Fabián Casas escribió un gran libro de cuentos. Se llama Los Lemmings y Otros (Santiago Arcos Editor; 2005). Casas, en ese libro, se animó a recuperar para la literatura argentina una forma de hablar, y con eso provocó algunos estertores de conciencia en la crítica que, en algunos casos, reaccionó guareciéndose sobre lo poco que ya tenía: un par de escritores muy serios a los que mostrar su admiración utilizando adjetivos un tanto rancios.
Básicamente Casas, en Los Lemmings..., plantea una pregunta, y esa pregunta, acaso la pregunta del millón, una pregunta tantas veces hecha, es la siguiente: ¿Qué es escribir bien?
Personalmente creo que con este libro Casas dice que con las palabras de todos los días, con frases perfectamente legibles, se puede lograr un efecto parecido al de la invención del lenguaje. Casas dice que por lejos escribir bien no es escribir difícil. Se puede ser simple y ser más profundo que el tipo que se empeña en dejar a todos afuera con tal de parecer sofisticado. Dice eso y enseguida pone en la superficie el tema de cómo lograrlo –una pregunta que tiene la forma de todas las páginas de su libro–, pero sin revelar el secreto, como los grandes escritores en las grandes obras.
Luego de la publicación de los cuentos, Alan Pauls les dedicó un ensayo acaso un tanto injusto. Salió en una revista: Otra Parte. Ahí reducía los relatos de Casas a “neocostumbrismo”, a ficción “chabona” que “goza a la cultura”, en un tono un tanto inquisidor, aunque con el pulso gélido y súper preciso con que Pauls dice las cosas que quiere decir.
Después, fue cuestión de que estos cuentos comenzaran a circular para hacerse de su propio público. El libro contiene un puñado de historias que Casas empezó a escribir en los noventas. Algunas de ellas en Iowa, Estados Unidos, donde estuvo becado para participar de un programa internacional de escritores.
Con estos relatos Casas se posicionó como uno de los narradores más representativos de la renovación de la literatura argentina, si bien ya era señalado como una de las voces sobresalientes de la poesía a partir de su incursión en el género en pequeñas editoriales del under porteño.
Los Lemmings… provocó un cimbronazo cuya onda expansiva se sigue sintiendo en los textos de los nuevos narradores argentinos, que lo toman como un referente o acaso un cómplice. Uno de esos escritores que les queda cerca, una marca que obedece tanto a la edad que tiene (43) como a los temas y los mitos a los que elige escribirles: Boedo, el fútbol, el rock, los jarabes para la tos con que se droga un grupo de amigos, o la historia de un homicidio como el que puede ocurrir en cualquier esquina de Buenos Aires y la epifanía que puede desprenderse de la trama que lo provocó. Pero más allá de los pretextos que utiliza Casas para sentarse a escribir, como ante cualquier revelación, al leer un cuento suyo se tiene la sensación de que lo que nos cuenta siempre estuvo ahí, y por fin hay alguien que apareció para ponerle un nombre.
Más abajo, una entrevista que le hice hace algunos meses para el Suplemento Cultural del diario.
Ruta León declara oficial y caprichosamente inaugurada la temporada 2008/09 de la NBA, ahora que el tipo que más alegrías le dio al deporte argentino en los últimos seis años se recuperó de su tobillo.
Los dos cronistas más importantes de América Latina, Juan Villoro y Martín Caparrós, ostentan con sus miradas superpoderosas y encuentran otras cosas donde todos ven lo mismo. Testimonio de ello en dos crónicas publicadas hace algún tiempo en La Nación (la del mexicano) y Crítica (la del argentino), donde cuentan su experiencia en un Boca-River.
