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EL LOCO DE RUBEN
Por Alida Gómez de la Vega
Todos los años impares son buenos, dijo de pronto en uso de una superstición insolente e intolerable. Todos dieron vuelta la cabeza simultáneamente, como planeado, y le miraron fijamente. Bajó él su mirada con un atisbo de vergüenza y seguidamente sus ojos atravesaron el gran ventanal del bar.
Afuera todos deambulaban con barbijos.
Adentro, los cuadros recordaban viejas épocas gardelianas. Vetustos ladrillos a la vista y visillos de gasa transparente -que ornaban hermosos vidrios biselados- otorgaban al salón un aire melancólico, sencillamente de época. La conjunción de viejos utensillos y herramientas agregaban un toque campestre de antaño que compatibilizaba con los parroquianos. Todos parecían salir de alguna tira costumbrista de otro tiempo por eso no se comprendía porque la superstición echada a volar molestó tanto. Era tan vieja como ellos aparentaban ser.
En realidad lo que molestaba era la presencia exterior de los barbijos y este augurio optimista de Rubén no se relacionaba con las imágenes exteriores que ensombrecían con temor todo espíritu. Los barbijos habían. no solo ocultado los labios de sus portadores, sino también los había enmudecido y a todos alrededor. De eso era mejor no hablar.
Algunos al recordar la peste europea de antaño, los leprosarios de post guerra, la tuberculosis de los 40, la polio de los 50, elípticamente hacían referencia al momento actual pero nadie acusaba el golpe aunque sabían que se hablaba de otros tiempos para formar una idea del futuro. Para qué hablar de muerte si al final todos íban a morir, solo que algunos ya conocían la fecha.
Rubén se preguntaba porque lo bautizaron con ese epíteto tan peyorativo. Ellos no sabían que conocía que así le llamaban cuando no estaba o no escuchaba. Sería por sus ocurrencias, pero casi siempre les hacía reir. Acaso porque había veces que decía cosas a los demás que no querían escuchar. También le imputaban que hablaba mal de los demás, pero no era cierto solía contaba cosas malas de los demás que habían realmente hecho. Convencido estaba, y con certeza, que eso no era hablar mal de los demás era simplemente decir cosas malas que los demás habían hecho. Vaya diferencia…….
Pero mirando el panorama desde este bar hacia afuera todo se veía difícil. Pero no quería verlo así, quería aferrarse a la idea de que no hay nada predeterminado, que los giros del destino sorprenden a todos, aún a los científicos, y se había convencido de que debía hablar, que callar era como consentir, que era renunciar a luchar, a proclamar victoria más allá de lo razonable.
Recordaba las prédicas del pastor en aquella iglesia de su niñez donde la madre lo dejaba en la escuelita dominical mientras seguía trabajando en lo de los Acosta, también los domingos. Escuchaba a la maestra del taller infantil que decía que Dios todo lo puede y que si hay algo grande para resolver El lo haría, que si tu Dios es grande es porque cosas grandes puede resolver, que tan grande como lo que le pides, es tu Dios.
Sabía que pedía un milagro, pero también sabía que El en su misericordia iba a intervenir y recordaba a los niños en las plazas, donde ya no estaban más, sonriendo, agitando las piernas sobre las hamacas para balancearse, los subi-bajas de colores con niños de colores subiendo y bajando en su ilusión de vaivén, al pirulero y sus pinitos de sabores cristalinos en la puerta de las escuelas ya vacías, inertes, sin bullicio sin recreo sin la campana de adorno superada por el timbre y a las manzanas acarameladas con pochoclo pegado alrededor. Por ellos y por todo ello pensó.
Recordó las nochecitas en las plazas donde se escondían los adolecentes para iniciarse en el amor precoz e inocente, jugando un rato a la pelota otras buscando nuevamente a la niña de sus amores para reintentar la aventura amatoria, recordó los cabellos lacios de esas jovencitas que no dejaban de tocarlo para jugar con su seducción puberal . Por ellos pensó.
Recordó a la rubia de la vecina, con su andar tan atractivo y a la hermana de Carlos, muy graciosa y buena compañera cuando cursaron juntos el 7º grado. Por ellas pensó.
Por los abuelos del fondo, allá en el conventillo de la calle Entre Ríos que todavía salían tomaditos de la mano como cuando los conoció cincuenta años antes. Por ellos pensó.
“Y por Uds.” gritó, “incrédulos, ateos, infieles. Yo tengo fe” Y salió dando un golpe en la puerta que también golpeó el marco con fuerza cuando la soltó. Y lo vieron salir corriendo cruzando la calle en diagonal por la esquina con el saco abierto agitándose al aire, en una mano el sombrero y en la otra el maletín, agitándose también éstos al compás de su carrera desenfrenada, perdiéndose en el horizonte de la calle y sin barbijo.
Carrera que perseguía a la libertad, a la luz, a la vida.
Todos se miraron, algunos menearon la cabeza, otros apretaron los ojos, entonces antes de terminar de reaccionar entró José Luis, el lustrabotas de la esquina, con sus doce años en la frente y con betún en las manos y en el pelo que le hacían aparentar muchos más, muestras de su dura vida, y preguntó:
¿Qué le pasa a Rubén, iba como loco con una cara tan feliz?, ¡¡pero como corría!! y a Uds. qué les pasa a todos, qué les pasa? ¡Se los ve tan tristes!.
No hubo respuesta. Uno a uno pagaron la cuenta y salieron hacia afuera, sin barbijos. En cada corazón suspiró por primera vez la esperanza que había hecho nacer el loco de Rubén.
Era un año impar, un año de suerte, un año de bendición. |
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