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Viernes 29 de Diciembre de 2006
 
Edicion impresa pag. 22 y 23 >
Agujeros en la memoria

Como sucede en muchos países cuyos dirigentes quieren poner el pasado reciente al servicio de la realidad actual, aquí los partidarios más fervorosos de "la memoria" suelen ser llamativamente olvidadizos. Recuerdan muy bien algunas cosas pero, cuando se trata de otras, padecen de amnesia. Es por eso que tuvieron que transcurrir treinta años antes de que a un juez se le ocurriera incluir los delitos perpetrados por la Triple A como crímenes de lesa humanidad porque, al fin y al cabo, se trataba de una banda que fue organizada por miembros del gobierno encabezado por Juan Domingo Perón, nada menos. Puede argüirse que, en aquel entonces, el presidente estaba senil y que su viuda no estaba en condiciones de impedir que el excéntrico ministro de Bienestar Social, "el brujo" José López Rega, librara su propia guerra sucia contra izquierdistas y otros de opiniones a su juicio inaceptables, pero así y todo es claro que el líder máximo de lo que continuaría siendo el movimiento político más poderoso del país fue, en última instancia, el responsable formal de iniciar la represión ilegal que más tarde adquiriría proporciones tan monstruosas. ¿Lo ordenó personalmente? Es posible pero, por temor a despertar a los demonios que duermen ocultos en el subconsciente nacional, escasean los que quisieran averiguarlo.

Si bien a esta altura es poco probable que la resolución del juez federal Norberto Oyarbide tenga demasiados efectos concretos, ya que Perón y López Rega murieron hace mucho tiempo y pocos suponen que Isabel pueda terminar entre rejas, por lo menos debería ayudar a que sean un tanto más honestos los intentos oficialistas de revisar el pasado. A partir de 1983, todos los gobiernos, en especial el actual, procuraron convencer a la ciudadanía de que la violación sistemática de los derechos humanos más fundamentales fue obra casi exclusiva de las Fuerzas Armadas y sus auxiliares policiales y que, en consecuencia, la represión sólo se puso en marcha la madrugada del 24 de marzo de 1976.

A su modo, era cuestión de una mentira patriótica. Acusar no sólo a un peronista, López Rega, de haber iniciado la matanza sino también a Perón y su mujer de, por lo menos, haberlo permitido hubiera contribuido a mantener vivo el conflicto entre peronistas y antiperonistas que tantos problemas causó en las décadas anteriores. Era muy tentador, pues, fingir creer que, por ser tan extravagante la personalidad de López Rega, la Triple A en verdad tuvo muy poco que ver con el peronismo propiamente dicho. Construir una democracia sin la participación activa de los militares no plantearía dificultades insuperables; en cambio, a virtualmente todos les pareció imposible hacerlo sin los peronistas a menos que éstos reconocieran que el fundador de su movimiento impulsó la guerra sucia y que su viuda la prosiguió con entusiasmo dando su respaldo a López Rega y firmando, con eminencias como Antonio Cafiero, Carlos Ruckauf e Italo Argentino Luder, decretos en los que ordenó la "aniquilación" de la subversión, cuando no de los subversivos mismos.

El protagonismo de la Triple A en el drama terrorífico que convulsionó a la Argentina en los años setenta no es el único hecho histórico relacionado con el peronismo que la clase política, acompañada por buena parte de la ciudadanía, ha preferido minimizar, tratándolo como "anecdótico", o sea como un pormenor insignificante que no debería mencionarse. Otros son el nexo provechoso de Perón y su círculo con los nazis alemanes y la deuda intelectual que tiene el movimiento que construyó con el fascismo italiano de Benito Mussolini. Por motivos pragmáticos, tales detalles son considerados de escasa importancia por los muchos que quisieran convencerse de que en el fondo el peronismo siempre ha sido una fuerza progresista de "centroizquierda" a pesar de que muchos militantes que sienten nostalgia por los viejos tiempos hayan tardado en asumir su condición de demócratas natos. Sería mejor que fuera así pero, por desgracia, la verdad es muy diferente.

