Se llamaba Manuel y a los 18 años ganó la lotería. No es una anécdota a la que yo haya revestido de innecesario glamour, sino que me refiero a la más cruenta verdad. Manuel nunca esperó conseguir algo importante en esta vida que ya lo proyectaba como encargado de un más que humilde quiosco propiedad de sus padres. Sin embargo, un día después de cumplida su mayoría de edad, se encontró frente al hecho indiscutible de ser el ganador de un pozo que en la actualidad equivaldría a unos 200.000 dólares. Hasta ese momento había sido un chico más bien tímido, de pocas palabras, retraído hasta la tozudez. No pocos pensaban que le faltaban algunos jugadores para entrar al club de la normalidad. Su estatura no pasaba de la medianía y jamás demostró interés alguno por el deporte, la ciencia o la literatura. Ciertamente a veces parecía no tener cuello y, en no pocas ocasiones, sus amigos sospecharon que ya había muerto. Acaso Dios se había olvidado de unos de sus hijos más insignificantes. Manuel era menos que menos.
El punto es que a los 18 años heredó, merced a la ironía del destino, uno de los mayores pozos del loto chileno de ese tiempo.
Les diré cómo fue. Sus padres, humildes maestros del fin del mundo, mantenían un quiosco de caramelos y revistas con el propósito de apuntalar las cuentas y tener un resto. Allí se vendían también los números del loto.
Como una especie de regalo a sí mismo por haberse convertido en hombre, Manuel compró una tira completa de números que relativamente emulaban su fecha de nacimiento y, por apenas un segundo, aspiró más allá de sus sueños. Después se olvidó.
El 1 de enero de 1990, Manuel recibió la noticia por cadena nacional, en vivo y en directo, de que era el poseedor de 200.000 dólares y monedas. Constantes, más aún, crocantes.
Mientras escribo estas líneas, pienso que la historia de Manuel merecía un cronista más digno de su derrotero. Pero hasta en eso tuvo mala suerte y aquí me tienen perfilando su figura gris.
Horas más tarde de recibir el cheque de manos del director nacional del ente y con la presencia del alcalde del pueblo, la compañía número 3 de bomberos y el gerente de algún banco del cual no tengo memoria, Manuel literalmente se hizo humo.
Nadie lo vio partir, nadie lo observó comprar un pasaje de colectivo o manejar un automóvil que de todos modos no poseía. Manuel se fugó con el papelito lleno de ceros en un bolsillo y no hizo tiempo de decir adiós. Adiós, Manuel, adiós.
A partir de ese momento y desde su regreso, dos años más tarde, poco se sabe. Abundan las habladurías pues no hubo santo que pudiera sacarle a Manuel una palabra acerca de su aventura. El chico emprendió el camino del retorno con las alforjas vacías. Sus padres, que no vieron un miserable peso de su botín, lo recibieron como a un hijo pródigo. El no contó, ellos no preguntaron.
Hay quien asegura en mi pueblo que Manuel se dio la gran vida en Buenos Aires. Una gloria que duró lo que el dinero. Un amigo jura que se lo encontró caminando por calle Corrientes al ritmo de un inaudible tango, vestido de flamante traje azul y corbata a tono, peinado a la gomina, sonriendo con gesto gardeliano.
Eso, dicen, se prolongó por unos meses. Porque Manuel no se privó de nada: champagne del mejor, caviar, rubias porteñas, caballos, restaurantes y limusinas. Luego vino el bajón.
Manuel permaneció en la capital hasta que sus fuerzas lo abandonaron: del Sheraton a un hotelito de Avenida de Mayo y de ahí a una oscura pensión de San Telmo hasta terminar en la calle. Moribundo realizó un llamado de auxilio de larga, larguísima distancia a sus queridos viejos.
También esto quizás sea fábula, tal vez sea la teatralización del deseo ajeno que quiere que Manuel se haya fugado para vivir una historia luminosa, más allá de las sombras de su antigua personalidad.
Hace un tiempo lo vi. No saqué ninguna conclusión. Le compré unos caramelos para mis críos y me los vendió en silencio. Me pareció que Manuel no se había movido del mostrador.
CLAUDIO ANDRADE
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