga pollera, el pulóver, la bombacha, el corpiño. Y mientras su cuerpo se descubría de obstáculos, se cubría de una pátina traslúcida, casi confundida con las formas rectas y curvas del hielo hecho flor. Cruzó entre ellas sin rozar ninguna, y ocupó el centro levantando sus brazos y sus ojos al azul abismo que ya oscurecía, a las primeras heladas y blancas estrellas.
Y allí se quedó, y allí está.
Desde titulares catástrofe hasta apasionadas charlas, se escucharon y emitieron las más diversas opiniones y teorías. Concurrieron bomberos y ambulancias, pero nadie se atrevió a moverla...no fuera que la mataran en el intento de sacarla. Pero si ya está muerta, retrucaban otros, y no faltó la tímida opinión de un médico forense acerca de las precisiones del ADN, ahogada por un tsunami de indignación. ¡No toquen a la Mujer de Hielo! Una incesante peregrinación agobió la empinada avenida. Su foto, dicen algunos, curó a una niñita inválida. Cada prenda caída fue un trofeo, y si la autoridad rescató alguna, no pudo deducir nada de ella. Ninguna mujer desapareció esos días, ni se reportó su ausencia. Los itinerarios turísticos la incluyen, si bien los recién llegados celebran la presencia de la Mujer de Hielo como un logro artístico de la ciudad, un ingenioso artilugio, y sonríen ante una nueva leyenda urbana.
En cierta casa de algún lugar, su foto, poco a poco, va perdiendo el lugar protagónico y ya se confunde con algunos libros y un jarrón de flores artificiales.
MARIA EMILIA SALTO
bebasalto@hotmail.com