En "Memorias del incendio" Eduardo Duhalde señala con insistencia su "renuncia" a un nuevo período presidencial "una vez terminado el gobierno de excepción que encabezo". Según su verbo, había afrontado una verdadera "patriada" haciéndose cargo de la presidencia interrumpida y una temporada de incendios sin fin. Tenía todo a su favor para apelar a un "operativo clamor" de esos que conoce el peronismo y reclamar para sí el exitoso trabajo de bombero frente al desmadre que fue la Argentina de fines del 2001 y principios del 2002. Todo podía utilizarse para un período presidencial genuino de cuatro años, aquel que le había birlado la voluntad popular en 1999. Sin embargo, fue consecuente con sus propias reglas: cumplir el mandato trunco de De la Rúa y entregar la banda presidencial a quien saliera ganador de las elecciones de abril del 2003. En todo caso, su palabra coincidió con aquellos límites impuestos por un peronismo disperso pero aun poderoso en las provincias y con una desembozada voluntad de gobernar frente al desasosiego de las restantes fuerzas políticas. Lo cierto es que, a pesar de no lograr un sucesor de plena confianza, decidió retirarse de la competencia por la presidencia en el 2003. Duhalde era el primer peronista en ponerle término a la continuidad, aunque sabía que el próximo presidente sería un hombre venido de sus propias filas partidarias. Para ello había trabajado mucho y aún más, daba marcha atrás al ambicioso proyecto de reforma política que incluía internas abiertas y simultáneas. Su comportamiento tomaba distancia de un Carlos Menem que había desafiado las institucionalidad hasta último momento con la posibilidad de una segunda reelección.
La presidencia de Eduardo Duhalde debía completar un período de veintitrés meses. La fuerza de las circunstancias los crímenes del puente de Avellaneda lo obligó a acotar sus pretensiones a dieciséis. Un mandato pensado para un presidente que permaneciera durante cuarenta y ocho meses fue reducido a cuarenta meses y algunos días. Y Duhalde fue durante ese período uno entre media docena de aquellos que en algún momento portaron el bastón presidencial. El presidencialismo argentino había hecho trizas una de las ventajas de la forma de gobierno inventada por los norteamericanos: flexibilizó el mandato fijo medido en años. Por cierto no fue la excepción latinoamericana.
La renuncia de Néstor Kirchner a la reelección ofrece otro ejemplo de un peronismo que resulta un animal político más complejo de lo que nos brinda su idea e historia ante el poder presidencial. A principios del 2004, en una columna en este medio sosteníamos que esa voluntad autolimitante anunciada hacia fines del 2003 daba cuenta de un caso más para un presidencialismo que había flexibilizado en los hechos una de sus ventajas aun reconocida por sus críticos. Estábamos ante un presidente que se negaba a tomar para sí las ventajas ofrecidas por el diseño institucional vigente. Aquí la "culpa" era de nuestra Constitución reformada en 1994 que abandonó las presidencias de seis años sin reelección consecutiva. Entonces se institucionalizó mandatos de cuatro, pero que en los hechos resultan un bloque extendido de ocho años, con tres paradas intermedias en dos elecciones legislativas y una con la reelección inmediata que se transforma en la más importante elección de mitad de mandato. Siguiendo de cerca el prototipo norteamericano, nuestros constituyentes de 1994 pretendieron reforzar nuestro presidencialismo, al ofrecer un incentivo elemental de responsabilidad política a quien, gozando del favor de la ciudadanía, debe ser reelegido para evitar de esa manera un curso innecesario de inestabilidad política. Kirchner ha resignado esta invitación institucional retirándose a otros quehaceres de la vida política.
Si bien es cierto que ese retiro promete darle su propio sello en la sucesión a Cristina Fernández, la eventualidad de un retorno dentro de cuatro años es sólo incertidumbre frente a una Argentina de humores cambiantes. Aquí su comportamiento sigue la continuidad de su propio padrinazgo de hace cuatro años. ¿Estamos, independientemente de los personajes, ante un peronismo hegemónico? Lo que suceda a partir de octubre del 2007 ¿confirma esta presencia? ¿O acaso esa flexibilización dada por la renuncia a la reelección muestra síntomas de la atenuación de ese hegemonismo?
"Los partidos hegemónicos no pierden elecciones". Eso nos dice el politólogo italiano Giovanni Sartori, el principal estudioso de los partidos políticos y los sistemas de partidos. En sus palabras: "El partido hegemónico no permite una competencia oficial por el poder, ni una competencia de facto. Se permite que existan otros partidos, pero como partidos de segunda, autorizados... no se les permite competir con el partido hegemónico en términos antagónicos y en pie de igualdad. No sólo no se produce la alternancia; no puede ocurrir, dado que ni siquiera se contempla la posibilidad de una rotación en el poder" (Partidos y sistemas de partidos, Alianza, 1980)
Al recurrir a estos términos, a fin de establecer comparaciones y diferencias, debemos decir que ciertamente hay un alma entre los peronistas que parece asumir rasgos hegemónicos. Sin embargo, si se estirara todo el alcance de esa alma conceptual a todo cuerpo peronista, la historia reciente iniciada en 1983 da cuenta de contrariedades. Sólo recordar las derrotas presidenciales del peronismo de 1983 y 1999. También las elecciones de Misiones del año pasado y lo sucedido en las dos vueltas en Capital Federal y en Tierra del Fuego. Todos son casos a tener en cuenta para poner en entredicho esa hegemonía. Posiblemente esa flexibilización temporal de los mandatos presidenciales también sea parte de esa hegemonía cuestionada, porque en definitiva cuando hay juego electoral limpio hay incertidumbre.
GABRIEL RAFART (*)
(*) Profesor de Derecho Político de la UNC.
Especial para "Río Negro"