23 » Nov 2024
Diario Río Negro
www.rionegro.com.ar
Fernando Castro
Editor Responsable
 
  30 » Sep 2008
Cuenta regresiva
  Faltan 29 días para que debuten los Spurs y un día menos para que arranque la NBA. Pero para verlo a Manu con la número 20 habrá que esperar casi dos meses más. Nótese que el clima parece haber cambiado en San Antonio. Y lo que en un primer momento fue casi un drama (por las conjeturas sobre cómo responderá el tobillo de Emanuel luego de su lesión en los Juegos Olímpicos de Beijing, que además congelaron la renovación de su contrato) ahora es una "bendición" que tal vez le permita estar fresco para cuando comiencen los partidos en serio.

(F.C.)
 
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  27 » Sep 2008
McCarthy en los supermercados
 


Cormac McCarthy, rey de los desiertos, escultor de silencios, de la violencia, la maldad, de todo el odio que pueda caber en un humano, retratista experto de caballos, vaqueros, crepúsculos, asesinos a sueldo o porque sí, de las putas de estos asesinos, y de los coches negros y largos que utilizan para ir a matar por drogas, por amor, o por lo que sea, es de los pocos tesoros ocultos que uno puede encontrar (como un error sin claves para ser explicado), debajo de una pila de libros que jamás va a leer, en la góndola de un hipermercado, entre plasmas de cincuenta pulgadas y películas superbaratas.

Franqueado por autores de autoayuda, dioses blancos del marketing empresarial y gurúes de la India que sonríen inocencias beatíficas desde otro tiempo, hay en especial un libro suyo que se puede hallar con la ventaja adicional de costar la mitad de lo que vale en cualquier librería, y ese libro es Ciudades de la llanura, de la interesante editorial española Debate, que editó buena parte de su obra.

Está claro que leer ese libro supone pasar el filtro de las primeras veinte páginas de una traducción repleta de españolismos. Pero la novela es tan buena, y está tan bien contada, que de a poco permite dejar de lado lo que en un primer momento sería un obstáculo.

La historia que cuenta es la de John Grady, un vaquero que vive junto a otros en una hacienda del sur de Estados Unidos. Son hombres hoscos y duros. Están cerca de México. Y por eso es un lugar donde el inglés puede tomar algunas palabras del español. Estos vaqueros, John Grady y sus amigos, parecen estar dispuestos a hablar sólo de cosas esenciales. Hablan poco y profundísimo. Y este es uno de los grandes logros de la novela: llevar al terreno del lenguaje el desierto, las grandes extensiones, la parquedad de un territorio hostil. El traslado de una geografía y una climatología al lenguaje. Vaqueros que hablan sólo cuando encuentran el valor suficiente para romper el silencio que es tan perfecto así, cruzado por el viento cálido que arrastra la arena.

Grady sale a buscar un amor. Una joven que trabaja en un burdel. La novela, la trama central de la novela, podría estar dada por cómo hace él para sacarla de las garras mafiosas que manejan a esa chica. Y cómo hace él para poder irse con ella, y el costo y las consecuencias que eso podría suponer. Pero hay otra historia que cuenta la novela: la de la transición a la modernidad de quienes doman a sus caballos, arrean su ganado, mascan tabaco mientras contemplan las estrellas, cosechan lo que comen y duermen sobre fardos de pasto. ¿Qué harán a finales del siglo XX? parece preguntar McCarthy con su novela, ambientada en los años cincuenta.

Ciudades de la llanura (1998) es la última entrega de la llamada Trilogía de la Frontera, como se conoce a la seguidilla de novelas que McCarthy (Rhode Island; 1933) publicó a partir de 1992. Esa trilogía fue iniciada por Todos esos hermosos caballos (1992) y En la frontera (1994).

El año pasado McCarthy, que fue becado por genio, que mantuvo un rigurosísimo perfil bajo hasta hace muy poco, que dio tres entrevistas en su vida, y del que se han tejido mitos proporcionales a su silencio (se dice que vivió en una torre petrolera), recibió el premio Pulitzer. Fue por su novela La carretera (Mondadori), que está claro, no es de lo mejor que escribió, pero así y todo tiene algunos destellos dignos de sus mejores libros. Cuenta la historia de un padre y su hijo en un escenario post-apocalíptico, una rareza para sus temas anteriores.

