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Miércoles 16 de Mayo de 2007
 
Edicion impresa pag. 20 y 21 >
Invocación a la muerte

A lo largo de la historia el sacrificio de la propia vida ha sido el máximo tributo ofrendado voluntariamente por guerreros y mártires. Y la gloria, la santidad o el Paraíso, las recompensas prometidas a lo largo de siglos para aquellos dispuestos a inmolarse en el combate por las causas más diversas, nobles o disparatadas.

Para contar con masas humanas dispuestas a encolumnarse al matadero, no escasean las promesas para después de la muerte ni los rituales. Las galas y los honores militares frecuentemente encuentran su significado en el mismo punto donde las religiones suman sus promesas ultraterrenas para quienes ofrenden la vida que el Estado, la religión o la causa les exija. Aunque ello signifique, obviamente, que antes de morir deba arrancarse la vida a la mayor cantidad posible de enemigos: siempre el "morir por" implica la voluntad de "matar a".

En verdad cuesta imaginar siquiera gloria alguna entre las pilas de cadáveres desmembrados o calcinados que pueblan los campos de batalla. Sin embargo, de eso se trata la muerte que se invoca. La lógica subyacente en todo combate es "ellos o nosotros". Vencer o morir a cualquier precio. Y qué mejor para matar que negar todo derecho al oponente, hasta su condición humana.

Para muchos pensadores la violencia, incluyendo claro la capacidad de matar a sus semejantes, es parte constituyente de la naturaleza del hombre, que en su estado natural es capaz de comportarse como un lobo contra sus iguales. Allí es donde la civilización y las leyes, productos exclusivos de la cultura, sirven para concretar, dificultosamente según muestra la historia, un acuerdo entre hombres que evite su mutua aniquilación, y permita el progreso de la sociedad.

El enaltecimiento de la violencia es, entonces, objetivamente regresivo. Matar y morir no debieran ser opciones de un proyecto político progresista, al menos en el marco de nuestra realidad política y social.

Sin embargo, en la Latinoamérica actual los dos líderes carismáticos más relevantes de la región, que llevan adelante sendas revoluciones de cuño socialista, visten uniforme verde oliva y ninguno de ellos, conocedores como son del valor de la propaganda, se priva ahora de invocar a la muerte como consigna política. Chávez, en Venezuela, ha dispuesto en estos días el uso en todos los actos de servicio de sus fuerzas armadas del lema: "¡Patria, socialismo o muerte!", "especialmente cuando un subalterno se dirija a un superior, utilizándolo antes de solicitar permiso para hablar y para retirarse". La enérgica invocación resuena en medio de reiteradas denuncias de corrupción y evidencias de concentración del poder y persecución a la prensa. El disenso con el proyecto político chavista entonces, en tanto rechace la peculiar noción de patria y socialismo que su presidente encabeza, será merecedor de la muerte. En Cuba, desde la revolución triunfante en 1959 se utiliza profusamente la expresión con la que el Che Guevara firmaba sus misivas: "Patria o muerte. ¡Venceremos!".

Es ellos o nosotros. Triunfo o muerte.

En medio de tanto fervor revolucionario conviene recordar que el "Viva la muerte" más famoso entre nosotros reviste un origen políticamente bien distinto.

En 1936, antes del inicio de la Guerra Civil Española y durante la celebración de la Fiesta de la Raza realizada en la Universidad de Salamanca de la que participaba, entre otros, el general Millán Astray, lisiado de guerra y fundador de la Legión Española (cuerpo militar cuyo Credo dice: "El morir en el combate es el mayor honor. No se muere más que una vez. La muerte llega sin dolor y el morir no es tan horrible como parece. Lo más horrible es vivir siendo un cobarde"), un profesor se refirió en su discurso a Cataluña y el País Vasco como "cánceres en el cuerpo de la nación" y agregó: "El fascismo, que es el sanador de España, sabrá como exterminarlas, cortando en la carne viva, como un decidido cirujano libre de falsos sentimentalismos". Alguien del público gritó entonces: "¡Viva la muerte!".

Miguel de Unamuno, que presidía el acto en su carácter de rector de la Universidad, respondió: "Acabo de oír el necrófilo e insensato grito '¡Viva la muerte!' y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros como experto en la materia que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido (...) Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero desgraciadamente en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más (...) Un mutilado, que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor".

Millán Astray, un ferviente fascista, no dudó en responder a Unamuno: "¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!".

 

JAVIER OSCAR VILOSIO (*)

Especial para "Río Negro"

(*) Médico. Ex secretario de Salud de la provincia de Río Negro. Maestrando en Economía y Ciencias Políticas

 
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