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Lunes 15 de Enero de 2007
 
Edicion impresa pag. 32 > Cultura y Espectaculos
EN CLAVE DE Y: Precaria

La lógica, la experiencia, le decían que sólo era un terraplén de unos cuatro metros. Piedra suelta, cierto; significaba un poco más de esfuerzo. ¿Cuántas veces no lo había hecho, al ir y venir del mar? Pero desde el núcleo de su sistema nervioso el mensaje era otro: peligronopuedopeligrorespirarpeligro y el corazón a mil decía estallo y el viento era un aullido dentro de ella. Arriba estaba tan lejos...

¡Arriba estaba cerca! Trabajosamente, toda su pequeña personita convertida en un propósito no expresado en palabras, ascendía un escalón, otro. Arriba estaban los hermanos, arriba jugaban a la pelota, arriba los autitos que no querían que tocara...Tenía que llegar antes que...

Tenía que llegar, antes que aquello el viejo pánico-la alcanzara. Por favor, rezó, por favor, aquí no, dejame llegar, dejame subir, repitió como una letanía al dios del viento, al dios del mar, a alguna deidad no inculcada; más bien un ruego a las fuerzas elementales, poderosas, que en esa solitaria playa le estaban demostrando que la diferencia entre la seguridad civilizada y la precariedad total era muy tenue. Desde alguna voluntad apenas insinuada o quizás sólo desde la supervivencia- empezó a trepar. Un paso. Dos...¡faltaba tanto!

No faltaba tanto. Ya podía ver las piernas de los hermanos, la pelota, sentía clarito sus risas, las corridas por el piso y todavía no se habían dado cuenta, mamá y papá no se habían dado cuenta, la puertita esa que siempre la paraba de ir arriba no estaba puesta y ellos seguían conversando en la cocina...nadie aparecía.

¡Nadie aparecía! Tenía que pasarle a ella, salir a caminar con semejante viento, en absoluta soledad, el mar a un costado, el oleaje implacable, el tronar en sus oídos, la calle, las casas, aún tan lejos, tres, cuatro, otro más...

¡Otro más y llegaba! La voluntariosa cabecita se levantó y con ella el cuerpo diminuto y entonces todo fue caer, todo dolor, grito, llanto, arriba era abajo, más abajo, choca la madera, golpea la cabeza, rueda, rueda, abajo, abajo y la voz de mamá y de papá, los gritos, la nena, la nena llora, corridas, el suelo frío y duro.

El suelo firme y duro, al fin. Los techos de las casas, la avenida, los autos, y aunque el viento siguiera atroz y el ruido fuera ensordecedor, estaba ya en la calle, apenas salvada por unos pasos de tan absoluta soledad, de tan altísimo riesgo, que venía tanto del afuera como de su adentro aterrado y mientras daba un paso y otro, rumbo a la casa, gracias, decía, gracias, a algún dios ignoto previo a todo catecismo; la sensación de estar en manos de fuerzas demasiado poderosas que estaban allí, ahí nomás, latente su amenaza, listos sus tentáculos de aire y agua para asirla.

Listos los brazos cálidos para asirla, el arrullo de mamá, el consuelo de papá, el dolor y el llanto y los hermanos asomándose y bajando hacia ella y todos tocándola, te duele, qué pasó, cómo no estaba puesta la puertita, dónde se golpeó, un poco de agua, un canto conocido, la luz de la cocina, la seguridad.

La luz de la cocina, ¡la seguridad! Desde el portón de entrada, la calidez del hogar la envolvió con una sanadora sensación. Abrió la puerta, lista para contarles de ese pequeño rato de pesadilla, dudando de que no sonara ridícula, temerle a un terraplén y un poco de viento...

Desde apenas unos metros, las dos se miraron. La adulta, recuperada la intelectualidad conque se procesa el pasado; la otra, una niñita toda sensación, y en ambas una comprensión: la de que toda seguridad es precaria, y de que algo - un soplo de total incertidumbre - las había rozado y se había ido.

Y que alguna vez llegaría para quedarse.

 

MARIA EMILIA SALTO

bebasalto@hotmail.com

 
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