"Yo no creo que haya podido existir alguna vez un dios, y cuando digo esto no me refiero únicamente al Dios de los cristianos, sino a cualquier dios. No hay dioses, los hemos inventado porque los necesitábamos. Pero como de todos modos le tememos a la muerte, si podemos creer que de una forma u otra habrá una existencia después de ella, entonces encantados. Pero para eso se necesita alguien superior, esa especie de autor primordial que permite que esto siga funcionando, y ese sería Dios. No creo y nunca lo he creído. En un universo en donde hay 400 mil millones de galaxias, y cada galaxia, según mis cálculos, tiene millones de estrellas, y cada estrella tiene sus sistemas de planetas en ese vacío total del universo... Bueno, bueno, si yo fuera Dios, habría inventado un universo menos complicado, más cómodo, más confortable. Es decir, me parece absurdo. Yo hablo tanto de religión porque me cuesta trabajo comprender, además por qué, si yo tengo una religión, estoy obligado a odiar a la gente de otras religiones. No debería sorprender, porque los que siguen al Real Madrid no pueden ni pensar en los que siguen al Barcelona. Si esto sucede en algo tan rudimentario como el fútbol, qué es lo que no ocurriría si yo creo en un dios y no puedo soportar la esencia de alguien que cree en otro dios. Es la prueba de que en el fondo somos bastante estúpidos, con todo respeto. Por eso a veces digo que el mundo sería mucho más pacífico si todos fuéramos ateos.”
Acá, la entrevista completa que publica hoy la revista Ñ, de Clarín.
"El 5 de diciembre próximo a las 19, se presentará en el Centro Cultural Recoleta (Buenos Aires), el libro “obra junta”, que reúne la poesía publicada hasta la fecha por Gerardo Burton, escritor porteño residente en Neuquén. La edición fue realizada por la secretaría de Cultura de la ciudad de Neuquén a comienzos de este año.
La presentación del libro, que se desarrollará en el auditorio del Centro de Documentación de la institución ubicada en la calle Junín al 1900 de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, estará a cargo del editor, Oscar Smoljan, y de Jorge Smerling. Smoljan es secretario de Cultura y director de la sede neuquina del Museo Nacional de Bellas Artes. En esa institución coordina las ediciones de libros de arte y de la obra de autores neuquinos actuales.
Smerling es poeta, y en la ocasión se referirá a la obra de Burton.
Luego, el autor leerá una selección de textos de la edición, en contrapunto con la interpretación de tangos a cargo de Bárbara Zabala en violín y Juan Burton en guitarra.
Burton nació en Buenos Aires en 1951. Reside en Neuquén desde 1986, donde trabaja como periodista. Es casado y padre de tres hijos.
Publicó hasta la fecha: poemas iniciales (Botella al mar, 1971); dieciocho poemas azules para maría y con la esperanza delante (de la Unidad, 1981); los juegos ocultos (La lámpara errante, 1985); Infierno sin umbral, Aire de penumbras y radiofotos (Último reino, 1988, 1995 y 2004). En 1993 editó una plaqueta artesanal denominada 4 sonetos. Participó en ediciones colectivas -antologías, muestras de poesía, etc.-. En 2000 publicó también en forma artesanal voces del cristo verde, en 2002 el poema-afiche corazón perdido y en 2007 nunca un bolero.
Salvo voces del cristo verde, el resto de las publicaciones se reeditó en “obra junta”. Más de la mitad de la obra publicada fue compuesta y editada por primera vez en la Patagonia.
Además de periodista, el autor es editor de libros. Tradujo artículos y poemas del inglés y del francés, y el libro “Aullido”, de Allen Ginsberg.”
Cuando tenía 16 años John Cheever fue expulsado de la escuela. Nunca más volvió y su próximo paso por un salón de clases ocurrió bastante tiempo después, cuando dio algunos cursos en universidades mientras era poco menos que una leyenda viviente.
Hay un momento clave en la historia de cómo se convierte en escritor. Con 17 años, y es de suponer que con mucho tiempo durante el día, Cheever se decide a desmenuzar lo que ve como el hipócrita sistema educativo estadounidense. Y lo hace escribiendo un relato basado en su propia experiencia, distorsionando algo los motivos de su temprana salida del salón de clases.
