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Sábado 31 de Marzo de 2007
 
Edicion impresa pag. 24 y 25 >
Dictadura, guerra, revolución, democracia

En cuarto de siglo ha transcurrido del breve episodio militar por el control de las Islas Malvinas. A la fecha sigue vigente una interpretación voluntarista que ha querido en ocasiones desentenderse, aunque mayormente ha procurado reducir el impacto de aquellos eventos bélicos en el cambio de régimen político nacido con el golpe del 24 de marzo de 1976. Esa mirada insiste en que los hombres del "Proceso", antes del 2 de abril, habían iniciado la cuenta regresiva de sus últimos días de gobernantes de facto frente a un campo popular que en plena rebelión exigía su reemplazo por algo más que una democracia de partidos.

En una mirada menos pretenciosa, al pensar las razones que llevaron al fin del régimen militar, pesó más el desenlace de la guerra y las contradicciones al interior del "partido militar" antes que el renacimiento y movilización de una sociedad civil harta de dictadores y dictadura. Guerra, derrota y contradicciones fueron parte de un mismo entuerto de un régimen represivo que había agotado su impulso inicial y buscaba una relegitimación por la vía de la acción que, de acuerdo con su naturaleza, debía ser belicista. Hugo Quiroga en "El tiempo del Proceso" el primer y más completo texto publicado hasta el presente sobre nuestra última dictadura sostiene que con la llegada de Galtieri se puso en juego un proyecto de "refundación del sistema de dominio autoritario". Antes, con Viola, el poder militar había entrado en franca retirada, agotado el impulso de sus primeros tiempos. Y uno de los síntomas de la descomposición del régimen castrense estaba en sus dificultades por arreglar la sucesión y permanencia de sus hombres fuertes: en quince meses, desde la salida de Videla hasta junio de 1982, se sucedieron seis presidentes de facto, entre interinos y suplentes: Viola, Liendo, Lacoste, Galtieri, Saint Jean y el último Bignone.

Y en el corto gobierno de Galtieri, Malvinas entraba en los cálculos del dictador, convencido de que había aún condiciones para recuperar la iniciativa regresando a las fuentes que hicieron posible el autodenominado "proceso de reorganización nacional". Hasta la política económica, de raíz neoliberal, regresó con el equipo de Martínez de Hoz en la elección como ministro de Roberto Aleman.

Después del 14 de junio de 1982, la Argentina comenzó a considerarse como un caso más de un largo listado dentro de la historia del siglo XX, donde la guerra precipitaba un nuevo régimen de la libertad política y competencia electoral para sus ciudadanos. Colocado en la misma senda de otras experiencias en las que una dura derrota militar producía un desenlace antiautoritario, sin que con ello el nuevo régimen jugara su suerte en una revolución como había sido moneda corriente en los albores del siglo pasado. La derrota del ejército imperial ruso dio lugar a una primera revolución frustrada en 1905 y, años más tarde con el fracaso militar en la Gran Guerra, a la revolución exitosa de los bolcheviques en 1917. Los alemanes, después de la rendición de noviembre de 1918 tuvieron un corto invierno revolucionario con los espartaquistas. Una década más tarde llegó el turno a otra ruptura, aunque ésta fue de signo diferente con la llegada de Hitler. La Europa central y meridional de aquellos tiempos vivió con mayor o menor desencanto ese continuo de guerra derrota revolución. Fue una época en la que parecía imposible hallar un punto de equilibrio, favorable a la democracia liberal. Este régimen recién llegó en los cincuenta de la mano de las últimas batallas de la Segunda Guerra Mundial. Una porción de Alemania, Austria, Italia, entre otros, siguieron ese camino.

Sin duda, la política argentina sorteó el tránsito de la revolución social por una derrota de un reducido contingente militar en una guerra "limitada" desarrollada a su vez en la lejanía de las islas australes. Pero también por la ausencia de un campo revolucionario ante la consumada destrucción de los cuerpos, el exilio y el desvanecimiento de ilusiones por un cambio radical resultado de la feroz represión de los primeros tiempos dictatoriales. Es que aquella guerra fue la continuación del proyecto autoritario encarnado en el terrorismo de Estado.

Asimismo, la retirada de la opción revolucionaria surgió de una sociedad que debía entenderse con el contingente de dirigentes y partidos que acompañaban al régimen militar y, aún más, suponían ser sus herederos civiles. Los partidos "procesistas" debían ser la vanguardia de un esquema de democracia tutelada. Y el sector que sí contaba para el cambio de régimen, por disponer de credenciales democráticas, era aquel que había gozado de mayorías electorales. Abandonando el ostracismo de la crítica privada y lanzados a la escena pública, inicialmente asumieron el lenguaje de la moderación. No fueron pocos los que observaron que no bastaba con una conducta timorata. Es cierto que mientras una parte considerable de esa clase política pretendía un nuevo escenario de fuerzas armadas debilitadas, pero no derrotadas políticamente, otro sector encaminaba sus acciones hacia un futuro donde el "partido militar" fuera definitivamente desarmado. Ello sucede cuando se logra comprender la naturaleza excepcional de la dictadura enfrentada. Es sabido que Raúl Alfonsín y un sector muy limitado de la dirigencia política asumieron este "descubrimiento" antes que los máximos referentes de un peronismo por de más desorientado.

En ese retorno al espacio público, con la reunión y expresión de diversos agrupamientos en la Multipartidaria, sumado un sector del sindicalismo ganado a la movilización 72 horas antes al desembarco en las islas, la realidad comenzó a tener un nuevo lenguaje. Si en las calles porteñas del 30 de marzo se coreaba desafiante la consigna "se va acabar, se va a acabar la dictadura militar", la Multipartidaria que desde su constitución se había resistido a calificar al régimen militar por el terrorismo estatal, comenzaba un tibio pero decidido plan de reuniones públicas y, lo más importante, incorporaba el vocablo "dictadura" a sus documentos públicos. Para esa parte del campo partidario, el gobierno militar empezaba a ser una fórmula exterior a su propio mundo. Si bien las primeras acciones multipartidarias no se presentaron en forma rupturista, hubo sí un cambio de apreciación: el agotamiento del tiempo del "Proceso" había entrado tanto en cálculos políticos como en la construcción de una nueva cultura política. Esa apelación pública a la "dictadura" en vísperas del desembarco del 2 de abril fue indudablemente un anticipo para posicionamientos más firmes de esa parte de la clase política, convencida de cerrar el ciclo de democracias entrecortadas. Sin embargo, hubo que esperar el estallido de la guerra y la inmediata derrota para que ese convencimiento se transformara en realidad concreta.

La aventura militar de Malvinas escribió el capítulo final para que la dictadura diera lugar a un nuevo régimen político. Y sin que mediara una revolución, las elecciones de octubre de 1983 resultaron fundacionales de una democracia que está por cumplir también un cuarto de siglo.

 

(*) Profesor de Derecho Político de la UNC.

GABRIEL RAFART (*)

Especial para "Río Negro"

 
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