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Miércoles 20 de Junio de 2007
 
Edicion impresa pag. 20 y 21 >
Teoría y práctica de la democratización educativa

Las históricas consignas más conocidas sobre la democratización de la educación fueron la clásica setentista del efectivo derecho de amplias capas sociales a la educación y la ochentista y noventista de la democratización de las relaciones educativas (institucionales, pedagógicas y vinculares). Ambas tienen vigencia en la actualidad debido a su incompleta realización y a su carácter problemático que exige permanente y renovada atención. Desde ya, otras consignas expresan nuevas demandas, como es la necesidad y el derecho a recibir educación de buena calidad.

En principio, las dos primeras han aportado incentivos y beneficios concretos al desarrollo educativo de la sociedad, pero también han hallado límites y han provocado efectos no deseados. En el caso de la primera, se debió básicamente a que operaba sobre el sector educativo sin el correlato del desarrollo simultáneo de los otros sectores de la vida social como el político, el económico y el sociocultural, por lo cual el crecimiento constante de la matrícula escolar pero sin ofrecer inserciones laborales serias al egreso produjo, desde el retorno a la democracia, un creciente desgranamiento y deserción del alumnado en general. Ello revelaba no sólo limitaciones de planificación y conducción del sistema educativo sino, fundamentalmente, una concepción fragmentaria del gobierno de la sociedad.

Es que los cambios no se producen sucesivamente atravesando sectores yuxtapuestos o afines ni tampoco las variables diversas se autocongelan esperando alegremente su turno para la innovación y la inversión. Sin embargo, así han operado y lo siguen haciendo los gobernantes: hoy se dan unos puntos en un sector mientras los otros deben esperar pacientemente, hoy se aumenta a este sector y mañana a aquel otro y así por el estilo hasta que, con el paso del tiempo, lo que fue mejora ya desapareció como tal. Toda mejora, toda inversión, es siempre escasa pues las variables económicas son dinámicas. Sin soluciones integrales las mejoras sectoriales terminan siendo parches.

En este punto suelen hacer su entrada quienes pregonan que la solución es la revolución social que opere sobre la estructura de la sociedad. Pero como aquella es esencialmente violenta (v. Engels) su costo es demasiado alto y, además, lo que sube y se mantiene por la fuerza siempre caerá de idéntica manera. Así lo demuestra la historia misma. Por otra parte, y no es menos importante, de nada sirve tener un gran desarrollo del sector educativo en un país sin libertad real para sus habitantes. Y todo el mundo conoce casos históricos en este sentido.

Respecto al segundo aspecto de la democratización, ha sido muy importante el avance logrado desde el retorno a la vida institucional democrática. Pero al interior del sistema, el principio que lo fundamenta también trajo distorsiones. Para algunos desapareció el educador definitivamente al desvanecerse el eslabonamiento generacional (o su tradicional reconocimiento) entre los mayores y los menores, entre los que saben y los que no saben, entre quienes enseñan y quienes aprenden, mientras simultáneamente por fuera de la escuela se pretendía nivelar moralmente al padre y al hijo. De allí al relativismo generalizado hubo un pequeño paso y, en el mismo, le cupo gran parte de la responsabilidad a la educación junto con los mass media.

Una aplicación distorsionada del principio de democratización de las relaciones de aula (entre maestro o profesor y alumnos) sucedió en los '90, cuando la mayoría de los docentes aceptaron durante algunos años que en la enseñanza media se bajaran lineamientos concretos de actuación debida, implícitos en directivas nunca formalizadas por escrito respecto a que durante el primer trimestre de cada ciclo no se debía calificar a ningún alumno con nota menor a cuatro. Esta discutible medida encubría claramente el propósito oficial de obtener un dibujo de resultados favorables en cuanto a los clásicos índices que se miden en la educación y se cotizan en la política.

Ese ejemplo iba unido a otra manifestación aparentemente científica: si en algún curso había más de dos tercios de los alumnos que no aprobaban una materia, el problema ya no lo tenían dichos alumnos (¡pobres víctimas!) sino el maldito profesor.

Es fácil imaginarse las consecuencias que acarrearon en los hechos tales directivas, es decir: cómo obraron los docentes en general para no ser catalogados como no democráticos, ante tamaña espada de Damocles sobre sus puestos de trabajo, y como no eficientes, según los cánones de la modernización neoliberal.

Imaginémonos en ese sentido que como la historia es "corsi e ricorsi", según Giambattista Vico, actualmente baje a las escuelas primarias una versión renovada y no escrita de ese tipo de manejos politiqueriles y electoralistas, estableciendo que los alumnos de séptimo grado no puedan ser enviados a rendir examen en el mes de febrero, como siempre ocurrió, y que en consecuencia sean promovidos automáticamente pasando así al nivel secundario.

Imagine el lector qué sucedería en semejante caso. ¿Cuál sería la respuesta colectiva de los maestros? ¿Habría protestas y críticas? ¿Y debates? ¿O no...? Además, ¿sería racional semejante medida?

No hay que preocuparse, pues sólo es un ejercicio de imaginación. Todo el mundo da por descontado que la racionalidad impera en la conducción del sistema educativo de cualquier jurisdicción.

Obviamente, la democratización es otro tema.

 

CARLOS SCHULMAISTER (*)

Especial para "Río Negro

(*) Profesor de Historia.

 
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