Las fiestas de fin de año tienen para los argentinos mucho de tradición, mucho de folclore, de resumen, de balance y de proyectos. Y tienen poco de religioso, porque el verdadero significado de la Navidad o la llegada del año nuevo es secundario para muchísima gente.
Y lo tradicional se mezcla con lo importado, casi que en muchos aspectos son tradiciones importadas, pero tradiciones al fin. Desde los arbolitos con nieve que ni por casualidad se ven en esta época en la argentina -menos aún en el norte del país-, hasta la bota para los regalos y las tarjetas de salutación con mensajes en inglés, fuimos incorporando tantas cosas ajenas, que se convirtieron en fiestas sin identidad.
Pero sí tienen sello propio, con comidas que marcan la diferencia, aunque muchas sean originarias de Europa, con tradiciones que en algunos casos no exceden el círculo familiar.
Cada casa es un modo de festejar, con mucho o con poco y según sea el poder adquisitivo será el debate sobre qué se toma, qué se come, a qué hora nos sentamos a la mesa y cuánto significa un abrazo.
Es que la Navidad o el año nuevo no sólo implican juntar lo que no se junta en un año, sino también decidir en qué casa se festeja, quien se llenará de humo si lo que se va a comer es a la parrilla, o si el clericó tendrá más o menos alcohol y si los chicos pueden tomar un poco o se hará ensaladas de fruta para ellos.
Así de amplia es la lista de cuestiones a tener en cuenta, porque la calidad de un turrón o de una sidra, o la comida fría o caliente pueden derivar en un tole tole de consecuencias impredecibles. Y todo esto porque las susceptibilidades están a full en esa época y porque todos quieren terminar o empezar el año decidiendo por los demás.
Y están aquellos que se divierten sin límite, los que son capaces de bailar hasta el amanecer, los que se quedan sin motivos para brindar porque agotaron todas las razones posibles en una noche. Total, cuando salga el sol y se termine la comida que sobró, muchos de los acuerdos o acercamientos logrados de noche y con sidras, vinos o champagnes de por medio, no tendrán demasiado valor.
Es que están los que esperan las fiestas para simular que todo está bien, los que de verdad arreglan las cosas y los que no tienen mejor momento para terminar de pelearse. Y así, lo más probable es que tengan que esperar otro año para verse las caras de nuevo.
Las fiestas son esto y mucho más, desde el motivo para el acercamiento, hasta una simple cena, o el pensar el futuro de otro modo.
La comida, el escenario con música o sin música, terminan siendo nada más que accesorios para el encuentro con uno mismo, que es lo que en definitiva vale, para mirar hacia atrás el año transcurrido y esperar que el que venga nos permita conseguir lo que no pudimos hasta ahora.
Es que todo lo demás se convierte en intrascendente cuando uno mira más amplio, cuando ve para el costado y se permite comparar con el que la pelea igual que uno, con el que fracasó y quiere volver a empezar y con el que no se resigna a que el presente que golpea sea siempre el mismo.
Y cada año, cada Navidad los pedidos son casi calcados, salud, trabajo, y tantos pequeños grandes sueños que no pudimos concretar en 365 días, que tal vez se multipliquen por una vida entera. Es que los días de las fiestas son diferentes a otros sólo por las miradas hacia adelante, hacia atrás, a los costados, miradas que en buena parte del año no tenemos. Porque tal vez muchas cosas se puedan resolver sin necesidad de llegar a las fiestas, sin esperar que una copa haga lo que no fuimos capaces de hacer nosotros mismos.
JORGE VERGARA
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