En Argentina, su salto a la fama siguió con otro grandísimo libro (anterior), No es país para viejos (No country for old men), recientemente adaptado al cine por los hermanos Joel y Ethan Cohen, una película que está bien, que hay que ver, pero que como ocurre casi siempre, nada tiene que hacer frente a la novela.

(F.C.)
 
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  24 » Sep 2008
El cajero del horror
 


Como es fin de semana vas a ir al híper, aunque después no termines yendo, pero igual hay que ir a buscar plata al cajero automático, por las dudas, y hacerse el reproche anterior de por qué no se fue más temprano, con tanta salidera dando vueltas, con tanto tipo agazapado esperando que te equivoques, si puede pasar de todo, si puede que en el cajero no haya plata, porque todo el mundo tiene algo en qué gastar, y por eso los cajeros funcionan a full, y por eso puede suceder que encuentres en la pantalla del cajero, con su educación toda electrónica, que además de pedirte que por favor insertes la tarjeta, también te pida por favor, vuelva más tarde, que please lo hagas, porque ahora no hay tagui, guita, plata, cash, y te lo dice en cuanto idioma pueda decírtelo, haciendo hincapié en que sabe todos esos idiomas, y vos pensás en que sólo en contadas ocasiones hablás buen castellano, y entonces entrás ahora sí al hall del banco donde está el cajero, ya no en esa larga ensoñación previa que tuviste mientras ibas caminando al banco, y te encontrás con dos nenes, uno que tendrá seis años y otro que tendrá ocho, y la primera reacción que tenés es, claro, ver qué tienen en las manos, y si hay algún adulto con ellos, o si es una emboscada y hay cinco tipos que esperan que salgas a la calle, que primero saques el billete para tirársete encima, en una calle que ahora luce tan desierta, tan sin esos autos que a vos te costó pasar mientras venías para acá, y los nenes te miran, y vos mirás la pantalla del cajero, y entonces les decís hola a los nenes, ellos te preguntan si no tenés una moneda, ¿no tiene una moneda, señor?, dicen ellos, al unísono, un coro agudo, dolorosamente definitivo y suplicante a la vez, entonces hay dos ideas que piden paso entre tus pensamientos, primero te llama la atención que te digan señor, porque todavía no te sentís uno propiamente dicho, y la otra cosa es que te sentís un tanto hipócrita antes de decirles nada, porque lo primero que ibas a decirles es no, con una simple mueca, porque la verdad es que no tenés una moneda, pero dentro de un rato sí vas a tenerla, o no, tampoco, porque lo que vas a tener son billetes, y entonces decís ahora les doy algo, todavía con un dejo de tensión en el rostro porque la idea de un arrebato no se te fue del todo, tensión que acaso los dos nenes alcancen a ver, entonces lo hacés rápido, vas, pelás la taryet, mirás para el costado con un ojo, clavás clave en el cajero, rápido, medio con el cuerpo tres cuartos, cubriendo tu clave del cajero, y el cajero no te dice que vuelvas más tarde please, y quizá ves en eso una premonición, vos tenías que estar ahí para que los nenes se compren un chegusán, te lo decís, te asalta un halo todopoderoso que en el momento odias, porque lo cierto es que vos no pediste estar ahí, pero estás, medio de espalda a los nenes, y te parece que dejaste el flanco descubierto para que alguien (¿los nenes?) te clave un puñal, y te da por pensar que no, los nenes no, pero sí los que los hayan dejado ahí como señuelo, eso querés pensar en ese mejor escenario entre todos los nefastos escenarios posibles, un escenario en el que te negás a que la pérdida de la inocencia de esos nenes sea tan definitiva, y entonces te apurás, marcás un número, le decís al cajero que no querés recibo, agarrás la plata y separás un diez, y se lo das al más grande de los dos, ocho años, o trece con cuerpito de siete u ocho, momento para el cual ya entró una vieja rubia, con perfume caro, dulcísimo, vestida toda de negro, con la cara cruzada de surcos que le dejó el tabaco, una señora que está como viuda de parranda, como viuda con herencia por cobrar y que gasta a cuenta de eso, y te mira a vos, y mira a los nenes, y les dice: cómo se metieron acá, y vuelve a mirarte a vos: ¿vos les abriste?, y vos no le decís nada, y los nenes dicen que ellos ya estaban, como si súbitamente te defendieran, y la mujer mira con cara de llamar a la policía, intención que los dos nenes parecen adivinar, y pasa raudamente hacia el cajero, diciendo algo así como qué horror, en un medio tono, como para que no sea audible del todo, y los nenes y vos se miran, y la mirada de ellos te dice: qué sabe esta vieja del horror.

