Quizá desapareció compelido por la idiosincracia de sus psiquis. O quizá se lo llevaron a modo de devolución de gentilezas.
Estas son, al cierre de esta edición, las dos alternativas alrededor de las cuales se puede especular sobre el destino de Julio López.
Reflexionar desde lo primero tiene a su favor un antecedente: en algún punto de su historia pasada, López se fue empujado por patologías de raíz psíquica. Lo dicen sus familiares. “Esfuerzo emocional”, dicen los psicólogos al evaluar los costos que para él tuvo ser decisivo en la condena al violador Etchecolatz.
Reflexionar sobre lo segundo implica algunas inferencias: a) se lo llevaron para vengarse del rol que tuvo en el juicio; b) paralelamente emite un mensaje destinado a meter miedo a la larga lista de testigos que los próximos meses desfilarán a lo largo y ancho del país en juicios contra violadores a los derechos humanos.
Reflexionar sobre esta posibilidad es asumir otro interrogante: ¿están en condiciones las estructuras de la última dictadura de secuestrar y hacer desaparecer una persona?
Quizá, desde lo definidamente operativo, no. Pero esto no implica ausencia de experiencia para una eficiente toma de decisiones destinada a lograr ese objetivo. Lo demás, lo mecánico en sí, se logra de mil maneras. En otras palabras: hay mano de obra de calidad para acciones de esta índole. Máxime en una provincia donde la seguridad está en manos de la Bonaerense, un cuerpo que en los últimos tres años echó a 2.100 efectivos por delitos de variada índole.
Un cuerpo donde vale eso de Arthur Koestler que cita Luis Moreno Ocampo en un libro impecable: en los cuerpos armados “lo que provoca el cambio de moralidad es la tendencia a la integración, el reemplazo del código de conducta del individuo por el código del componente superior de la jerarquía”(*). O de la corporación, claro.
Esperemos que la noche no haya caído sobre ese ser sencillo y valiente que es Julio López.
(*) “Cuando el poder perdió el juicio”. Edt. Planeta, Bs. As., 1996, pág. 118.
CARLOS TORRENGO