29 » Mar 2024
Diario Río Negro
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Fernando Castro
Editor Responsable
 
  07 » Oct 2008
No ver
 


José Saramago me parece un gran escritor. Pero no lo sigo con pasión enfermiza como me ocurre en otros casos. Leí algunos libros suyos. Se sabe, recibió el Nobel (1998), dice cosas interesantes. Quizá como pocos escritores se atreve a hablar del mundo. Del orden político imperante. De los grandes temas que siempre se postergan. Los derechos humanos, el medioambiente, la pobreza a escala global. Esa conciencia muestra Saramago en sus entrevistas, que suelen estar ambientadas en su casa, en una isla oscura y volcánica donde vive y escribe. Todavía sabiendo la calidad de escritor que Saramago es, puesto a elegir me inclino por otro tipo de autores. Tengo claro que Saramago es un escritor en la plenitud de sus facultades. Un prodigio de narrador contando como quiere la historia que quiere. Con eso me alcanza.

Hay un libro suyo que en especial me parece de lo mejor que escribió. Ese libro es Ensayo sobre la ceguera. Una crítica o una alegoría de la condición humana de nuestros días. Cómo el mundo se saca los ojos a sí mismo por lo que sea, si se encuentra en aprietos, si se trata de subsistir.

Me entero de algo: esa novela ya se estrenó en los cines. El director es Fernando Meirelles, un brasileño que hizo buenas películas, y se animó a llevar el libro a la pantalla grande.

Lo cierto es que a partir de la adaptación de su novela al cine, Saramago viene recibiendo una serie de críticas. Sin ver la película (todavía), supe, leí, que una asociación de ciegos de EE.UU. cuestiona cómo se muestra a las personas que no ven en esa película. Digo "personas que no ven" porque, como ya saben los que leyeron el libro, los personajes no son ciegos, por decirlo de un modo un tanto burdo, 100%. Quiero decir: no nacieron ciegos o heredaron esa condición. Un día, por una plaga, por un virus, se van quedando, terrible e inexorablemente, sin ver, o viendo una tenue luz blanca, como la que veía Víctor Sueiro al final del túnel. Antes vieron. Un día dejan de hacerlo para tener sólo la percepción de ese blanco borroso. Saramago no se mete con quienes padecen algún tipo de discapacidad congénita o de cualquier otro tipo.

Este reclamo que ahora le hacen al portugués, que motivaría un boicot contra la película, me recuerda una vez más el escabroso tema de las críticas que se hacen a una obra de arte. Para ser más preciso: me recuerda el tipo de cuestionamientos relacionados a cómo piensa un artista dentro de una obra, algo que por contraste, es una directiva sobre lo que debió decir. Y también: un intento de erradicar una diferencia, más que un desacuerdo crítico y estético.

Creo que hay escritores y directores de cine que viven y se equivocan como cualquier persona. Acaso, de conocerlos personalmente, uno terminaría odiándolos. Y acaso también uno está en desacuerdo con lo que dicen. Esto por un lado. Por otro lado están sus obras, artefactos con vida propia y portadores de un pensamiento político, que la mayoría de las veces llega por añadidura. Detectarlo suele depender de las lecturas que soporte una obra y de sus lectores o espectadores.

Me parece, en definitiva, que no ver, también, es pedirle a la ficción las respuestas que retacea esa cosa ambigua y temblorosa que es la realidad. Esto, en última instancia, habla bien de la ficción objeto de esos dardos envenenados: una obra puede ser tan buena que hasta les sirve a otros para tratar de imponer una moral que le es totalmente ajena.

(F.C.)
 
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  01 » Oct 2008
Lectura en la ciudad del Cristo grande de madera
 
 
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  30 » Sep 2008
Cuenta regresiva
  Faltan 29 días para que debuten los Spurs y un día menos para que arranque la NBA. Pero para verlo a Manu con la número 20 habrá que esperar casi dos meses más. Nótese que el clima parece haber cambiado en San Antonio. Y lo que en un primer momento fue casi un drama (por las conjeturas sobre cómo responderá el tobillo de Emanuel luego de su lesión en los Juegos Olímpicos de Beijing, que además congelaron la renovación de su contrato) ahora es una "bendición" que tal vez le permita estar fresco para cuando comiencen los partidos en serio.