Puesto que el presidente Néstor Kirchner se ha erigido en el revisionista en jefe, el hombre más decidido de todos a romper los "pactos de silencio corporativos" que según dice nos impiden avanzar, debería estar entre los primeros en felicitar a Oyarbide por su aporte al gran sinceramiento nacional. ¿Lo estará? Por desgracia, no hay demasiados motivos para creerlo. Hasta ahora, cuando menos, todo el discurso en torno a los derechos humanos de Kirchner se dirige contra los militares y aquellos "neoliberales" que, parece suponer, fueran los únicos que colaboraron con ellos. Además, él mismo es un político peronista, de suerte que le parecería un acto de parricidio incluir a Perón en su lista negra de delincuentes imperdonables. Como muchos compañeros, brinda la impresión de creer que, por estar Perón más allá del bien y el mal, los que vinieron después no tienen derecho alguno a intentar juzgarlo.

Lo lógico sería que un paladín de los derechos humanos como Kirchner condenara sin ambages la conducta de Perón no sólo en 1973 y el comienzo de 1974 sino también en los años cuarenta y cincuenta, pero no podría hacerlo sin convertirse en un antiperonista, es decir, un "gorila". Mientras tanto, seguirá cargando las tintas contra los militares y pasando por alto delitos similares que perpetraron quienes militaban en el movimiento cuyo apoyo necesita. Salvando las distancias, su actitud se parece a aquella de los que niegan que tuvo lugar el holocausto del pueblo judío: si por algún motivo la realidad no les conviene, tanto peor para la realidad.

Oyarbide pudo declarar imprescriptibles las atrocidades de la Triple A porque no cabe duda alguna de que aquella banda nefasta, una suerte de SS criolla, surgió en el seno de un gobierno establecido, pero aquí los miembros de la Corte Suprema aún se resisten a incluir en la misma categoría a las organizaciones terroristas muchas de ellas peronistas por pertenecer a lo que podría calificarse como el sector privado. Sin embargo, tal distinción, que es reivindicada con pasión por quienes están más interesados en la venganza o en el oportunismo político que en ver respetados los derechos humanos, parece anticuada. Ya en 1996, bien antes de concretarse el ataque islamista contra Nueva York y Washington, las Naciones Unidas decidieron ampliar el concepto declarando delitos de lesa humanidad y en consecuencia no prescriptibles "los actos criminales con fines políticos cometidos o planeados para provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de personas o en personas determinadas", según nos recordó un columnista del matutino porteño "La Nación". Por razones nada misteriosas, Kirchner y sus colaboradores no quieren saber nada de la tesis de la ONU: a su entender, lo que les conviene política o emotivamente siempre pesará mucho más que cualquier acuerdo internacional.

Si Kirchner y otros funcionarios gubernamentales tomaran en serio lo que dicen, la iniciativa del juez Oyarbide desataría una crisis política mayúscula. ¿Cómo pueden personajes de principios tan nobles tolerar que se rinda homenaje a la memoria de un general responsable, por comisión o por omisión, de poner en marcha la mayor tragedia de las décadas últimas? Por lo menos tendrían que retirar de sus despachos todos los retratos de Perón y promover el cambio de nombre de las calles que lo conmemoran. Huelga decir que no lo harían aun cuando se descubrieran documentos que probaran de manera incontrovertible que Perón estaba detrás de la Triple A. Desde su punto de vista, con tal que les sean útiles los mitos valen mucho más que lo que efectivamente ocurrió. Así las cosas, por manifiesta que sea la contradicción entre su militancia en el peronismo y su afición a la liturgia de dicho movimiento por un lado y, por el otro, su presunta adhesión a valores que son más acordes con los tiempos políticos actuales que los que guiaron al líder, no permitirán que nada tan trivial como la verdad les ocasione disgustos.

 

JAMES NEILSON

 
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