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Cierro mis ojos y le doy lugar a la nostalgia. Al recordar, se dibujan palabras en el aire.
Fue un viaje que duró 15 años. Corría la década del 40.
Los rieles paralelos marcaban el lecho del camino por donde íbamos a navegar. La niñez y adolescencia, con ritmo calmo y azaroso, al igual que las aguas claras que transportan a los peces, seguirían el curso que desembocaría en “No sabíamos qué” de nuestras vidas.
Sucesivamente, cinco niñas habíamos escuchado, desde la panza de mamá, el vehemente silbato del tren y el constante quejido de las vías.
Los ruidos estridentes de la mole negra, como ecos de una asonada, se escuchaban roncos y confusos. Daban la impresión de estar muy lejanos y al mismo tiempo su cercanía hacía estremecer.
Nuestras primeras palabras: Tren, vapor, carbón, pito, maquinista, guarda, cambista, auxiliar, jefe, furgón…Y así podría llenar hojas enteras con este vocabulario que aprendimos con la absoluta presencia de cada uno de los términos del ferrocarril.
Imágenes imborrables:
Papá con su gorra. El andén por donde caminaba la gente para tomar o ver pasar el tren. Los vagones cargados de cientos de bolsas de cereal. Fuertes changarines haciendo piruetas con la carga, como manipulando bultos de pluma. Las torres de las señales de entrada y de distancia parecían cigüeñas moviendo sus cabezas, diciendo al poderoso transporte de acero: “Puedes pasar” o “Debes detenerte”. El edificio de la estación, como un castillo de naipes que se elevaba majestuoso. La campana, que con su sonoro tan…tan…, precedía al silbato de la máquina que ya se ponía en lenta marcha. El traca-traca de las pesadas ruedas sobre los carriles metálicos, quebrando el silencio. La oficina de papá y sus empleados.
¡Qué lugar importante ante nuestra pequeñez!
Viajábamos sentadas cerca de la ventanilla, observábamos extasiadas la espesa bruma matinal que se disipaba entre los árboles o los rayos del sol contorneando sus copas. Escuchábamos la monotonía de la lluvia en los cristales o sentíamos la brisa llena de olor a campo. El trayecto nunca nos parecía largo. Cuando el humo nos envolvía, sabíamos que una empinada subida en la inmensidad cordillerana, estábamos transitando.
Ese conjunto de emociones, vivencias y experiencias nos hicieron madurar en la dimensión de nosotras mismas, junto a nuestros padres que también oyeron desde su nacimiento el gorjeo armonioso del gusano de hierro.
Así crecíamos cinco hermanas, emprendiendo nuestro andar por la vida con la ilusión muy embelesada. Años vividos que tuvieron su buen sentido y nos llevaron a “Alguna parte”.
Un día, a causa de la muerte súbita de nuestro padre, debimos abandonar la senda que recorríamos. Sentimos lo que sienten las aves viajeras que dejan su bosque, su rama, su nido…
Hoy evoco la complacencia de nuestros ojos y el lujo de nuestros pequeños corazones latiendo al unísono de esa rítmica marcha, como acompañando la melódica canción ferroviaria.
Ya del silencio contemplativo llegó la hora, la serenidad se mantiene un poquito triste…
La distancia es muy grande, pero las imágenes marcadas en nuestras mentes y los sentimientos que invadieron el comienzo de nuestra existencia permanecen intactos.
Transcurridos más de 50 años, las hermanas con felicidad: ¡Rememoramos Ausencias! |
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