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Lunes 23 de Octubre de 2006
 
Edicion impresa pag. 60 > Cultura y Espectaculos
EN CLAVE DE Y: Margarita a caballo
Durante años su imagen fue para mí la de la última etapa: pequeñita, consumida, puro ojos, casi silenciosa, quieta en la cama. A pesar de que desde que el cáncer apareció hasta que se la llevó, pasaron sólo dos meses, la intensidad de esa etapa emergía victoriosa de cualquier otro intento de conjurarla en clave de vida.

Poco a poco, en un ir y venir cronológico, emergieron figuras, sensaciones de una señora rellenita -nunca tuve claro si era sólo su físico o su casi permanente estado de embarazo- , sonriente, movediza. Esta imagen luchó férreamente con la última, pero no es la que hoy llena mi alma, si bien debo agradecerle su inmenso trabajo de topadora para llevarse la del dolor.

Porque ahora, cuando la convoco, Margarita está a caballo, portando una enorme chalina y una también enorme sonrisa. Casi creo que el caballo también se ríe... de lo que estoy segura es que consideraría un honor llevar a tal dama en sus incursiones por la Línea Sur rionegrina. Esta fue una parte importante de su vida en los últimos años: su tarea misionera en los parajes desolados, junto a un grupo de católicos militantes sociales comandados por el padre Miguel Piovesán, un personaje clave en esa época en que yo estaba en la cárcel, mi hermana Marita desaparecida y toda la familia danzando alrededor de años dramáticos. (Alguna vez le contaré de Miguel, que se fue a misionar al Perú, en plena selva, y sólo volvió un día cuando le mandamos a decir que Margarita se iba. Lo último que supimos de él es que había logrado convencer a los guerrilleros de Sendero Luminoso que no le sacaran su jeep, el que usaba -¿usa? para moverse entre las tribus).

En esos años se agigantó Margarita; en realidad desde la muerte de mi padre, mucho antes, y entonces esta maestra sin ejercer, ama de casa, de actividades sociales varias -en el sentido comprometido de la palabra-, dedicada a criar diez hijos, esta mamá mía se subió al caballo y no se bajó más hasta que la derribó el cáncer. Le aseguro: está hermosa, con sus setenta y cinco años y su rodete y su sonrisa y me acuerdo de que nos contaba que nunca vio estrellas más hermosas que en esos cielos solitarios ni mirada con más alegría que la de esos niños sin televisor ni jueguitos electrónicos ni Internet. Ah, madre. Cómo te extraño.

Yo tuve siempre una expresión para referirme a ella y a mí: decía "a mami no le cuesta ser buena, le sale, a mí me cuesta mucho". Qué estúpida, o qué egoísta... esta idea de que las madres son así, siempre dispuestas, sacrificadas, serviciales... y todo naturalmente, todo por el mismo precio. Después, cuando yo alcancé esa edad que le llaman madura -esa que viene acompañada de una hoja de ruta médica- empecé a recordar que le gustaba hacer caras en cuanta hoja encontraba, rasgos hermosos... tenía una habilidad natural. También me contó, mirando una foto de una piba llena de rulos en una cancha (ella), que le encantaba jugar al tenis y que jugaba bien, estudiar de maestra también fue hermoso... Cuántas cosas habrá dejado de lado Margarita para ser mamá, cuánto le habrá costado "ser naturalmente buena".

Ahora la veo como un diamante pulido, un diamante espiritual montada a caballo, esmerilada, forjada, renacida, transformada al compás de diez hijos a los que criar sola, de visitas a la cárcel -a las varias cárceles por las que me siguió, pequeña y gigantesca mujercita que portaba el rosario como arma, y le debe haber funcionado porque lograba que se abrieran puertas insólitas-, de seres queridos muertos mientras ella seguía viva... y tengo para mí que algo de eso hubo, que precipitó su final. Sabe, hablábamos de Mara, mi hermanita desaparecida y ella me decía "una madre no puede sobrevivir a sus hijos" y me miraba desde algún abismo al cual yo no podía -no pude- llegar.

No voy seguido al cementerio. El otro día sí, para dejarle a ella y a mi padre las primeras rosas de mi jardín.

 

MARIA EMILIA SALTO

bebasalto@hotmail.com

 

 
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