El domingo ocurrió el escándalo que le faltaba al fútbol argentino: que el presidente de un club de Primera División se meta en el vestuario del árbitro, le reclame por su actuación y lo amenace.

El suceso es extraordinario hasta cierto punto porque ante semejante escalada de violencia de los últimos tiempos ya no parece tan extraño que un alto dirigente termine haciendo lo que hizo Juan José Muñoz, presidente de Gimnasia, en el entretiempo con Boca. Era lo que faltaba. Y ocurrió.

Fue correcta la decisión de Daniel Giménez, el juez del juego en La Plata. El partido no podía seguir de ninguna manera si alguien fue capaz de ingresar a su vestuario y exigirle decisiones. Ni siquiera importa que haya sido nada menos que el presidente del club local. Tampoco importa qué es lo que ese dirigente le haya dicho. Alcanza con que el árbitro, que es la máxima autoridad en el estadio (incluida la policía y los dirigentes), haya sido invadido.

Una vez conocida la suspensión del partido comenzaron las especulaciones sobre qué amenazas le había dicho Muñoz a Giménez. Que si eran de muerte o de piñas. Que si estaba armado o no.

Una vez más, eso no tiene importancia, porque si la decisión depende del tenor de las amenazas, entonces se lleva el asunto hacia donde los violentos quieren: lo amenacé pero no de muerte, tiré piedras pero no eran tan grandes y además no le pegamos, encendí bombas de estruendo pero le cayeron lejos...

Están pasando demasiadas cosas raras que por repetidas ya son normales. Es que la verdad revelada está escrita en el anillo del dueño de casa: "Todo pasa".

JUAN MOCCIARO

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