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Domingo 01 de Octubre de 2006
 
Edicion impresa pag. 49 > Cultura y Espectaculos
Se lo llevó la modernidad

La modernidad es sinónimo de comodidad, si se quiere también es dejar atrás cosas que nos gustaban y muchas otras que no tanto. Lo cierto es que el progreso trajo también alivio en muchas situaciones, esas que cuando chicos nos mandaban a hacer nuestros padres y que en realidad hasta nos revolvían las vísceras.

Tan simples son los ejemplos que para cualquier joven o chico de estos tiempos resultaría sorprendente que hoy una pollería sea el sinónimo de alivio, de comodidad. Y cómo no va a serlo si cuando nos mandaban a pelar pollos teníamos que bancarnos el olor a pluma mojada.

Ni avícolas, ni carnicerías nos daban la opción de acceder directamente al pollo que de allí fuera derecho a la parrilla. El proceso era mucho más complejo, porque si no teníamos el gallinero en la casa, íbamos a alguien que en el pueblo tuviera más de media docena de "bípedos alados", como los define un amigo, los traíamos en las manos o en una bolsa de papas y nuestro padre daba el paso siguiente, matarlo.

Estiraba el cogote del pollo y chau. Mientras, el agua hirviendo nos esperaba para que lo peláramos, no sin quemarnos las manos.

Hasta ahí todo más o menos viable, pero una vez con el pollo en el agua, afloraba el olor a pluma mojada. Insoportable, realmente insoportable, mientras entre dos íbamos sacando pluma por pluma, hasta que no quedara ninguna.

El paso siguiente volvía a manos de los grandes, consistía en eviscerarlo para que ahí sí estuviera listo para la parrilla. Todo ese proceso implicaba no menos de dos horas, entre ir a buscarlo y tenerlo pelado. Por eso, mientras fuimos chicos y en tanto no aparecieron las pollerías, no nos resultaba muy simpático comernos el pollo que poco rato atrás habíamos visto como algo mucho más tierno.

Pero no era la única tarea ingrata. También lo era que nos mandaran a buscar leña. Tomar la carretilla, a veces sobre calles de tierra que disimulaban el ruido de las ruedas de metal u otras sobre asfalto donde todos nos miraban por el chillido que hacía. Ir. Cargarlas allá y volver con los recortes de la carpintería más cercana.

Claro, si evitábamos todo el proceso implicaba que nos tuviéramos que bañar con agua fría, porque en esos tiempos, al menos en nuestra casa, la modernidad era apenas un calefón a leña. Ni hablar cuando uno de los hermanos por día, teníamos que prender el fuego que se nos apagaba mil veces, sobre todo cuando el kerosene estaba ausente.

Entre tanto pasado con obligaciones diferentes, estaban los pedidos de principio de mes en el súper, donde las bolsas plásticas eran un lujo y todo se hacía con la bolsa de los mandados.

Eran unas cuantas cosas para trasladar en una familia de varios integrantes, así que había que llenar la bolsa lo más que se podía para hacer menos viajes. El premio era bastante simple. Por el mandado nos daban un chocolate Jack, una Tita o la promesa del flan casero para la noche.

La modernidad se llevó estos "trabajos" extras, pero también se llevó muchas otras cosas, se llevó sueños, ilusiones, se llevó inocencias y las cambió por cosas mucho más complicadas que hacer un mandado o pelar un pollo. La modernidad se vino encima, como se nos vinieron los años, donde los roles cambiaron, como también los sueños de alcanzar un bienestar que no pasa por buscar la leña para el calefón, sino por acomodarse todos los días a mil posturas diferentes.

Ojalá el presente pudiera combinar el ritual de pelar un pollo o buscar la leña, con la facilidad de Internet y la paz que supo reinar en otros tiempos, tiempos de casas sin rejas y de bicicletas sin candados.

 

 
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