El editor de la prestigiosa revista The New Republic, Malcom Cowley acepta su cuento y lo toma como la gema de un raro genio adolescente en un país propenso a tenerlos. No pasa el tiempo para que ese mismo joven se abra camino en otras dos prestigiosas revistas: la clásica entre clásicas The New Yorker y Esquire Magazine, luego, las dos publicaciones que adelantarían buena parte de sus mejores relatos, transformándose así en fuente de sustento para Cheever. Esto sucederá durante décadas, como queda de manifiesto en los Diarios, que hace dos años publicó Emecé en castellano, un libro que, por otra parte, incluye una dolorosa explicación del hijo de Cheever sobre los motivos que llevaron a su familia a autorizar la publicación de los papeles personales. En esa explicación se pone de relieve el valor literario de cada uno de los textos que se da a conocer, disolviendo lo poco de intimidad que sobre la vida del autor de Falconer quedaba, y también se mencionan algunas heridas no del todo cerradas, como su homosexualidad, su alcoholismo y el modo en que en sus textos íntimos Cheever trata a integrantes de su familia, despojado de los aires edulcorados con que la oralidad ahorra problemas al dueño de una boca.
Si bien ahora la obra de Cheever está en la cresta de la ola, y la casi totalidad de sus libros está traducida al castellano, esto también supone un problema, porque hay mucho y bueno por donde comenzar. Pero el caso es que hay, en particular, un pequeño libro que es una muestra exacta del Cheever escritor de relatos. Ese libro es La geometría del amor, una antología seleccionada por Rodrigo Fresán, también una especie de mapa para encontrar las coordenadas de los cruces entre obra y vida personal, ya antes de, llegado el caso, meterse de lleno con los Diarios, o con los Relatos I y II, que reúnen el pleno de los cuentos traducidos al castellano, que son muchísimos.
Aparte de constituir una destacable muestra de parte de su obra, La geometría del amor funciona también como una mini reseña emotiva y biográfica de los momentos en que esos cuentos fueron escritos. Así, la acertada maniobra revela varias claves del canon cheeveriano, a manera de introducción, en cada uno de los dieciocho textos que incluye.
Los cuentos fueron escritos durante los años 1951-1973. Y, por decir lo menos, cumplen con creces con la premisa de Cheever a la hora de sentarse a escribir un relato: “la historia que te contás mientras esperás que te atienda el dentista”, una simple definición sobre un género, que omite la parte sustancial de la fórmula, a saber, el hecho de que no abundan quienes se puedan contar un gran cuento, afuera del consultorio de un dentista o de cualquier otro profesional de la salud.
Cheever, que llegó a despertar la admiración de Vladimir Nabokov y Truman Capote (no dudaron en elogiar su relato “El marido rural”, anteúltimo texto de la antología), fue una especie de crítico mordaz de su época, el período que va de los años treintas a los ochentas. Pero a diferencia de otros contemporáneos, como Raymond Carver, más volcados a un realismo entre trágico, decadente y desesperado, Cheever, que para nada se tapó los ojos, narró casi lo mismo, pero con una prosa “que parece cantar”, como define alguno de los críticos citados en La geometría…
Esto, que se asemeja a un detalle netamente estilístico, no lo es tanto, ya que se trata del motivo principal por el cual luego de terminar un relato suyo, se tiene la sensación de que el cuento sigue creciendo.
Entre varias perlas, en el libro se destacan tres: El nadador (odisea paranoica de un tipo cortando camino a casa nadando por todas las piscinas del barrio); El enorme receptor de radio (mujer indagando la vida de su vecindario cada vez que enciende su, claro, receptor), y el citado El marido rural (micronovela en la que se intuye -o constata- la idea del film Belleza Americana -1999-, de Sam Mendes).
Con pena, pero con normalidad, o con una entrega resignada a lo que implica cierta normalidad, me entero de lo siguiente: en Plottier hicieron una feria del libro y no lo invitaron a Alfredo Jaramillo, hijo dilecto de la ciudad.
Como esto es un blog, voy a hablar de mi experiencia personal con este poeta y periodista que vive en Buenos Aires desde principios de año. Lo conozco de cuando él era un joven estudiante de Comunicación Social que ametrallaba a preguntas a Nely Sosa, una de la tres mejores docentes que la carrera tiene, o al menos tenía a principios del siglo XXI, en la sede universitaria de la UNC en General Roca. Años después volvimos a encontrarnos y ya me pareció que Jaramillo miraba al mundo con una curiosidad extrema y de forma medio hiperquinética, como es él, palabra y acción.
