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Viernes 22 de Diciembre de 2006
 
Edicion impresa pag. 24 y 25 >
A la deriva y sin brújula

Algunos no han podido resistirse a la tentación de conmemorar el quinto aniversario de lo que ocurrió el 19 y el 20 de diciembre de 2001 como si fuera cuestión de una epopeya, de días en que las masas por fin se movilizaron para derrocar a un gobierno a un tiempo inepto y brutal, despejando así el camino para el regreso a la normalidad populista. Se trata de un intento vano de dar una explicación a su juicio racional a sucesos que no previeron los teóricos políticos más influyentes. Aquellas jornadas causaron estupor aquí y en el exterior precisamente porque las muchedumbres rabiosas que se formaron no estaban a favor de nada. Fue un estallido de frustración. Nadie reclamaba la entronización de alguno que otro caudillo salvador, ya que no se vio ninguno. Si bien el grueso de los que protestaron quería la caída del gobierno del entonces presidente Fernando de la Rúa, no tenía idea alguna de lo que podría reemplazarlo.

Fue, pues, una revuelta protagonizada por quienes corearon "que se vayan todos", no una revolución encabezada por individuos decididos a usurpar el poder aunque, luego de algunas semanas alucinantes, los peronistas bonaerenses lograron hacerlo. Tampoco hubo manifestaciones en pro de una estrategia económica determinada; antes bien, se celebraba un velatorio tumultuoso para una que, a pesar de disfrutar del apoyo mayoritario, fracasó de manera espectacular. Durante semanas, se repudió a toda la clase política, cuando no a la política como tal, en un alarde de escapismo colectivo que acaso hubiera sido comprensible en un país derrotado a punto de caer en manos de enemigos despiadados pero que en una sociedad moderna, con instituciones de apariencia similar a las existentes en las naciones más desarrolladas, sólo provocó perplejidad.

También se equivocan los que dicen creer que a fines del 2001 la Argentina se encontró al borde de una guerra civil. No lo estuvo porque no hubo ninguna agrupación armada significante que se propusiera aprovecharse del caos para alzarse con el poder. De haberse intensificado la anarquía, andando el tiempo era probable que surgieran algunas, pero en aquel entonces lo más impresionante fue que nadie pareció tener mucha confianza en cualquier receta concebible. Fue por eso que muchos tomaron en serio la sugerencia del economista alemán Rudiger Dornbusch, de que la Argentina cediera el manejo de su economía a una junta financiera internacional cuya función consistiría en poner orden en las finanzas públicas y garantizar un mínimo de seguridad jurídica. Por fortuna, no prosperó aquella propuesta humillante.

Aunque han transcurrido cinco años desde que para asombro de casi todos el país se hundió en un pantano económico, las causas básicas de tamaña desgracia siguen motivando polémicas. Atribuirla, como hace el presidente Néstor Kirchner y sus simpatizantes, al "modelo neoliberal" no ayuda demasiado, porque variantes del esquema así calificado funcionan muy bien en todos los países ricos. Asimismo, insistir en que todo fue culpa de un peso sobrevaluado sería más persuasivo de haber sido tan enorme el desfasaje como afirmaban los lobbistas industriales, pero antes de la devaluación pocos creyeron que convendría reducir su valor por más del diez o, a lo sumo, el veinte por ciento. Por lo demás, según The Economist, en la actualidad la tasa de cambio del peso conforme a su poder de compra debería ser de 1,53 por dólar estadounidense, aunque a partir del 2001 los precios locales se duplicaron.

De todos modos, a esta altura parece evidente que, de haberse concretado un ajuste como el propuesto por Ricardo López Murphy, aquel "modelo" tan vilipendiado habría podido sobrevivir hasta que el boom de la economía internacional cobrara la fuerza suficiente como para darle al país el empujón que tanto necesitaba. Por cierto, los costos sociales de actuar con más realismo a mediados del 2001 habrían sido muchísimo menos crueles que los causados por el ajuste mayúsculo que pronto llevaron a cabo Eduardo Duhalde y Jorge Remes Lenicov, arruinando a millones de personas y de tal modo asegurando a sus sucesores un superávit que durante años les serviría de colchón. Pero, desgraciadamente para buena parte de la población, antes de producirse el desastre el gobierno no estaba en condiciones de tomar la clase de medidas que le permitiera ahorrarnos el colapso.