(F.C.)
 
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  27 » Sep 2008
McCarthy en los supermercados
 


Cormac McCarthy, rey de los desiertos, escultor de silencios, de la violencia, la maldad, de todo el odio que pueda caber en un humano, retratista experto de caballos, vaqueros, crepúsculos, asesinos a sueldo o porque sí, de las putas de estos asesinos, y de los coches negros y largos que utilizan para ir a matar por drogas, por amor, o por lo que sea, es de los pocos tesoros ocultos que uno puede encontrar (como un error sin claves para ser explicado), debajo de una pila de libros que jamás va a leer, en la góndola de un hipermercado, entre plasmas de cincuenta pulgadas y películas superbaratas.

Franqueado por autores de autoayuda, dioses blancos del marketing empresarial y gurúes de la India que sonríen inocencias beatíficas desde otro tiempo, hay en especial un libro suyo que se puede hallar con la ventaja adicional de costar la mitad de lo que vale en cualquier librería, y ese libro es Ciudades de la llanura, de la interesante editorial española Debate, que editó buena parte de su obra.

Está claro que leer ese libro supone pasar el filtro de las primeras veinte páginas de una traducción repleta de españolismos. Pero la novela es tan buena, y está tan bien contada, que de a poco permite dejar de lado lo que en un primer momento sería un obstáculo.

La historia que cuenta es la de John Grady, un vaquero que vive junto a otros en una hacienda del sur de Estados Unidos. Son hombres hoscos y duros. Están cerca de México. Y por eso es un lugar donde el inglés puede tomar algunas palabras del español. Estos vaqueros, John Grady y sus amigos, parecen estar dispuestos a hablar sólo de cosas esenciales. Hablan poco y profundísimo. Y este es uno de los grandes logros de la novela: llevar al terreno del lenguaje el desierto, las grandes extensiones, la parquedad de un territorio hostil. El traslado de una geografía y una climatología al lenguaje. Vaqueros que hablan sólo cuando encuentran el valor suficiente para romper el silencio que es tan perfecto así, cruzado por el viento cálido que arrastra la arena.

Grady sale a buscar un amor. Una joven que trabaja en un burdel. La novela, la trama central de la novela, podría estar dada por cómo hace él para sacarla de las garras mafiosas que manejan a esa chica. Y cómo hace él para poder irse con ella, y el costo y las consecuencias que eso podría suponer. Pero hay otra historia que cuenta la novela: la de la transición a la modernidad de quienes doman a sus caballos, arrean su ganado, mascan tabaco mientras contemplan las estrellas, cosechan lo que comen y duermen sobre fardos de pasto. ¿Qué harán a finales del siglo XX? parece preguntar McCarthy con su novela, ambientada en los años cincuenta.

Ciudades de la llanura (1998) es la última entrega de la llamada Trilogía de la Frontera, como se conoce a la seguidilla de novelas que McCarthy (Rhode Island; 1933) publicó a partir de 1992. Esa trilogía fue iniciada por Todos esos hermosos caballos (1992) y En la frontera (1994).

El año pasado McCarthy, que fue becado por genio, que mantuvo un rigurosísimo perfil bajo hasta hace muy poco, que dio tres entrevistas en su vida, y del que se han tejido mitos proporcionales a su silencio (se dice que vivió en una torre petrolera), recibió el premio Pulitzer. Fue por su novela La carretera (Mondadori), que está claro, no es de lo mejor que escribió, pero así y todo tiene algunos destellos dignos de sus mejores libros. Cuenta la historia de un padre y su hijo en un escenario post-apocalíptico, una rareza para sus temas anteriores.

En Argentina, su salto a la fama siguió con otro grandísimo libro (anterior), No es país para viejos (No country for old men), recientemente adaptado al cine por los hermanos Joel y Ethan Cohen, una película que está bien, que hay que ver, pero que como ocurre casi siempre, nada tiene que hacer frente a la novela.

(F.C.)
 
