BUSCAR       RIO NEGRO    WEB     
TITULOS SECCIONES SUPLEMENTOS OPINION CLASIFICADOS SERVICIOS NUESTRO DIARIO PRODUCTOS
 
Martes 26 de Diciembre de 2006
 
Edicion impresa pag. 18 y 19 >
Igualdad de derechos versus desigualdad de necesidades

Se afirma a menudo que la Revolución Francesa inauguró en Occidente la era de la igualdad de derechos. Sin embargo, los derechos legales son palabras y, como todas los palabras, su valor está determinado por el contexto. No tienen derechos los que, como los bebés, no los conocen; los que, como los analfabetos, no saben interpretarlos; los que, como los ignorantes, no saben reclamarlos; los que, como los débiles, no pueden hacerlos valer. Las sociedades convalidan de hecho comportamientos que nada tienen que ver con el derecho. En los países más ricos los pobres hoy casi no tienen derechos y son hasta presa de caza para adolescentes ricos; los diferentes (los de piel de otro color u otras preferencias sexuales, por ejemplo) no son tan iguales como los “verdaderamente” iguales. ¿Cuál es, entonces, la igualdad de derechos supuestamente inaugurada hace más de dos siglos en Occidente? El concepto no se puede comprender sin saber algo de la historia de Europa, información casi totalmente ausente en los contenidos educativos argentinos.


Por razones que los prehistoriadores e historiadores deberían explicar -y a diferencia del Medio Oriente que fue una muy transitada área de paso- Europa fue en los últimos 40.000 años un lugar de creciente acumulación de población, de continuas invasiones. Su alto atractivo y gran densidad de población estable, no nómade, hizo que ya en la Edad Media su estado normal de vida fuera la guerra. Este género de vida -que ¿paradójicamente? convivió con el florecimientos de las ciencias y las artes- culminó en las gigantescas masacres de las dos guerras “mundiales” (Europa era “el mundo” para los europeos). Si los grupos humanos que poblaron Europa fueron muy variados, la cultura que crearon fue muy similar y basada en el gran modelo que brinda (los nazis no fueron los últimos en ensalzarlo) el Imperio Romano. Uno de los pilares de esa cultura fue la gran valoración del dominio de las fuerzas naturales, claramente evidenciada en la prescripción del Génesis “fructificad y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla”, prescripción que la ingeniería romana comenzó por primera vez a hacer realidad. El otro pilar fue el desarrollo de normas de convivencia que evitaran la completa aniquilación mutua, una ética para personas poderosas. Una ética tal está necesariamente basada en dos premisas centrales: la maximización de la autonomía individual de cada poderoso y el respeto de las áreas de influencia (cotos de caza) de los otros poderosos. De ahí la conocida máxima “la libertad del uno termina donde empieza la libertad del otro”.


Una ética apta para proteger a los débiles no puede estar basada en la igualdad, debe partir del reconocimiento de la desigualdad. Si este énfasis en la desigualdad molesta a alguno de mis lectores, le recuerdo que en la vida diaria no valoramos a una persona por lo que tiene en común con el resto de la humanidad sino por lo que la hace única, sus peculiares historia, virtudes y (por qué no) defectos. Si todas las personas fueran iguales (además de que la vida social sería muy, muy aburrida) la Psicología sería una ciencia tan exacta como la Matemática, donde todo “punto” geométrico o número “3” es exactamente igual a cualquier otro. Lo inadecuado de las normas del derecho basadas en la supuesta pero inexistente igualdad de las personas se pone claramente en evidencia con unos pocos ejemplos: 1) La incapacidad de los niños de evaluar las consecuencias de sus acciones sólo puede resolverse legalmente mediante su “inimputabilidad”, no mediante una educación que el sistema penitenciario no puede (según el filósofo Michel Foucault, no quiere) brindar. 2) La igualdad de las mujeres es sólo simbólica (legal) ya que, por ejemplo, en la gran mayoría de los países reciben menor remuneración que los hombres por el mismo trabajo. 3) Las comunidades aborígenes, que según las nuevas constituciones son “preexistentes” a la conformación del Estado, no tienen derecho reconocido a sus tierras originales (lo que causaría una revolución de terratenientes), ni siquiera a las fiscales de cada provincia (lo que disminuiría enormemente los recursos clientelísticos de los gobiernos). Tampoco tienen derecho a elaborar sus propias normas legales ni siquiera a tener representación independiente en los órganos legislativos. La “preexistencia” es, por lo tanto, un mero reconocimiento de una cronología de ocupación, tan invasora en el caso de los mapuches en la Argentina del siglo XVII, como en el de los pueblos germánicos en la Europa del siglo VIII.


Un intento de resolución de la aparentemente irreconciliable antinomia entre “igualdad de derechos” y “desigualdad de necesidades” fue el mandamiento marxista “de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades”. La historia ha mostrado que su puesta en práctica por el uso “provisorio” de la fuerza sólo cambió la clase poderosa, no disminuyó su codicia ni aumentó su respeto por los más débiles. Es decir, hubo un recambio de personas pero no de prácticas. Tampoco se puede esperar que las prácticas cambien si los objetivos siguen siendo los mismos: más placeres sensoriales, más riquezas materiales, más halagos sociales (como fácilmente se verifica dando la vuelta al día en 80 canales de TV, cuya programación es una fiel expresión de las demandas del mercado). Frecuentemente se afirma que la democracia es “igualdad de posibilidades”, pero ésto no es equivalente a “igualdad de probabilidades”. Un niño, un viejo y un parapléjico en silla de ruedas tienen la misma posibilidad de iniciar una maratón, pero no igual probabilidad de ganarla. El hijo de un gran terrateniente y el de un peón de campo tienen la misma posibilidad de ingresar al sistema educativo, pero no la misma probabilidad de obtener un título universitario.


Sociedades tan complejas como las actuales no puede funcionar bien de manera totalmente centralizada, sin amplia delegación de funciones y responsabilidades, tal como sucede en cualquier organismo viviente. Asimismo, la mejor democracia es aquella donde el poder está más ampliamente repartido.Todo ello recomienda la máxima autonomía (no autarquía) de sus integrantes, lo que requiere saberes y destrezas (es decir, buena educación). Para que los saberes, destrezas y probabilidades de éxito estén bien repartidos (y hay que empezar por reconocer que no lo están) la autonomía (concepto que prefiero al de libertad) debe estar complementada con el sentido de responsabilidad hacia el otro, es decir, con la solidaridad. Cuando la solidaridad sea un valor puesto en práctica por la mayoría de las personas, tal vez los derechos del uno terminarán donde empiezan las necesidades del otro.

 

CARLOS E. SOLIVEREZ (*)


Especial para “Río Negro”

(*) Doctor en Física y Diplomado en Ciencias Sociales. Bariloche.

 
haga su comentario otros comentarios
 
 
sus comentarios
Diario Río Negro.
Provincias de Río Negro y Neuquén, Patagonia, Argentina. Es una publicación de Editorial Rio Negro SA.
Todos los derechos reservados Copyright 2006