En la letra de "La argentinidad al palo", la Bersuit enumera una seguidilla de inventos argentinos como si fueran un manojo de doradas medallas pegadas en el pecho argentino. Mas allá del tono irónico de la canción, esa lista meritoria flota como tal en el imaginario popular. Lo cierto es que algunos de ellos son sólo viejos records y otros son novedades mal citadas. La mayoría no es verdad, y los menos son ciertos. Pero merecen ser puestas en contexto.
Indudablemente, muchos de estos objetos o descubrimientos han tenido una relación tan íntima en la vida cotidiana de los argentinos, les tomamos tanto cariño, que se hace difícil no pensar que los creamos nosotros. Sólo basta que alguien lo proponga para que todos lo sigamos entusiasmados.
En ese rubro de frustraciones, están el dulce de leche, el colectivo, las alpargatas y la soda. Por supuesto que nuestro dulce de leche tiene el sabor inconfundible de nuestras vacas criadas a pasto, nuestros colectivos tuvieron, como ninguno, el preciosismo del filete y seguramente nuestras alpargatas deben sacudir el polvo mejor que ninguna, pero nunca fueron un invento argentino.
Es un exceso afirmar a boca de jarro que los argentinos inventamos los dibujos animados, las huellas digitales o la transfusión sanguínea. Lo apropiado seria decir que nuestros compatriotas indagaron de manera exitosa en campos ya estudiados por la ciencia mundial, sin por eso menoscabar su condición de legítimos investigadores.
Huellas de tinta
La antigua cultura china sabía de las huellas digitales y científicos ingleses estudiaron muy seriamente este tema en el siglo XIX. Juan Vucetich llegó al país a los 24 años y a los pocos años se empleó como contable en la Policía de la Provincia de Buenos Aires. Al tiempo fue transferido a un laboratorio que trabajaba en posibles métodos de identificación. Un buen día, el legislador Francisco Seguí se olvidó un número de la revista científica “Revieu Cientifiqué” en la oficina del Capitán Núñez, jefe de la policía. Este se la pasa a Vucetich, ya que había un artículo sobre impresiones dactilares hecha por el antropólogo Sir Francis Galton –“Les impreintes digitales”– , y le sugiere seguir ese rumbo de investigación en su trabajo.
A los seis meses de aquel suceso fortuito, Vucetich inauguró el nuevo sistema de identificación. Su intuición lo llevó a seguir el certero camino que marcaba Galton e incluso perfeccionarlo. Finalmente en 1904, con toda justicia, dedica su obra “Al Maestro Mr. Francis Galton”.
José Biro es el inventor paradigmático de la Argentina a pesar de que llegó a la Argentina con 41 años y con la primera patente de la birome ya registrada en Hungría. Su invento, la Birome, fue el dispositivo que introdujo un grado de innovación superlativa sobre los anteriores instrumentos de escritura. Lamentablemente, ninguna empresa argentina pudo beneficiarse del invento de la birome ya que no estuvieron involucradas ni en lo comercial ni en el desarrollo tecnológico. Nos quedamos sólo con el honor de haber sellado la última versión de la patente y de haber recibido las enseñanzas de Biro durante la segunda mitad de su vida.
Biro fue un agradecido de la acogida argentina y siguió viviendo en el país hasta su muerte, en 1985, pero no por eso dejó de percibir nuestro peculiar ser nacional: “los argentinos no saben el país que tienen... esperan que todo lo haga el gobierno; pero es muy poco lo que ellos mismos hacen por el país”.
Quirino Cristiani no inventó los dibujos animados pero con gran creatividad inventaba sus propios métodos de animación y le iba pisando los talones a los creadores franceses. Su mérito pionero fue hacer, el primer largometraje de dibujos animados del mundo: “El Apóstol” y “Peludopolis”, el primero sonoro, que lamentablemente se quemó junto con otros trabajos. Indudablemente, fue un precursor del que aprendió nada menos que Walt Disney, para morir sin ser debidamente reconocido.
El más actual de todos estos inventos es la jeringa “autodescartable” y no descartable como mal se cita en la canción. La diferencia es fundamental. La descartable depende de la voluntad de la persona, la autodescartable se auto destruye con la primera y única inyección.
Decididamente, queridos connacionales y mal que nos pese, no tenemos la más larga. La calle más larga la tiene los canadienses, se llama Yonge Street y se encuentra en Toronto, según el libro Guinness.
Pero no todo está perdido, todavía nos quedan Maradona, Gardel y hasta el récord del Río de la Plata como el más ancho del mundo.
No lo hicimos nosotros. Pero qué más da, Dios nos hizo la gauchada, porque como se sabe… Dios es argentino.
HORACIO LICERA