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Viernes 26 de Enero de 2007
 
Edicion impresa pag. 20 y 21 >
Un lugar en un mundo civilizado

JAMES NEILSON

uesto que el gobierno actual, acompañado por casi toda la clase política, está comprometido con la industrialización del país por creerla la respuesta indicada a sus muchos problemas económicos y sociales, debería preocuparle la tendencia de una gama cada vez más amplia de actividades manufactureras de reubicarse en China y, en menor grado, la India y otros países asiáticos cuyos trabajadores están acostumbrados a salarios muy inferiores incluso a los argentinos. Se trata de un cambio que afecta a todos los países, tanto los ricos como los pobres, pero especialmente a los renombrados por su capacidad manufacturera como Alemania y Japón, Francia e Italia. Desde hace un par de décadas ellos crecen a un ritmo decididamente modesto con el resultado de que el Reino Unido, que comenzó a desindustrializarse mucho antes, ha conseguido recuperar todo el terreno que perdió en "los años gloriosos" que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando las fábricas europeas y niponas se expandieron a un ritmo febril y hoy en día no sólo disfruta de un producto per cápita más elevado que el de sus vecinos continentales, sino que también se ha habituado a crecer con mayor velocidad.

Bien que mal, la globalización, es decir la propensión de las distintas economías a fusionarse en una sola impulsada por el progreso asombroso de la tecnología, no es un fenómeno meramente coyuntural. Aunque es factible que en los próximos años resurja el proteccionismo, sobre todo en Estados Unidos y Europa donde los perjudicados por la irrupción asiática tienen poder político, sería imposible volver al mundo de otros tiempos en que países o bloques pudieron aislarse sin pagar un costo demasiado alto. Por cierto, en el caso de la Argentina o, si se prefiere, el Mercosur, tal opción supondría condenarse al atraso permanente porque carecen de la capacidad científica que les permitiría prescindir de las tecnologías ajenas. Tampoco será posible desinventar la internet y la multitud de productos vinculados con ella que están motorizando la globalización.

El crecimiento espectacular de China y la India, dos gigantes con más de mil millones de habitantes cada uno, ya ha modificado drásticamente el escenario económico mundial, pero sólo es cuestión de un comienzo. Siempre y cuando no acontezca nada catastrófico en el futuro inmediato, pronto estarán en condiciones de producir casi todos los bienes de consumo que necesita el resto del género humano a precios muy competitivos. Para la Argentina, esta realidad plantea algunos interrogantes de gran importancia. ¿Le conviene continuar apostando a sectores empresarios que en un lapso muy breve podrían ser aplastados por las topadoras asiáticas? ¿O no le sería mejor empezar ya a prepararse para el día en que se vea obligada a concentrarse en otras actividades, porque las únicas empresas manufactureras occidentales que conseguirán prosperar serán las que, por alguno que otro motivo, logren atrincherarse en un nicho rentable?

Los fabricantes locales ya se sienten amenazados por sus rivales chinos. Señalan que el superávit comercial con China posibilitado por las ventas de soja ya está en caída libre puesto que, como es natural, los chinos quieren que la Argentina compre sus productos industriales, entre ellos textiles, maquinarias, bienes electrodomésticos y juguetes. Por tratarse de un socio significante uno que, según el gobierno del presidente Néstor Kirchner, posee una "economía de mercado", impedirlo no sería sencillo. Si bajo los pretextos habituales la Argentina decide obstaculizar el ingreso de bienes chinos, el socio podría reaccionar comprando la soja, maíz y así por el estilo que precisa en otra parte, además de provocar una serie de dificultades diplomáticas desagradables.

He aquí un flanco débil del "modelo productivo" que se basa en la idea de que es forzoso privilegiar la industria manipulando la moneda a su favor y tomando medidas proteccionistas toda vez que los lobbistas de grupos de empresas afirman que sus clientes son víctimas de una invasión foránea. Por motivos que podrían calificarse de ideológicos, el gobierno ha apostado a un sector que tal y como están las cosas parece tener los días contados. Aunque siempre habrá algunas empresas que resulten ser capaces de sobrevivir en el clima hostil que se avecina, serán aquellas que por estar en condiciones de aprovechar los mercados internacionales no dependerán de los subsidios directos e indirectos que aporten los consumidores locales y los contribuyentes.

La Argentina dista de ser el único país que se ve constreñido a revisar su estrategia económica para hacer frente al desafío planteado por China, la India y los demás dragones y tigres asiáticos que están en vías de encargarse de actividades antes monopolizadas por occidentales y japoneses. En todas partes están debatiéndose el pro y el contra de una dosis adicional de proteccionismo, de más flexibilidad laboral y de medidas destinadas a asegurar que los países ya ricos conserven lo que tienen y los aún pobres se desarrollen a pesar de que industrializarse de verdad se esté haciendo más difícil por momentos.

Aunque los más coinciden en que será necesario cambiar muchas cosas, no hay ningún consenso acerca de cuáles. Se entiende que el proteccionismo es un camino que a la larga conduce al estancamiento, pero si la alternativa consiste en permitir que la industria local sea desmantelada, la tentación de emprenderlo podría resultar irresistible. Asimismo, si bien tendrán razón los que insisten en que para prosperar en el mundo que está conformándose será necesario mejorar el nivel educativo de la población, sucede que los asiáticos pueden aventajar en este ámbito a sus contemporáneos europeos y norteamericanos más aplicados, además, claro está, de los latinoamericanos y, de todos modos, sería inútil suponer que todos fueran capaces de convertirse en físicos nucleares, ingenieros o programadores informáticos geniales. Por desgracia, los talentos necesarios para descollar no están repartidos como los igualitarios quisieran creer.

Gracias a la globalización, el mundo se ha hecho más equitativo: centenares de millones de chinos e indios se han integrado a la clase media planetaria. Pero en virtualmente todas las sociedades, las diferencias sociales internas se han agudizado. Entre los perjudicados están aquellos obreros occidentales no calificados que no tienen posibilidad alguna de "competir" con los asiáticos y los campesinos de China y la India que carecen de los conocimientos y de la capacidad que les permitiría adquirirlos, que en la actualidad separan a los beneficiados por las mutaciones constantes de la economía de los que nunca podrán adaptarse. Los perdedores también incluyen a la mayoría de los países musulmanes, cuyo atraso humillante alimenta el fanatismo rencoroso de los islamistas.

En cuanto a la Argentina y los demás países latinoamericanos, sus perspectivas no parecen brillantes. Si persiste, el sesgo anticientífico que siempre ha caracterizado a la cultura regional les impedirá competir con China y la India, mientras que el populismo político que, lo mismo que el islamismo, es estimulado por la sensación de impotencia, asusta a muchos inversores en potencia, incluyendo a los latinoamericanos mismos. Aunque la situación podría modificarse en los años venideros, por ahora no hay muchos indicios de que las elites se hayan dado cuenta de que, si bien la exportación de productos agropecuarios, materias primas y energía podrían asegurarles un ingreso decoroso, no sería suficiente como para permitirles reformar sus respectivas sociedades para que los beneficios sean compartidos por la mayoría de sus conciudadanos, objetivo éste que todos dicen les es prioritario pero que, a juzgar por su manera meramente emotiva de enfrentar los cambios que están transformando el panorama mundial, no es más que una ilusión.

 
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