23 » Nov 2024
Diario Río Negro
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Fernando Castro
Editor Responsable
 
  27 » Oct 2008
La petropolítica
 

El miércoles, a las 19,30, las autoras presentan el libro en el Salón Azul de la Biblioteca de la Universidad Nacional del Comahue.
 
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  22 » Oct 2008
Zeta Uno
 


Nadie parece conocer este lugar. Se llama Z1. Sí, Zeta Uno. No sé muy bien por qué. Debe ser el casillero que le tocó en suerte en la división catastral de la ciudad. La ciudad es Neuquén. El Zeta Uno es lo que será la ciudad dentro de unos años. La continuidad de la ciudad. Ahora no. Ahora parece un planeta en instancia de colonización. Marte, Mercurio, Júpiter, un lugar sin agua, con ráfagas radiactivas, terrosas, que te dejan las orejas llenas de arena y los dientes mascando cristales.

Hay espacio para unas 700 casas. Es la alternativa que te pueden llegar a ofrecer si cometiste el delito de tomar tierras fiscales o un espacio verde, si todos los días cortás una calle céntrica para decir que no tenés casa, que apenas podés darle de comer a tus hijos, que ahora crecen en una casilla de madera y nylon, como hicieron los que antes tomaron tierras en otros barrios, barrios con nombres que rinden culto a versículos de la Biblia, a movimientos revolucionarios, o a curas piolas que alguien no quiere olvidar, lugares que modificaron el mapa de la ciudad, sobre todo, en los últimos diez años.

Me costó llegar. Nos costó llegar. El Zeta Uno está arriba de una barda en la que trabajan un par de máquinas viales. El resto de los barrios que lo rodean parecen indiferentes a tanta expectativa de los futuros propietarios de las casas.

Primero le pregunté a un almacenero dónde quedaba el plan de viviendas que hacen en la barda. Y le dije Z1. El tipo, que hacía cuentas en una registradora viejísima, me miró como si le hablara de un chip o una alarma de autos. Le pregunté a una quiosquera que tenía todavía menos idea. Sí sabía donde estaba “la Cuenca”, como le dicen en esta parte de la ciudad a la Cuenca XV, el barrio ubicado justo debajo de donde están construyendo las casas.

¿Usted viene a la reunión?- me dijo una chica que parecía de 15, y que iba con dos nenitos de la mano, hermanitos o hijos, y le dije que venía a hablar con gente que estaba en la reunión, y ahí vi que a esa reunión, por fuera del marketing político con que había sido difundida a los medios, la esperaba gente de verdad hacía rato. (Sobre la gente de verdad hay cosas para decir. Sobre el periodismo hay cosas para decir. El periodista a veces se aleja de la gente. Voy a hablar de cuando lo hace por protección. No de cuando hace mal su trabajo estando lejos sin que le importe. Lo cierto es que un poco necesita estar lejos para poder contar bien lo que está viendo. Lo concreto es que esa distancia impuesta un tanto inconscientemente a veces se hace añicos. Queda en la nada. No se me ocurre otra explicación que la de un rostro que sea demasiado tierno, o la de ver un dolor extremo, como para desactivar esa coraza protectora que se acciona ante la fuerza con que se imponen algunos sucesos.) “Suba por ese camino”, me dijo la chica del rostro tierno, señalando una cortada estragada por la lluvia y las huellas de camiones pesadísimos. La tomamos, y ahí vimos una panorámica como la que está arriba de este texto.

Pero también vi a 400 personas siguiendo un ministro, en una dramática coreografía que me hizo acordar a los pingüinos cuando tienen frío. La forma en que se ponen uno al lado del otro para darse calor, cómo se mueven en bloque, cómo son, todos, tan uno solo.

No le perdían paso. Le pedían por favor que hiciera algo para evitar que también a ellos les vinieran a tomar las tierras (ya hubo intentos). Ellos no quieren una guerra de pobres contra pobres. Es más, no quieren ninguna guerra, le dijeron. Pero no le van a permitir a nadie que venga a quitarles lo que todavía no tienen pero ya es de ellos.

