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Martes 06 de Febrero de 2007
 
Edicion impresa pag. 18 y 19 >
Plantar bandera

La foto es hermosa: ofrece la estética de la heroicidad, la emoción del triunfo, el vigor del entusiasmo y la vitalidad de la juventud. Tiene la armonía clásica de las estatuas helénicas. Su condición fotográfica, que pretende ser espejo fiel del instante real e irreversible, evidencia la certeza de lo espontáneo. Sin embargo, hay dudas sobre su carácter de "instantánea" y muchas veces se ha denunciado que sus personajes han posado para ella.

El reciente filme de Clint Eastwood y Steven Spielberg, "La conquista del honor" ("Las banderas de nuestros padres", en la traducción de su título original en inglés), se despliega en torno a la famosa fotografía de Joe Rosenthal del 23 de febrero de 1945, cuando los soldados accedieron a la cima del monte Kuribashi, en la Isla de Iwo Jima, y seis de ellos plantaron una enorme bandera estadounidense. El éxito de esa foto fue inmediato. Era un símbolo del empuje norteamericano, del esfuerzo de su pueblo representado por los marines de hecho fue modelo del monumento a la Infantería de Marina. Y la imagen de conjunto tiene algo de la épica democrática sublimada en el sacrificio bélico.

El filme, aunque rigurosamente responde al género bélico, introduce varios temas también clásicos. El mito del héroe, las distintas figuras del antihéroe, el valor de la solidaridad ante el peligro, la severa disciplina y la amistad varonil, el cumplimiento del deber y el sacrificio, los arbitrios caprichosos de la política en tiempos de guerra, no son nuevos. La cinematografía de todas las naciones que alguna vez experimentaron la guerra y quizás no haya ninguna que no tenga esa experiencia registra similares ejes temáticos en distintas etapas de su historia.

El antibelicismo en el cine también tiene una larguísima tradición. Es sabido que el pacifismo declamatorio puede en la práctica resultar una exhibición atrapante, espectacular y frecuentemente con brillante estética de los horrores de la guerra. Uno sufre viendo los padecimientos de los protagonistas. El suspenso se crea en torno a la pregunta más primaria: ¿se salvarán o morirán? Si se salvan, la guerra valió la pena y si mueren, también. Pero en este segundo caso, con tristeza se admite que las guerras constituyen un hecho objetivo e inevitable de la estupidez humana. Estas películas esconden, a menudo, una exaltación de lo que parecen condenar. Y no son un instrumento eficaz para los argumentos antibelicistas. La muestra de batallas y luchas intrínsecamente monstruosas no se sostiene por el más mínimo indicio de sus causas, y no hay en ella un análisis, aun primario, de las causas económicas que las empujan y provocan.

Las novelas y relatos de la sangre y del heroísmo alemán, en la época inmediatamente prehitleriana, o los numerosos filmes de equivalente sentido propagandístico que el de sus símiles norteamericanos, no han evitado los nacionalismos extremos. Son éstos los que sustentan la intervención armada, proclamada generalmente patriótica y desinteresada, en diversos continentes. Allí se cruzan las variaciones justificantes para guerrear y combatir: la lucha contra fanatismos salvajes por la democracia y la libertad de los pueblos o la defensa de los valores de cohesión nacional y estilo de vida.

La estética en las imágenes de los filmes bélicos incluye un elemento sustancial para su éxito. Las batallas tienen su particular belleza: las panorámicas de multitudes de uniformados, la espectacularidad de los desembarcos bajo fuego, el desplazamiento armonioso de los soldados y de los aviones, la dinámica endiablada de las cargas de caballería o con bayoneta cuerpo a cuerpo, las explosiones y sus iluminaciones súbitas. En el cine son tan artificiales los fuegos de una conmemoración festiva como los efectos especiales de bombas, cañonazos y muertes sanguinolentas.

