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En la sala ya oscurecía. El cenicero lleno de colillas. Algunas humeantes todavía. La botella volcada goteaba sus últimas lágrimas. Su bufanda apoyaba sobre el posabrazos del sillón ,desprolijamente. Se mecía. La sombra de las ramas del otoñal aromo también bailaban a su compás.
La miré otra vez y supe que algo estaba muerto entre nosotros. Su voz había quedado empapada. La mía murió después de agónicos intentos de ser escuchada. Ella ya era inapresable. Se escapaba como agua entre las manos. Pero no de las mías. Yo ya no tenía manos. Ni cuerpo. Solo tenía cosas sin nombre, de esas que uno mira al caminar por las calles sin verlas. Cosas sin nombre porque no las registra, no las asocia.
Ahora ya nada se asociaba con ella, ni mi voz, ni mis manos, ni mi cuerpo, ni mis pensamientos, ni aún mis sentimientos. Solo estaban esa sombra de las ramas, la bufanda, la botella llorando su último vino y ella saliendo por la puerta, dejándome detrás. |
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