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  24 » Sep 2008
El cajero del horror
 


Como es fin de semana vas a ir al híper, aunque después no termines yendo, pero igual hay que ir a buscar plata al cajero automático, por las dudas, y hacerse el reproche anterior de por qué no se fue más temprano, con tanta salidera dando vueltas, con tanto tipo agazapado esperando que te equivoques, si puede pasar de todo, si puede que en el cajero no haya plata, porque todo el mundo tiene algo en qué gastar, y por eso los cajeros funcionan a full, y por eso puede suceder que encuentres en la pantalla del cajero, con su educación toda electrónica, que además de pedirte que por favor insertes la tarjeta, también te pida por favor, vuelva más tarde, que please lo hagas, porque ahora no hay tagui, guita, plata, cash, y te lo dice en cuanto idioma pueda decírtelo, haciendo hincapié en que sabe todos esos idiomas, y vos pensás en que sólo en contadas ocasiones hablás buen castellano, y entonces entrás ahora sí al hall del banco donde está el cajero, ya no en esa larga ensoñación previa que tuviste mientras ibas caminando al banco, y te encontrás con dos nenes, uno que tendrá seis años y otro que tendrá ocho, y la primera reacción que tenés es, claro, ver qué tienen en las manos, y si hay algún adulto con ellos, o si es una emboscada y hay cinco tipos que esperan que salgas a la calle, que primero saques el billete para tirársete encima, en una calle que ahora luce tan desierta, tan sin esos autos que a vos te costó pasar mientras venías para acá, y los nenes te miran, y vos mirás la pantalla del cajero, y entonces les decís hola a los nenes, ellos te preguntan si no tenés una moneda, ¿no tiene una moneda, señor?, dicen ellos, al unísono, un coro agudo, dolorosamente definitivo y suplicante a la vez, entonces hay dos ideas que piden paso entre tus pensamientos, primero te llama la atención que te digan señor, porque todavía no te sentís uno propiamente dicho, y la otra cosa es que te sentís un tanto hipócrita antes de decirles nada, porque lo primero que ibas a decirles es no, con una simple mueca, porque la verdad es que no tenés una moneda, pero dentro de un rato sí vas a tenerla, o no, tampoco, porque lo que vas a tener son billetes, y entonces decís ahora les doy algo, todavía con un dejo de tensión en el rostro porque la idea de un arrebato no se te fue del todo, tensión que acaso los dos nenes alcancen a ver, entonces lo hacés rápido, vas, pelás la taryet, mirás para el costado con un ojo, clavás clave en el cajero, rápido, medio con el cuerpo tres cuartos, cubriendo tu clave del cajero, y el cajero no te dice que vuelvas más tarde please, y quizá ves en eso una premonición, vos tenías que estar ahí para que los nenes se compren un chegusán, te lo decís, te asalta un halo todopoderoso que en el momento odias, porque lo cierto es que vos no pediste estar ahí, pero estás, medio de espalda a los nenes, y te parece que dejaste el flanco descubierto para que alguien (¿los nenes?) te clave un puñal, y te da por pensar que no, los nenes no, pero sí los que los hayan dejado ahí como señuelo, eso querés pensar en ese mejor escenario entre todos los nefastos escenarios posibles, un escenario en el que te negás a que la pérdida de la inocencia de esos nenes sea tan definitiva, y entonces te apurás, marcás un número, le decís al cajero que no querés recibo, agarrás la plata y separás un diez, y se lo das al más grande de los dos, ocho años, o trece con cuerpito de siete u ocho, momento para el cual ya entró una vieja rubia, con perfume caro, dulcísimo, vestida toda de negro, con la cara cruzada de surcos que le dejó el tabaco, una señora que está como viuda de parranda, como viuda con herencia por cobrar y que gasta a cuenta de eso, y te mira a vos, y mira a los nenes, y les dice: cómo se metieron acá, y vuelve a mirarte a vos: ¿vos les abriste?, y vos no le decís nada, y los nenes dicen que ellos ya estaban, como si súbitamente te defendieran, y la mujer mira con cara de llamar a la policía, intención que los dos nenes parecen adivinar, y pasa raudamente hacia el cajero, diciendo algo así como qué horror, en un medio tono, como para que no sea audible del todo, y los nenes y vos se miran, y la mirada de ellos te dice: qué sabe esta vieja del horror.

(F.C.)
 
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  22 » Sep 2008
Monstruos
 


Antes de ahorcarse en su casa el 12 de septiembre pasado, a los 46 años, David Foster Wallace ya había definido cómo es ver un libro durante el proceso de escritura. Ese momento en el que un cuento o una novela forma parte de algo así como la Hermandad de Los Hijos Deformes.
 
