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Miércoles 09 de Agosto de 2006
 
Edicion impresa pag. 22 y 23 >
Peor que un crimen

La concentración del poder tiene razones que la razón no entiende. En una espiral que parece no detenerse, el gobierno de Néstor Kirchner se dispone a confirmar la paráfrasis de esta universalmente conocida frase referida al corazón. A dos recientes reformas, la pérdida de representación de las minorías en el Consejo de la Magistratura (órgano encargado del nombramiento y remoción de jueces) y la convalidación automática (por el mero no-pronunciamiento de una de las dos Cámaras del Congreso), de los secretos de necesidad y urgencia del Ejecutivo, se suma ahora una "pequeña" modificación a la ley de Administración Financiera del Estado. Por medio de esta última (¿última?) reforma, se concede al jefe de Gabinete la facultad para la redistribución, sin absolutamente ningún límite, de la totalidad del Presupuesto nacional. Permanece únicamente en manos del Parlamento la determinación del volumen total del mismo.

Ningún fundamento medianamente razonable acompaña a esta norma, compuesta de un único y solitario artículo. Tal vez nada simbolice mejor que esta ley, la etapa final (¿final?) de un proceso que comenzó con la declaración de la necesidad de reconstruir la autoridad presidencial profundamente erosionada por la crisis del 2001-2002. Si el autoritarismo en general constituye una perversión del poder, el autoritarismo en particular puede y debe ser entendido como la autoridad despojada de razones.

Pocos son los adjetivos que no le caben a esta ley: inconstitucional, insensata, injusta y, sólo en una visión ingenua y superficial, incomprensible e inútil. En realidad, muy poco es lo que le agrega al descalabro ya existente en materia de deterioro institucional. Hace mucho tiempo y varios gobiernos que la distribución discrecional de los recursos se ha convertido en la variable decisiva para entender el funcionamiento real del sistema político argentino. La Constitución Nacional de 1994 daba al Congreso dos años de plazo para la aprobación de una ley de coparticipación federal. Una norma destinada a institucionalizar la distribución de los recursos entre el Estado nacional y las provincias que lo componen. La mora de esta ley cumplirá diez años en estos días.

¿Cuál es el sentido real de una ley como ésta en el contexto de un gobierno que posee prácticamente, ya sin límites, la suma del poder?

No parece que sea tanto en relación con la oposición, sino más bien con la propia tropa, donde resulte necesario buscar la razón de ser de una ley aparentemente tan incomprensible como inútil.

En un país sin instituciones, el menor enfriamiento de la economía nos devuelve a los fantasmas de un pasado tan catastrófico como reciente. Por lo demás, toda caída se produce invariablemente desde el punto más alto al que se llegó.

Stephan Zweig, en su magnífica biografía sobre Joseph Fouché (jefe de Policía y ministro del Interior de Napoleón), cuenta una anécdota que vale la pena recordar aquí. En los primeros años del gobierno de Napoleón, cuando todavía su poder no se encontraba suficientemente consolidado, Tayllerand su ministro de Relaciones Exteriores (enemigo íntimo de Fouché) mandó a detener y a ejecutar a un opositor cuya importancia se había obviamente subestimado. Una imprevista reacción política de algunos opositores contra el "exceso" cometido enfureció a Napoleón contra su ministro, a quien en una reunión de gabinete tildó de criminal. La desaprobación socarrona de Fouché mientras Tayllerand era increpado motivó la intriga de Napoleón, quien lo indagó sobre su reacción. ¿Qué tiene para decir preguntó Napoleón a su ministro del Interior?

Lo que cometió Tayllerand es mucho peor que un crimen, afirmó imperturbable Fouché. ¿Qué puede ser peor que un crimen?, preguntó Napoleón. El peor de los errores, un error político, fue la sencilla respuesta de Fouché.

 

 

EMILIO GARCIA MENDEZ (Diputado nacional ARI).

Especial para "Río Negro"

 
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