A esta altura, el presidente norteamericano George W. Bush debe de entender que nunca le será dado mejorar mucho la relación de su país con América Latina. Tampoco podrá hacerlo su sucesor, aunque se trate de un demócrata que se afirme comprometido con políticas radicalmente distintas de las adoptadas por el republicano. La razón es sencilla. Mientras que como individuos los latinoamericanos no tienen por qué sentirse inferiores a sus equivalentes de Estados Unidos, no cabe duda alguna de que la sociedad norteamericana funciona de manera espectacularmente superior a la de todas las latinoamericanas sin excepción alguna. Nos guste o no, Estados Unidos es el "país rector" por ser mucho más rico, más poderoso, más democrático y para colmo más igualitario que sus vecinos del Sur. Aun cuando se cumpla el sueño de una América Latina unida, el producto bruto del gigante resultante apenas llegaría a la cuarta parte del estadounidense y su poder militar un asunto de gran importancia en una región en la que tanto las fuerzas armadas como movimientos violentos encabezados por comandantes siempre han desempeñado un papel muy visible no sería suficiente como para preocupar demasiado al Pentágono.
El que como empresa colectiva Estados Unidos haya llegado a simbolizar el éxito y América Latina el fracaso, asegura que las relaciones entre sus respectivas clases dirigentes y elites intelectuales seguirán siendo difíciles. Si bien muchos latinoamericanos se consuelan subrayando las muchas deficiencias de Estados Unidos, por lo común en base a lo que dicen los norteamericanos mismos, no pueden sino comprender que en sus propios países las injusticias que denuncian suelen ser decididamente peores. Asimismo, criticar a Estados Unidos por el materialismo o comercialismo que lo caracteriza, suena hipócrita en sociedades que son notorias por la pasión consumista de todos aquellos que poseen los recursos económicos precisos para entregarse a ella. Sin embargo, para muchos declararse antinorteamericanos y convencerse de la legitimidad de sus motivos para justificar la hostilidad así supuesta, es una necesidad psicológica. No se trata tanto de envidia cuanto de la frustración de quienes creen, a menudo con razón, que de tener la oportunidad podrían lograr mucho más que sus homólogos estadounidenses, pero que se sienten atrapados en sociedades pobres, atrasadas y anquilosadas.
Es de suponer que el gobierno de Bush, al igual que los de otros presidentes anteriores, quiera ayudar a los países latinoamericanos a desarrollarse aunque sólo fuera porque le convendría que se hicieran más prósperos, más estables y más respetuosos de sus propias leyes, pero sucede que la ayuda presupone cierto grado de tutela y en consecuencia es de por sí denigrante. Por humilde que sea la conducta del mandatario norteamericano y por bienvenidos que estén los fondos que su país esté dispuesto a gastar en América Latina, los recipientes de tal largueza no pueden sentirse agradecidos porque a nadie le complace reconocerse beneficiario de la caridad ajena. Asimismo, cuando se celebran disputas en torno de subsidios y barreras proteccionistas, los políticos norteamericanos tienen que tomar en cuenta los intereses de sus propios compatriotas cuyos representantes no vacilan en recordarles que pocos gobiernos latinoamericanos están a favor de la libertad de comercio.
La relación de Estados Unidos con los países de América Latina no será "madura" mientras persista el abismo económico que los separa. Ni siquiera el poder creciente de la minoría cada vez más grande de norteamericanos de origen "hispano" o "latino" servirá para mejorarla, a menos que coincida con un período de desarrollo rápido prolongado producto más de los aciertos de los latinoamericanos mismos que de los aportes de la superpotencia. Mientras tanto, los norteamericanos tendrán que resignarse a que toda vez que su presidente se arriesgue a emprender una gira a esta parte del mundo será blanco de los insultos de turbas enfurecidas además, claro está, de las diatribas de demagogos que entienden muy bien cómo aprovechar el rencor ilimitado de la minoría que en la hostilidad hacia Estados Unidos encuentra un sentido para su vida.