Que De la Rúa resultó ser un presidente vacilante es indiscutible, pero, como intuyeron los que gritaron "que se vayan todos", sería ingenuo suponer que la catástrofe se debió a nada más que sus deficiencias personales. Se trató de un fracaso político generalizado al que hicieron su aporte no sólo los escasos oficialistas que aún quedaban, sino también una multitud de peronistas, radicales, izquierdistas y oportunistas que, conscientes de la debilidad del gobierno, compitieron para ver quién le asestaba el golpe de gracia. En vista de la magnitud de los desmanes que se produjeron y de los atropellos perpetrados por bandas de saqueadores, fue un milagro que los muertos que el país tuvo que lamentar no se contaran por miles, pero así y todo la violencia fue atribuida a la presunta firmeza excesiva de un presidente criticado por su extrema debilidad.

Si el destino triste de la gestión de la Alianza radical-frepasista probó algo, esto es que a la Argentina le resulta excepcionalmente difícil hacer frente a las largas crisis económicas, porque a sus gobernantes les es casi imposible instrumentar las reformas necesarias. Felizmente, el gran ajuste duhaldista seguido pronto por una bonanza mundial en la que casi todos los países "emergentes" anotarían tasas de crecimiento llamativas, le permitió recuperarse con rapidez imprevista sin que sus gobernantes tuvieran que hacer mucho más que defender el viejo "modelo" corporativista que, levemente modificado por los militares y menemistas, aún se mantenía intacto.

Si la coyuntura internacional favorable se prolonga por muchos años más, los comprometidos con el esquema actual podrán seguir resistiéndose a tomar medidas que denunciarán por "neoliberales"; caso contrario, ellos también se verán ante los mismos desafíos que tantos problemas causaron a quienes gobernaron el país en circunstancias mucho más adversas que las imperantes desde mediados del 2002. ¿Resultarían capaces de superarlos? La verdad es que no hay muchos motivos para creerlo puesto que la clase política es la misma que, para desesperación de buena parte de la ciudadanía, quedó paralizada cuando ya se acercaba la implosión de cinco años atrás.

Aunque el naufragio argentino fue observado con extrañeza en el resto del mundo, no faltaron los que señalaron que tarde o temprano algo similar podría ocurrir en sus propios países. Tales temores se justifican. Por razones nada misteriosas, en las democracias escasean los dirigentes que, aun cuando entiendan muy bien que ciertas medidas son imprescindibles, estén dispuestos a recomendarlas a sabiendas de que indignarían a sectores que están en condiciones de movilizarse. Es por eso que en países como Italia y Francia, distintos gobiernos de derecha o de izquierda, da igual no han podido llevar a cabo las reformas laborales o jubilatorias que saben son necesarias, ya que por motivos concretos los sistemas existentes pronto dejarán de ser viables. Hasta en Estados Unidos, un país en el que muy pocos cuestionan la lógica capitalista, los gobernantes prefieren permitir que los déficit crezcan, a correr el riesgo de enojar a los votantes tomando medidas severas. Para todos ellos, la tentación de no hacer nada con la esperanza de que los agoreros se hayan equivocado es tan fuerte como fue en la Argentina en vísperas de la gran debacle. Por lo tanto, es por lo menos factible que se vea repetido en países del Primer Mundo lo que aconteció aquí cuando al gobierno de la Alianza le resultó imposible ponerse a la altura de sus responsabilidades, porque los demás políticos no lo dejaron actuar con la contundencia exigida por las circunstancias.

 

JAMES NEILSON

 
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