Poco después, un día que los dos habíamos coincidido en un asado vino y me trajo un papel. En realidad era una hoja blanca con un poema. La verdad es que no podría recordar lo que decía. Pero me acuerdo claramente de que lo único que podía opinar y finalmente le dije, de forma sincera, a altas horas de la madrugada, era que sí, que a mí me parecía que eso era poesía.
Muy probablemente había gente bailando, había una poca luz salpicada por algunos rayos de colores, había trencitos humanos, sonrisas exorbitantes, y Jara vino y me dio un poema para leer. Pienso en eso y no deja de conmoverme que haya pensado en su poesía en medio de ese lugar, en principio, tan poco propicio para hacerlo.
Después seguimos compartiendo algunos lugares, algunas amistades en común, algunos trabajos. Un día Jaramillo se fue a Buenos Aires, después de dejar su habitación, "el bulo de la muerte" en el que vivía a pocos metros del barrio Fonavi, un departamento de cuatro por cuatro, con computadora con internet, con cactus en maceta chiquita, con libros, con poemarios de otros poetas jóvenes igual que él, y con un montón de ideas para concretar.
Hace tres meses editó su primer libro de poesías, Grunge, publicado por Editorial Funesiana. Allí hay hay un puñado de versos donde está la barda neuquina, están los años noventa con la MTV mostrando a Kurt Cobain y sus camisas a cuadros y su tormento hepático. Pero también la otra cara lingüística de la moneda en que suele convertirse la poesía (no siempre) cuando se erige como testimonio inusual de cómo alguien cuenta el esqueleto de las cosas que se le ocurre mirar.
En Grunge, también hay preguntas que se acorralan a sí mismas, en esa instancia extrema que asume la frase cuando va tratando de empujar(nos) sus límites para tomar algo que siempre se está escapando, pero cuya presencia es lo más constatable del mundo, pese a que se parece tanto a un vacío recóndito. Un vacío lejano, pero que nos es familiar. En los mejores momentos del libro está ese "otro idioma" en que deviene un poema cuando la palabra es pura potencialidad y reinvención, cuando remite a la lectura y experimentación de los estallidos que revela.
Me llegó esta gacetilla de prensa de Interzona Editora, una de las más prestigiosas editoriales del país. Una malísima noticia, por lo bueno del catálogo y lo cuidado de sus ediciones:
"Estimados lectores, autores, colegas, periodistas, colaboradores y amigos:
Interzona ha vivido un proceso de crecimiento acelerado. La Interzona de su fundación en 2002 es muy diferente de la actual. Pero, al mismo tiempo que adquirió un prestigio y presencia, no alcanzó punto de equilibrio. Pese a los esfuerzos de todos los que participamos en el proyecto, Interzona no logró cubrir sus costos. Detener la producción editorial es una decisión difícil de tomar, pero lo hacemos con la intención de encontrar la plataforma cuya estructura de producción y distribución permita dar el crecimiento que Interzona demanda. Una plataforma que garantice la calidad editorial en los términos que Interzona recreó, con mucho trabajó y buenos deseos.
Estamos orgullosos de estos cinco años de edición. De un catálogo de ochenta títulos lleno de apuestas, descubrimientos y rescates. Orgullosos también de haber generado espacios de discusión con una respuesta del público y de los participantes siempre positiva. De habernos propuesto como un actor cultural activo, moderno, en suma.
Interzona Editora son todos los que estuvieron, los que continuamos y los que vendrán. Agradecemos a nuestros editores, quienes han construido un catálogo innovador con ojo atento; a todos nuestros autores y traductores, por la confianza; a los diseñadores, correctores, imprenteros y papeleros, que nos acompañaron en la producción de nuestros títulos; a los medios, periodistas y críticos, por su interés y la siempre buena recepción; y finalmente, a los libreros y distribuidores, por habernos ayudado a acercar nuestros libros a aquellos a quienes siempre agradeceremos: los lectores."