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Viernes 16 de Febrero de 2007
 
Edicion impresa pag. 18 y 19 >
El gran experimento

Hay quienes creen que la Argentina perdió tanto terreno económico en el medio siglo que siguió a la Segunda Guerra Mundial porque sus elites se negaron a dejarse impresionar por lo que hacían los norteamericanos, europeos occidentales, australianos y japoneses. Señalan que mientras que los gobiernos de los países que se enriquecían apostaron a variantes del capitalismo liberal atenuado por dosis de socialismo, los de la Argentina se aferraron al corporativismo nacionalista de raíces hispanas que subyacía en el pensamiento de peronistas, radicales, muchos izquierdistas y el grueso de los militares. Dicen que para salir del atraso será forzoso adoptar la clase de políticas económicas que suelen aplicar los países ya ricos. Aunque tal planteo parece irrefutable, los consustanciados con el sistema que efectivamente existe, más los muchos que temen que cualquier cambio los perjudique, siempre han conformado un bloque tan fuerte que han fracasado todos los intentos de emprender programas de reformas que, en el exterior por lo menos, se calificarían de modernizadoras.

Hace apenas cinco años, pareció que quienes dan por descontado que las repetidas debacles económicas del país se debieron a la resistencia de sus gobernantes a obrar como sus equivalentes del Primer Mundo por fin habían ganado la polémica y que la mayoría no sólo entendía que las tradiciones nacionales en la materia estaban definitivamente desacreditadas, sino también que había llegado la hora de respetar a rajatabla las normas propias del mundo desarrollado. Pero entonces, para sorpresa incluso de los más reacios a pensar en la conveniencia de ensayar algunas "reformas estructurales", el panorama internacional cambió de tal modo que la Argentina disfrutó de tasas de crecimiento muy altas que le permitieron producir más, en términos macroeconómicos, que antes del colapso de la convertibilidad, lo que en una sociedad que se había resignado al estancamiento pareció maravilloso. Desde el punto de vista de los partidarios del viejo modelo, el que luego de su reinstalación la Argentina haya gozado de algunos años de crecimiento rápido prueba de manera contundente que el atraso económico del país el que, pese a todas sus muchas ventajas naturales, ostenta un producto per cápita que es equiparable con el de los miembros más pobres de la Unión Europea como Polonia y Estonia no se debió a la negativa de muchos gobernantes a imitar a sus homólogos de los países exitosos sino, por el contrario, a los esporádicos intentos de hacerlo.

Es ésta la opinión del presidente Néstor Kirchner. Insiste en que las lacras sociales del país no son fruto de los errores cometidos a través de las décadas por una serie de gobiernos populistas, sino de los esfuerzos "neoliberales" por remediarlos. En una arenga pronunciada hace un par de días, acusó a entidades como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial de Comercio de causar "llanto, desocupación y olvido" entre los argentinos, además de la pobreza en que está sumido el treinta por ciento de la población, de suerte que a su juicio no hay que hacerles caso a los voceros de la ortodoxia primermundista cuando critican los esfuerzos por combatir la inflación controlando los precios, prohibiendo ciertas exportaciones y subsidiando una proporción cada vez mayor de bienes o hablan de temas como la corrupción y la falta de reglas claras, puesto que lo que realmente quieren los desgraciados es detener "este proceso de crecimiento económico, justicia y amor". Según Kirchner, la OMC dice que es necesario cambiar el modelo, pero "lo que vamos a hacer es profundizarlo", lo que se supone significa que pronto habrá más estatismo, más proteccionismo, más controles, más subsidios y un esfuerzo aún mayor para impedir que la cotización del peso refleje su poder de compra.

Kirchner, pues, jura estar convencido de que el modelo económico peronista que Eduardo Duhalde rescató de las fauces del monstruo neoliberal es muy superior al reivindicado por los dirigentes del Primer Mundo que llevan la voz cantante en los organismos internacionales. A su entender, cuatro años de crecimiento atribuible en buena medida a las exportaciones de la soja y otros productos agrícolas es evidencia suficiente de que sería absurdo pensar en modificarlo. Si durante las próximas décadas la economía argentina sigue expandiéndose a la velocidad a la que se ha acostumbrado y desaparece la extrema pobreza resultaría que tiene razón, pero la verdad es que no existen demasiados motivos para creer que el país pueda alcanzar un nivel de vida similar al francés o australiano, digamos, sin inversiones colosales en energía y obras de infraestructura, en educación e investigación científica y en muchos ámbitos más.

¿De dónde provendrá el dinero necesario para el tan demorado despegue argentino? Hasta que haya aquellas "regulaciones estables, instituciones fuertes y reglas de previsibilidad" reclamadas por la vicepresidenta del Banco Mundial, con la excepción de los especuladores con ánimo de arriesgarse, los inversores más opulentos continuarán boicoteándola. Asimismo, la experiencia internacional muestra que a la larga los controles de precios y el proteccionismo son contraproducentes, por las distorsiones que provocan los primeros y porque muchos empresarios se habitúan a preocuparse más por su relación con el poder político de turno que por la calidad y costo de lo que fabrican. Por lo tanto, no sorprendería que dentro de poco el crecimiento económico comenzara a perder ímpetu y que, una vez más, el gobierno se vea obligado a luchar contra algunos enemigos archiconocidos como la inflación en aumento constante, los déficits fiscales, sobre todo en las provincias, la turbulencia laboral y la incapacidad crónica para competir que es característica de la industria nacional.

En ocasiones, todos los países se dan el lujo de violar ciertas normas caras a los economistas ortodoxos sin por eso sufrir consecuencias calamitosas. Estados Unidos, la Unión Europea y el Japón protegen a sus agricultores y durante mucho tiempo este último mantuvo bien barato el valor del yen. Sin embargo, el que los países ricos a menudo se mofen de los principios que sus representantes dicen respetar no quiere decir que uno que es relativamente pobre pueda hacerlo con impunidad. Las economías desarrolladas son tan prósperas que los asalariados están en condiciones de pagar los costos de subsidiar a sectores políticamente poderosos, pero no lo están los trabajadores del mundo subdesarrollado a menos que estén dispuestos a resignarse a un estándar de vida muy reducido. Y si bien distintos gobiernos japoneses han privilegiado a los industriales protegiéndolos contra la competencia ajena, también aseguraron que serían lo bastante eficientes como para poder conquistar los mercados más exigentes del mundo. ¿Serán capaces sus equivalentes argentinos de emularlos merced a los beneficios que les supone el "modelo productivo"?

La Argentina no es el único país en que buena parte de la clase dirigente está resuelta a defender contra las presiones ajenas un modelo económico que otros juzgan anticuado. Un drama muy similar está representándose en Francia, donde los líderes de la izquierda y la derecha nacionalista coinciden en oponerse a la globalización que afirman está empujándolos hacia el "capitalismo salvaje anglosajón". Pero mientras que la mayoría de los franceses sigue gozando de ingresos envidiables, en la Argentina hasta los que según las estadísticas oficiales forman parte de la clase media baja o mediana son pobres de acuerdo con las pautas primermundistas. Es que la decadencia económica de Francia, si es de ésa que se trata, es un fenómeno muy reciente. En cambio, la de la Argentina empezó a hacerse sentir en la mitad inicial del siglo pasado, con el resultado de que las expectativas de los más ya son tan bajas que si se recuperara el bienestar modesto que el país conoció hace treinta años muchos lo celebrarían como si se tratara de un auténtico milagro económico.

 

JAMES NEILSON

 
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