(F.C.)
 
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  22 » Sep 2008
Monstruos
 


Antes de ahorcarse en su casa el 12 de septiembre pasado, a los 46 años, David Foster Wallace ya había definido cómo es ver un libro durante el proceso de escritura. Ese momento en el que un cuento o una novela forma parte de algo así como la Hermandad de Los Hijos Deformes.
 
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  20 » Sep 2008
Vida y literatura
 


Los libros no le dan de comer a quienes los escriben. En la mayoría de los casos; nada que no se sepa. Pero hay algo de lapidario en ver junta a tanta gente importante e interesante (incluida Macky Corbalán) describiendo cómo hace para compatibilizar su tiempo de escritura con lo que sea que hagan para pagar el alquiler o las cuentas del híper.

La idea de vivir de la literatura para la mayoría de los escritores argentinos describe la relación que mantienen con sus libros y los de otros, un intercambio de energía que les permite evitar el pozo donde se internarían si dejaran de escribir o leer, y no el momento en que perciben sus derechos de autor.

Como verán quienes linkeen la encuesta de arriba, en el sitio El Interpretador se pueden encontrar otras maravillas que hablan de la vida en la literatura.

(F.C.)
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  19 » Sep 2008
Exhibición de atrocidades
 


Antes, no hace tanto, ir al consultorio de un dentista era, ante todo, una visita cargada de incertidumbres y ambigüedades que se resumían en una amenaza titilante en neones rojos: la posibilidad del dolor.

También pensar en esa consulta era pergeñar una sumatoria de pretextos con el objetivo de desecharla. Es decir, pensar en un dentista era en verdad trazar una estrategia repleta de obstáculos dudosos para lograr no verlo. Esa estrategia por lo general se supeditaba a la semana previa: una cuenta regresiva que terminaba en el momento en que, después de abrirse la puerta de entrada al consultorio, porque hay puertas que tienen vida propia, y se abren solas con sordidez insuperable, una nube aséptica con olor a instrumentos esterilizados y un salón limpísimo provocaban un primer extrañamiento que podía terminar o no en estornudo.

Las palabras “caries” y “anestesia” formaban parte de un mantra que resonaba casi de forma automática desde el momento mismo en que una secretaria la mayoría de las veces gorda y vestida con delantal rosado, que profería reprochables diminutivos a niños y grandes por igual, dictaminaba una fecha y una hora para la visita, lo que preanunciaba el ingreso a la recta final de los suplicios.

Entrar al dentista era y es también entrar a una sala repleta de revistas vetustas, ofrecidas como un desinteresado plan de evasión, cuando en realidad eran y son más el camuflaje perfecto para la patada punzante de un nervio molar que el atenuador inocente para una espera prolongada.

Como se sabe, nada ni nadie puede con el zumbido de mosca eléctrica de un torno odontológico, ni con el espacio que lo amplifica, el del consultorio, que es el espacio de la indefensión, de la soledad y el desamparo del paciente, ya que ir al dentista también es ir a una entrega.

Eso, sin embargo, era antes, hasta hace poco. Porque el velo de rituales previos, misterio y vacilaciones que desalentaba un tratamiento de conducto al que de todos modos se terminaba accediendo, tiende a volverse ahora, como tantas otras, una práctica pública.

