Si Felisa Miceli y Guillermo Moreno hubiesen sido funcionarios hace tres o cuatro décadas, un aumento en los precios de los servicios de la medicina prepaga o la educación privada no les habría representado un motivo de preocupación.
Ninguno de los dos hubiera tenido que recurrir a los medios para avisarle a la ciudadanía que no iban a "permitir" un ajuste que perjudicara a la población, ni encomendar a los técnicos de la Secretaría de Comercio Interior el análisis de los costos de las empresas prestadoras.
Y esa actitud no hubiera significado una ausencia del Estado en su función de velar por la salud y la educación de la población. Todo lo contrario.
Desde 1999, la ponderación del Indice de Precios al Consumidor (IPC) que elabora el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) establece que la suma de los gastos en salud y educación representa el 14,24% del total de una familia tipo. Al menos, la familia tipo en base a la que se diseñó el índice que sigue vigente; si bien el cambio de precios relativos desde entonces pudo haber incrementado esa proporción.
En otros tiempos, la participación de Salud y Educación en la ponderación del IPC era mucho menor. Es más, en 1933 ni siquiera figuraban como capítulos y hasta 1988 los gastos en la enseñanza escolar eran un rubro de "Esparcimiento". Un aumento en las cuotas de las prepagas o de los colegios privados, en consecuencia, no habrían representado la menor incidencia en la inflación.
Pero la ausencia de esos dos rubros, que hoy son fundamentales en la composición del índice de precios, no obedecía a una negligencia o un mal trabajo de los técnicos del INDEC de entonces. Con los errores y las arbitrariedades de todo promedio, el índice de precios es, en definitiva, la expresión en números de una realidad económica y social determinada.
Y el análisis de la evolución de ese índice a través de los años marca, precisamente, los cambios de esa realidad. Entre ellos, la desatención del Estado (incluyendo a las provincias en el último cuarto de siglo, a partir de la supuesta "federalización") en lo que respecta a la calidad de los servicios de educación y salud.
Si los datos del INDEC indican que entre 1943 y 1999 la participación de los gastos de salud pasó del 1,2 al 10,04% del total, o que los de educación que antes ni siquiera figuraban hoy representan el 4,2%, muestran algo más que la incidencia económica de los avances tecnológicos en un área tan sensible como la medicina o un impresionante crecimiento en la calidad de los institutos de enseñanza.
Antes que nada, ponen en evidencia el retroceso del hospital público en la atención de las demandas de la población, en cuyos bolsillos el peso de los gastos en salud se multiplicaron por ocho en medio siglo. Así como el abandono de la educación pública, que llevó a los colegios privados a dejar de ser una opción elitista para pasar a formar una parte importante en el presupuesto de muchas familias argentinas.
Eso fue lo que el Estado "permitió" y sigue "permitiendo". Un permiso que torna estériles los esfuerzos de Felisa Miceli y Guillermo Moreno de no "permitir" los aumentos de servicios privados cuyo crecimiento se basa, precisamente, en haber permitido el permanente deterioro en la prestación de dos deberes primordiales del Estado como la salud y la educación.
Desde esa perspectiva, una supuesta presencia de un Estado controlador no es suficiente para disimular la ausencia de ese mismo Estado en su rol de prestador de servicios sociales básicos. Una ausencia que hay que tener presente a la hora de determinar qué es lo que no se debe permitir.
MARCELO BATIZ
DyN