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Viernes 23 de Febrero de 2007
 
Edicion impresa pag. 20 y 21 >
El modelo frente a la invasión china

Ya suenan las voces de alarma. Dicen que los chinos nos están invadiendo, que todos los días desembarcan en las costas patrias grandes columnas que llevan artefactos electrónicos, camisas, pantalones, zapatos y vaya a saber qué más de origen asiático que, para colmo, se mofan de los obstáculos erigidos por los defensores con el propósito de detenerlos. ¿Y qué dicen en China de la invasión de soja, maíz y otros productos argentinos? Parecería que no les preocupa en absoluto, lo que a juicio de nuestros estrategas significaría que a su entender sólo se trata de acciones aisladas sin mucha importancia. Según los indignados por lo que está sucediendo, es intolerable que los chinos vendan bienes con mucho valor agregado pero se limiten a comprar granos, porotos y minerales. Para que el comercio sea justo, afirman que tendrían que importar cantidades comparables de artículos manufacturados aquí, una alternativa que por motivos misteriosos no se les ha ocurrido.

¿Está la Argentina en guerra con China? Claro que no, aunque de tomarse en serio el lenguaje empleado por la prensa y por aquellos empresarios que sienten angustia porque sus compatriotas pueden comprar cosas más baratas y de mayor calidad que lo que ellos mismos son capaces de producir, el país está luchando contra un enemigo despiadado que está resuelto a destruirla y por lo tanto tiene la obligación de defenderse por todos los medios. Es probable que quienes piensan así consigan la ayuda del gobierno del presidente Néstor Kirchner que, curado de la ilusión de que China le pagaría la deuda externa, liberándolo de este modo de la tiranía fondomonetarista, no puede sino entender que la invasión plantea una amenaza mortal al modelo productivo que recibió de las manos de Eduardo Duhalde, aunque fue merced al gusto chino por la soja que pudo consolidarse.

Dicho modelo es proteccionista. Sus artífices imaginaron que la industria local, protegida por una muralla cambiaria elevada y una espesa alambrada construida de leyes antidumping y trámites burocráticos arbitrarios, estaría en condiciones de rechazar a sus competidores extranjeros sin dificultad, con el resultado de que en adelante siempre habría muchas fuentes de trabajo y el país se recuperaría de las heridas provocadas por los neoliberales que, para horror de los proteccionistas, querían desmantelar las defensas. Durante varios años pareció que la fórmula elegida después de la caída del ex presidente Fernando de la Rúa funcionaría muy bien, pero por desgracia no se tomó en cuenta el hecho de que, como consecuencia del resurgimiento tardío de países como China, los precios de los bienes manufacturados, en especial los de los más sofisticados, se reducirían de manera drástica en todo el mundo.

La tendencia así supuesta se intensificará. Para algunos empresarios, ya es tan difícil competir con sus homólogos chinos como era en los días finales del uno a uno. En el futuro próximo, les será imposible a menos que el gobierno opte por sellar herméticamente las fronteras y por tomar medidas encaminadas a impedir que los salarios de los trabajadores superen los percibidos por los chinos más pobres, los bengalíes y africanos. Una política de esta clase no sería nada popular, ya que se basaría en mantener depauperados, para no decir esclavizados, a los trabajadores, pero podrían aprobarla los dirigentes sindicales y progresistas urbanos por suponerla debidamente nacionalista.

No es que los fabricantes chinos sean imbatibles. Merced a la calidad superior de sus productos manufacturados y también a que buena parte del trabajo manual necesario sea confiada a los obreros de países más pobres, los alemanes y japoneses siguen exportándolos con éxito evidente, pero por muchas razones no es nada probable que logren emularlos muchos empresarios argentinos. Los responsables de manejar la economía nacional, pues, están ante un dilema. Si optan por aferrarse al modelo productivo duhaldista, les será forzoso tomar muchas medidas desembozadamente proteccionistas que, además de ocasionarle problemas con la Organización Mundial de Comercio, privará a los argentinos de la posibilidad de disfrutar de una multitud de bienes de consumo a precios razonables. En efecto, como se informó hace algunas semanas en el matutino porteño Ambito Financiero, en Estados Unidos la ropa cuesta menos de la mitad que en la Argentina donde se supone que el costo de vida es insólitamente bajo. Desde luego que no sólo es cuestión de la ropa. También lo es de una amplia gama de productos que son mucho más baratos en las tiendas del Primer Mundo de lo que son aquí.

La tasa de inflación es tan baja en los países ricos en buena medida porque los invasores chinos continúan inundando los mercados de bienes de consumo que ayudan a mantener alto el nivel de vida. Aunque la mayoría se ve beneficiada por tanta agresividad asiática, han sido perjudicados aquellos obreros y empresarios que dependían de la salud de sectores que fabricaban bienes similares. Su destino se asemeja al de quienes en tiempos preinformáticos producían cosas como máquinas de escribir que hoy en día sólo interesan a los coleccionistas de antigüedades. Es sin duda lamentable que eso haya ocurrido, pero puesto que ordenar la economía de tal modo que puedan prosperar como antes los que insisten en continuar haciendo lo que siempre han hecho sería a todas luces contraproducente, los gobiernos del Primer Mundo se han negado a tratarlos como si fueran agricultores, muchos de los cuales sí siguen gozando de subsidios envidiables. Mal que les pese a quienes son descolocados por los cambios de este tipo, intentar frenarlos suele ser suicida.

En un mundo que evoluciona con rapidez vertiginosa, resulta necesario saber adaptarse a circunstancias nuevas. Por desgracia, la estrategia kirchnerista se basa en la noción de que la Argentina no tiene por qué adaptarse a nada, de ahí la reacción furiosa del presidente y de la ministra de Economía toda vez que un funcionario internacional se anima a sugerirles que acaso convendría modificar un poco el rumbo a fin de soslayar los baches que vislumbran en el camino. Tanta terquedad les ha resultado políticamente provechosa, porque a muchos les encanta ser informados que en el futuro no habrá reformas desagradables ni giros económicos que podrían plantearles desafíos molestos, pero no es muy realista. Bien que mal, la Argentina, lo mismo que todos los demás países, tendrá que acostumbrarse a que muy poco es permanente en un mundo en el que son frecuentes las innovaciones tecnológicas que pueden arrasar con industrias enteras y la transformación en un lapso relativamente breve de gigantes antes soñolientos en potencias económicas la obligará a repensar estrategias que, según parece, sus líderes actuales creyeron convincentes cuando eran jóvenes medio siglo atrás.

Puesto que el gobierno actual no se propone permitir que el mercado distinga entre aquellas actividades que podrían florecer en los años venideros y las que aun cuando recibieran subsidios enormes se extinguirían, sería de esperar que sus funcionarios se encarguen del asunto sin prestar demasiada atención a los lobbistas. En tal caso, llegarán a la conclusión de que buena parte de la industria textil, además de los fabricantes de juguetes y de muchos bienes electrónicos tienen los días contados. Sin embargo, por motivos políticos serán reacios a informar a los condenados que continuar procurando protegerlos sería tan costoso como inútil, de modo que les convendría prepararse para cambiar de rubro, de suerte que es de prever que sigan multiplicándose los subsidios sectoriales destinados a atenuar los golpes que asesta el mercado a los incapaces de valerse por sí mismos hasta que llegue el día en que el edificio, construido como está sobre la ilusión de que el porvenir del país será espléndido si el gobierno logra recrear la economía de hace más de treinta años, se venga abajo.

 

JAMES NEILSON

 
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