Como en esas películas de terror desaconsejadas para pacientes con riesgo cardíaco (que incluyen en cada fotograma como posibilidad para el espectador la de un ataque de epilepsia, la exacerbación de la sangre, el estampido artero sin preanuncios, la traición del monstruo bobo rompiendo en velocísimos primeros planos, sólo porque sí –el relato como sólo eso–, algo que tal vez quiera decirnos que el terror ocurre todo el tiempo y en todos lados, y que eso sí no debería ser una sorpresa), ir al dentista también quedó despojado de misterios.

Alcanza para saberlo con caminar por la calle, ver varias vidrieras hasta dar, a plena luz del día, detrás de otra vidriera, la ventana de un consultorio con una persiana americana, y fragmentado por cada tramo de ella, con el rostro desfigurado del paciente, que se muestra impune a la calle, a la vereda, como invitando a presenciar la consulta, como atroz estrategia publicitaria del dentista, y hasta como invitación a entrar y sacar un turno, un rostro de paciente más que visible desde la calle, con el torno dentro de la boca y unas luces de nave espacial encegueciéndolo desde arriba. Esta vez, sin el sonido del torno audible, porque acaso en la ausencia de ese zumbido se resuma la última reserva de privacidad a la que tenga derecho lo que queda de la civilización.

(F.C.)
 
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  17 » Sep 2008
El escritor a escena
 


Dos artículos de dos grandes medios masivos de comunicación traen a colación una vez más el Tema del Escritor. En España dicen que buena parte de la literatura que se publica lleva la marca distintiva del “yo” de quienes la escriben. Esta tesis sostendría que las novelas, cuentos y relatos que publican las grandes editoriales y no tanto abundan en tics biográficos de esos autores. La vida como saco donde meter mano para salir con una idea y contar algo.

El otro artículo (click acá), publicado en el suplemento cultural de mayor circulación del país, lo que no debería significar nada más que eso, tiene una vuelta de tuerca un poco más interesante: el escritor como centro de la escena, como individuo, en muchos casos, más preocupado por participar en lecturas, instalaciones y debates, y no tanto como constructor de una obra. Esta nota me hizo pensar en un escritor que sería casi un actor en el sentido hollywoodense del término.

Uno que, llegado el caso, elegiría subirse a YouTube a sí mismo en un rapto casi histérico, para luego escandalizarse, con desparpajo, mientras se mira con sus escritores amigos en una notebook, en un bar.

El primero de los dos artículos tiene cierto tufillo a etiquetamiento predecesor del lanzamiento de una colección. Las escrituras del “yo”, esa vertiente de autores que tomarían la propia vida como onda expansiva para su escritura, son parte de una discusión cuyos estertores podrían seguirse en los suplementos literarios europeos de los últimos años.

El tema central, pienso, es determinar la cuota de veracidad de esas etiquetas: después de todo, parece difícil para la mayoría de los lectores saber qué hizo un escritor en los veinte años previos a terminar una obra, si bien hay voces y escrituras poderosas que casi obligan a preguntar por la biografía de determinados autores porque eso que nos están contando está tan bien que no puede ser otra cosa que cierto. En todo caso, también está el tema de por qué sería interesante encasillarlos, cuando lo importante se resume, básicamente, en una pregunta: ¿es o no literatura lo que nos ofrecen?

Y por otra parte, además de los libros, ¿a qué otra cosa puede recurrir un autor cuando se sitúa frente a un teclado o una hoja de papel, que no sea su vida o la de los millares de personas que pueden rodearlo, esos otros “yo” iguales a él cuyas historias ahora tiene a un click de distancia?

Por último van, como yapa, otras dos notas: una del autor argentino Gonzalo Garcés (1974), que ensaya una explicación de por qué precisamente a los escritores argentinos no les gustarían los españoles y viceversa, y otra sobre las editoriales y los modelos de circulación de libros en Argentina, un debate del último fin de semana en Buenos Aires, que contó con la participación de Fabián Casas, en un ciclo organizado por Interzona, titulado Talando + Árboles.