Después una mujer se largó a llorar. Imploró por tener una casa. Contó una historia terrible: en la trama de esa historia, una historia de carne y hueso, sobresalía la frase “lo único que quiero” y la palabra “casa”. Sólo esa certeza para sus hijos, no importa que sea acá, decía la mujer, sólo cuatro paredes, un techo y una ventana, aunque sea para ver desde adentro el viento blanco de los días como ayer.

Foto: Agustín Martínez

(F.C.)
 
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  19 » Sep 2008
Exhibición de atrocidades
 


Antes, no hace tanto, ir al consultorio de un dentista era, ante todo, una visita cargada de incertidumbres y ambigüedades que se resumían en una amenaza titilante en neones rojos: la posibilidad del dolor.

También pensar en esa consulta era pergeñar una sumatoria de pretextos con el objetivo de desecharla. Es decir, pensar en un dentista era en verdad trazar una estrategia repleta de obstáculos dudosos para lograr no verlo. Esa estrategia por lo general se supeditaba a la semana previa: una cuenta regresiva que terminaba en el momento en que, después de abrirse la puerta de entrada al consultorio, porque hay puertas que tienen vida propia, y se abren solas con sordidez insuperable, una nube aséptica con olor a instrumentos esterilizados y un salón limpísimo provocaban un primer extrañamiento que podía terminar o no en estornudo.

Las palabras “caries” y “anestesia” formaban parte de un mantra que resonaba casi de forma automática desde el momento mismo en que una secretaria la mayoría de las veces gorda y vestida con delantal rosado, que profería reprochables diminutivos a niños y grandes por igual, dictaminaba una fecha y una hora para la visita, lo que preanunciaba el ingreso a la recta final de los suplicios.

Entrar al dentista era y es también entrar a una sala repleta de revistas vetustas, ofrecidas como un desinteresado plan de evasión, cuando en realidad eran y son más el camuflaje perfecto para la patada punzante de un nervio molar que el atenuador inocente para una espera prolongada.

Como se sabe, nada ni nadie puede con el zumbido de mosca eléctrica de un torno odontológico, ni con el espacio que lo amplifica, el del consultorio, que es el espacio de la indefensión, de la soledad y el desamparo del paciente, ya que ir al dentista también es ir a una entrega.

Eso, sin embargo, era antes, hasta hace poco. Porque el velo de rituales previos, misterio y vacilaciones que desalentaba un tratamiento de conducto al que de todos modos se terminaba accediendo, tiende a volverse ahora, como tantas otras, una práctica pública.

Como en esas películas de terror desaconsejadas para pacientes con riesgo cardíaco (que incluyen en cada fotograma como posibilidad para el espectador la de un ataque de epilepsia, la exacerbación de la sangre, el estampido artero sin preanuncios, la traición del monstruo bobo rompiendo en velocísimos primeros planos, sólo porque sí –el relato como sólo eso–, algo que tal vez quiera decirnos que el terror ocurre todo el tiempo y en todos lados, y que eso sí no debería ser una sorpresa), ir al dentista también quedó despojado de misterios.

Alcanza para saberlo con caminar por la calle, ver varias vidrieras hasta dar, a plena luz del día, detrás de otra vidriera, la ventana de un consultorio con una persiana americana, y fragmentado por cada tramo de ella, con el rostro desfigurado del paciente, que se muestra impune a la calle, a la vereda, como invitando a presenciar la consulta, como atroz estrategia publicitaria del dentista, y hasta como invitación a entrar y sacar un turno, un rostro de paciente más que visible desde la calle, con el torno dentro de la boca y unas luces de nave espacial encegueciéndolo desde arriba. Esta vez, sin el sonido del torno audible, porque acaso en la ausencia de ese zumbido se resuma la última reserva de privacidad a la que tenga derecho lo que queda de la civilización.

(F.C.)
 
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