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Miércoles 13 de Diciembre de 2006
 
Edicion impresa pag. 50 > Cultura y Espectaculos
MEDIOMUNDO: Cartas
por CLAUDIO ANDRADE

Aprendí, hace poco más de un año, de mi amigo Rafael Fernández a escribir cartas con el alma. Desde entonces, no he hecho más que seguir su ejemplo. Rafael (autor de http://blogs.20minutos.es/ezcritor) tiene por regla no guardarse nada en el tintero. Cuando agradece, cuando saluda o cuando quiere decirte algo, simplemente va al fondo del asunto.

Sus misivas están pobladas de afecto, de confesiones, de emotivas ratificaciones. Antes que dejarse atenazar por la duda, Rafael se entrega en cada línea con la convicción de quien hace el vuelo del ángel y se lanza desde los riscos en picada.

Por suerte no es el único. Hay unos pocos que parecen decididos a ir más allá de las convenciones. Días atrás también me escribió Diego una carta hermosa, donde me habla de su familia y de sus sueños, y María, que asegura que llora y crece con cada poema.

Las cartas son uno de los territorios más ricos a explotar por parte de quienes nos atrevemos a las sensaciones. Son un reflejo fidedigno a la vez que brutal de la condición humana. Pienso en cartas célebres como las de Jean Paul Sartre a Simone de Beauvoir, las de Francis Scott Fitzgerald a su atormentada esposa Zelda, y las desesperadas esquelas de Oscar Wilde a Lord Alfred Douglas, un vínculo que prácticamente le costó la vida.

Recuerdo también las cartas de mi padre escritas a máquina con rigor espartano. Era tal la intensidad con que apretaba las teclas que para cuando yo abría el sobre que las contenía, de su interior caían unos pequeños trozos de papel cincelados por las teclas de metal. Supongo ahora, que de ese hecho anecdótico debería yo haber deducido el laberinto que implicaba su vínculo paternal. Porque lo que a sus cartas les faltaba en expresividad, le sobraba en vigor físico.

Tengo la sospecha de que hay todo un espectro de problemas que podrían solucionarse con una misiva. Es por eso que me gustan tanto las cartas de amor. La utopía de que la pasión en su grado más absoluto puede ser desarrollada en la siempre escasa geografía de un papel o en la interminable faz de la pantalla de un correo electrónico, me resulta apasionante.

Siento el mayor de los respetos por aquellos que se cruzan mensajes afectuosos o de una intimidad rayana en la prohibición sin temor a quedar en el ridículo. Un millón de escupitajos no empañarán el efecto de una palabra bien dicha.

Vivimos sobre la paradoja de que siendo estrellas luminosas no tenemos tiempo. En "La insoportable levedad del ser", Milan Kundera escribió que la vida no es un ensayo.

De modo que si algo nos queda por decir, algo intenso, comprometido, dulce, edificante, fresco, original, distinto, atrevido, creo, con el corazón en la mano, que deberíamos decirlo.

Esperar cien años para ir al punto, lanzar el dardo, la flor y el beso, puede ser un poco tarde.

 

CLAUDIO ANDRADE

candrade@rionegro.com.ar

 
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