(F.C.)
 
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  12 » Sep 2008
Para romper el hielo, un Bizzio
 



Sergio Bizzio (1956) es de esos escritores a los que se llega con desconfianza. La desconfianza que se tiene cuando la crítica, al hablar de un escritor, es masiva y uniformemente buena. Cuando muchos salen a decir de un libro que es excelente, que es de lo mejor que se publicó en el año, que pertenece al autor del momento, en fin, ese tipo de cosas.
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(A veces se dicen otras cosas: una vez, desconcertado, leí en la vidriera de una librería: Fulano de Tal: el mejor escritor argentino. Una faja roja como las que ponen después de los accidentes de tránsito le daba la vuelta a un libro con esa inscripción en letras negras sobre rojo. El libro es de otro escritor argentino -interesante por cierto-, pero lo más importante al ver la faja roja con esa frase era la imposición que operaba la editorial que lo publicaba: la posibilidad de que, definitivamente, la obra de un escritor pudiera medirse como la carrera del ganador de los 100 metros en Beijing.)
Esa desconfianza tuve al comprar mi primer libro de Bizzio, que además es director de cine, dramaturgo y pintor.
Como cineasta optó por el valiente, tortuoso e inestable camino de contar lo que quiere. Es un tipo sufrido en cuanto a posibilidades de circulación, producto de elegir temas que escapan a la lógica plín-caja de las corporaciones que estrenan sus tanques en salas suntuosas, allí donde reina el pochoclo y los padres llevan a llorar a sus bebés.
Ese primer libro que leí de Bizzio, que se consigue en cualquier librería, es Era el cielo (Interzona; 2007). Supe, cuando leí la solapa, que había visto una película suya: Animalada (2000). Ahí cuenta la historia del amor entre un hombre y una oveja. Es también la historia de un adulterio. El hombre elige a la oveja en lugar de su mujer, una pintora cuyos cuadros plagian los tormentosos autorretratos de Frida Kahlo, a los que agrega su perfecto rostro de desconocida. La película es buenísima, y una de sus mejores escenas los muestra a los dos, el protagonista y la oveja, en un establo, a punto de hacer el amor, él imbuido en el paroxismo, y Fany, la oveja, mirándolo trémula y perdida a un tiempo, con ojos que todo pueden significarlo.
Se ve que no conforme con hacer una gran película, Bizzio se puso a escribir grandes libros. Era el cielo es uno de ellos. Narra la historia de un guionista de televisión que fluctúa entre el amor y el desamor a su ex esposa, con la que comparte un hijo, y a su pareja actual, otra guionista, hiperactiva, repleta de trabajo y creatividad, algo que no hace otra cosa que devolverle al narrador, por contraposición, un espejo constante donde observarse.
Y el problema es que al observarse lo que ve es un tipo que en cualquier momento puede perder el empleo, que tiene cuentas sin saldar de su pareja anterior, que ama a su hijo (con el que no vive), y que quiere, entre otras cosas, poder escribir bajo cierta estabilidad emocional. Nada del otro mundo: poder pagar las cuentas y dormir medianamente bien.
Más allá de la historia, que incluye una primera escena con una violación contada de forma meticulosa y proverbial, y que es de los mejores inicios de la historia de la literatura argentina (suena exagerado pero cualquiera puede comprobarlo leyendo el libro), lo mejor de la novela es el estilo. Bizzio escribe con una simplicidad apabullante, con una prosa diáfana y engañosamente natural. Y está el cine. En el detalle de las descripciones, y en los diálogos.
Bizzio no tiene blog. Es de la generación de escritores que ahora andan por los 50 años. Junto con Alan Pauls y Daniel Guebel, entre otros, es parte de ese grupo de escritores a los que les tocó el pesado lastre de ver cómo escribían después de los setentas, tratando de hacer algo para que no los dejen pegados a los íconos del Boom, y en el camino, inventarse una escritura. Bizzio es de los que mejor lo lograron.

(F.C.)
 
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