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  20 » Sep 2008
Vida y literatura
 


Los libros no le dan de comer a quienes los escriben. En la mayoría de los casos; nada que no se sepa. Pero hay algo de lapidario en ver junta a tanta gente importante e interesante (incluida Macky Corbalán) describiendo cómo hace para compatibilizar su tiempo de escritura con lo que sea que hagan para pagar el alquiler o las cuentas del híper.

La idea de vivir de la literatura para la mayoría de los escritores argentinos describe la relación que mantienen con sus libros y los de otros, un intercambio de energía que les permite evitar el pozo donde se internarían si dejaran de escribir o leer, y no el momento en que perciben sus derechos de autor.

Como verán quienes linkeen la encuesta de arriba, en el sitio El Interpretador se pueden encontrar otras maravillas que hablan de la vida en la literatura.

(F.C.)
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  19 » Sep 2008
Exhibición de atrocidades
 


Antes, no hace tanto, ir al consultorio de un dentista era, ante todo, una visita cargada de incertidumbres y ambigüedades que se resumían en una amenaza titilante en neones rojos: la posibilidad del dolor.

También pensar en esa consulta era pergeñar una sumatoria de pretextos con el objetivo de desecharla. Es decir, pensar en un dentista era en verdad trazar una estrategia repleta de obstáculos dudosos para lograr no verlo. Esa estrategia por lo general se supeditaba a la semana previa: una cuenta regresiva que terminaba en el momento en que, después de abrirse la puerta de entrada al consultorio, porque hay puertas que tienen vida propia, y se abren solas con sordidez insuperable, una nube aséptica con olor a instrumentos esterilizados y un salón limpísimo provocaban un primer extrañamiento que podía terminar o no en estornudo.

Las palabras “caries” y “anestesia” formaban parte de un mantra que resonaba casi de forma automática desde el momento mismo en que una secretaria la mayoría de las veces gorda y vestida con delantal rosado, que profería reprochables diminutivos a niños y grandes por igual, dictaminaba una fecha y una hora para la visita, lo que preanunciaba el ingreso a la recta final de los suplicios.

Entrar al dentista era y es también entrar a una sala repleta de revistas vetustas, ofrecidas como un desinteresado plan de evasión, cuando en realidad eran y son más el camuflaje perfecto para la patada punzante de un nervio molar que el atenuador inocente para una espera prolongada.

Como se sabe, nada ni nadie puede con el zumbido de mosca eléctrica de un torno odontológico, ni con el espacio que lo amplifica, el del consultorio, que es el espacio de la indefensión, de la soledad y el desamparo del paciente, ya que ir al dentista también es ir a una entrega.

Eso, sin embargo, era antes, hasta hace poco. Porque el velo de rituales previos, misterio y vacilaciones que desalentaba un tratamiento de conducto al que de todos modos se terminaba accediendo, tiende a volverse ahora, como tantas otras, una práctica pública.

Como en esas películas de terror desaconsejadas para pacientes con riesgo cardíaco (que incluyen en cada fotograma como posibilidad para el espectador la de un ataque de epilepsia, la exacerbación de la sangre, el estampido artero sin preanuncios, la traición del monstruo bobo rompiendo en velocísimos primeros planos, sólo porque sí –el relato como sólo eso–, algo que tal vez quiera decirnos que el terror ocurre todo el tiempo y en todos lados, y que eso sí no debería ser una sorpresa), ir al dentista también quedó despojado de misterios.

Alcanza para saberlo con caminar por la calle, ver varias vidrieras hasta dar, a plena luz del día, detrás de otra vidriera, la ventana de un consultorio con una persiana americana, y fragmentado por cada tramo de ella, con el rostro desfigurado del paciente, que se muestra impune a la calle, a la vereda, como invitando a presenciar la consulta, como atroz estrategia publicitaria del dentista, y hasta como invitación a entrar y sacar un turno, un rostro de paciente más que visible desde la calle, con el torno dentro de la boca y unas luces de nave espacial encegueciéndolo desde arriba. Esta vez, sin el sonido del torno audible, porque acaso en la ausencia de ese zumbido se resuma la última reserva de privacidad a la que tenga derecho lo que queda de la civilización.

(F.C.)
 
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