La película de Eastwood-Spielberg contiene una interesante escena. Cuando se homenajea al protagonista en un acto popular, éste confunde, alucinado, los fuegos de artificio con el terror de los morteros y granadas reales en su memoria. Pero para el espectador ambos espectáculos son igualmente imitaciones de la realidad: la película en pantalla, los fuegos del bombardeo y las luces de artificio.

Nuestro cine tiene muchos ejemplos de ese equívoco género de guerra, desde "La Guerra Gaucha" de la década de los 40 o los filmes sobre la independencia, como el "El Tambor de Tacuarí" de 1953, hasta las más recientes críticas fílmicas sobre la guerra de las Malvinas. Ya sea mediante la glorificación de la pelea patriótica, el encomio amargo pero entusiasta "del sacrificio no reconocido de nuestros muchachos", la pintura del miedo, el padecimiento de las contingencias de la batalla y el coraje individual pero estéril, el género bélico supo despertar emociones épicas en tiempos de escepticismo y anomia social.

Este filme de un conservador políticamente correcto como Eastwood, que modera el patrioterismo, parece responder con cierta ambigüedad a las críticas condiciones actuales de la política norteamericana en Irak y el Medio Oriente. Su mensaje se dirige no tanto a la futilidad y sin sentido de las guerras, como al enaltecimiento de la amistad que une las almas de los soldados desconocidos: "Peleamos por la patria pero morimos por los amigos", se afirma en el filme comentado.

Pero más allá de esos contenidos, la película nos brinda, aunque no ha sido su intención central, una gran oportunidad para la reflexión en torno a la fotografía de propaganda. Nos habilita para pensar en el poder de la imagen, en la mezcla de verdad real y de invención artística, en la funcionalidad de la estética moderna como instrumento de persuasión.

Los rusos soviéticos también tuvieron su foto del fervor de la hora de la victoria, que se hizo famosa y fue símbolo en el mundo comunista. Se trata del momento en que un soldado del Ejército Rojo planta la bandera roja de la hoz y el martillo en la cúpula del Reichstag en Berlín, el 2 de mayo de 1945. Es una imagen poderosa, quizás mas dramática que la de Iwo Jima. Siguiendo las reglas del realismo socialista, con las ruinas y el humo de la terrible batalla que culminó con la caída de la capital alemana y el fin del Tercer Reich, el efecto logrado es conmocionante. Hoy se sabe que la foto fue corregida parcialmente antes de su difusión. El trucaje era común en la Unión Soviética y no sólo allí. La propaganda siempre tiene un fondo tramposo.

La potencia de la imagen es un formidable instrumento de difusión propagandista. Aun desde mucho antes de la invención de la fotografía. Ahí está toda la pintura religiosa y desde luego la pintura de batallas, rendiciones, caballeros heroicos y triunfantes, desde el Renacimiento hasta el Romanticismo revolucionario. Plantar bandera tras la victoria, la toma de la fortaleza o de la barricada, o levantarla para encabezar el avance final, con la muerte previsible del abanderado, es la culminación más conmovedora de la idea de éxito. Tiene su lema insurreccional: "Hasta la victoria, siempre".

Claro está: la fotografía parece mucho mas realista que las viejas pinturas de Delacroix o de Gericault. Una concepción ingenua de la fotografía la define como reproducción innegable de la realidad. La relación de la fotografía con lo real no es sin embargo tan fiel con el objeto fotografiado. Cuando la fotografía deja de ser un mero documento para transformarse en "arte", con una carga subjetiva por parte del fotógrafo, de algún modo se está transformando estéticamente la realidad. Sutilmente, se está desfigurando, torciendo, cambiando lo real, por su representación. Representar no es parecer. A pesar de la foto, o por ella misma, la realidad siempre torna a ser inasible: nunca puede plantar definitivamente su bandera.

 

(*) Ex gobernador de Río Negro; ex diputado nacional por la UCR.

OSVALDO ALVAREZ GUERRERO (*)

Especial para "Río Negro"

 
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