Si uno abordara superficialmente el caso del mayor Luis Alberto Farías Barrera podría llegar a suponer que este hombre, oficial activo del Ejército en los años de mayor intensidad represiva de la última dictadura militar, era en el fondo una buena persona.
La información publicada hasta ahora dice, en los títulos, que este vecino neuquino visitó a dos sobrevivientes del plan genocida para amenazarlos. Pero, según el texto de las noticias, lo que hizo fue pedirles que, cuando les tocara testimoniar en los juicios reabiertos, dijeran que él los había tratado bien. Según alguna versión, fue tan bondadoso que a un secuestrado le dio un sándwich.
El artículo 149 bis del Código Penal castiga con prisión de seis meses a dos años a quien "hiciere uso de amenazas para alarmar o amedrentar a una o más personas". La pena se agrava cuando el propósito fuera el de "obligar a otro a hacer, no hacer o tolerar algo contra su voluntad".
Es posible que las personas interpeladas puedan haberse sentido amenazadas por el pedido de Farías. Depende de cuáles fueron las palabras utilizadas, del tono, del gesto. Lo es también que sólo se haya tratado de un simple pedido de indulgencia de alguien que se siente débil ante la imputación penal que se le viene, o que la intención fuera la de intimidar.
A primera vista, no parece ser el de Farías un caso como el de los criminales más célebres del Proceso, los que dentro de los campos torturaron a los desaparecidos una y otra y otra vez, les dejaron saber que ellos eran los señores de quienes dependía la decisión de que vivieran o murieran, y que podían hacer con ellos todo. Humillarlos, violarlos y lo peor, convertirlos en colaboradores activos de la gesta criminal.
La crónica del caso nos anoticia de que Farías hacía "tareas administrativas". Es muy probable que le haya dicho eso al juez que lo indagó anteayer, convencido de que así puede quedar relevado de la responsabilidad criminal que les cabe a los torturadores y asesinos por propia mano. El dirá que no hizo nada penalmente reprochable y que cuando fue consciente de la magnitud de la masacre, en el año 1978 pidió el retiro.
Lo que en apariencia Farías estaría ignorando es que él fue, como tantísimos burócratas uniformados, una pieza de un plan criminal, designado como "genocidio" en el fallo que condenó a Miguel Etchecolatz. Adolf Eichmann, quien, lejos del anonimato de Farías, fue una estrella rutilante del nazismo, tampoco torturó ni asesinó.
Durante el juicio que se le siguió en Jerusalén y que terminó en una condena a muerte, Eichmann escribió un libro de memorias, cuya publicación autorizó el gobierno israelí 40 años después. En ese texto quien había sido el jefe del denominado "Departamento de Emigración Judía" se ve a sí mismo como un hombre común, obediente como cualquier burócrata a las órdenes del poder.
Puede que Farías también se parezca a Eichmann en que, cuando la persecución se convierte en genocidio, se muestre débil, no tanto por razones humanitarias como por las consecuencias que, para él, podía traer una derrota de la dictadura (como parece que sucedió 30 años después).
Arendt dice al respecto que Eichmann prefería la expulsión antes que el exterminio, y que por tal razón algunas veces modificó órdenes y negoció el transporte de judíos a campos (por ejemplo Lodz) donde sabía que aún no se iniciaba el exterminio, mientras que a otros los mandó a Palestina (ver en Google la nota de Alexandra Délano).
Originalmente, la voz banal se traduce como lo común a todos los habitantes de un "ban" o feudo. Según Arendt, en Alemania, el feudo de Hitler, "las conciencias estaban dormidas frente al espectáculo cotidiano" mientras Eichmann cumplía con su deber.
Es lo que pasaba en la Argentina cuando Farías era un hombre de escritorio en el Comando de la VI Brigada de Infantería de Montaña. O lo que pasa en el mundo con los muertos de Irak. Por reiterado y consentido, el mal se convierte en una banalidad. Sólo deja de serlo cuando, por el empeño inicial de unos pocos que con los años llegan a ser muchos, llega la justicia.
JORGE GADANO
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