20 » Apr 2024
Diario Río Negro
www.rionegro.com.ar
Fernando Castro
Editor Responsable
 
  28 » Jun 2009
Vietnam
 

Como voy a ir a votar y no quiero contagiarme la gripe porcina, agarro y voy a la farmacia para comprar algunos barbijos. Así me quedan. Tengo el firme propósito de ponerme uno. Aunque a priori me dé un poco de vergüenza, aunque me cueste todavía creer que podría asistir a esa imagen findemundista en la que me veo a mí mismo entrando a sufragar con la cara –también– adentro de la campera y buscando enemigos que tosan en una escuela.

La primera farmacia a la que voy está cerrada, y entonces voy a otra que es algo así como la vedette de las farmacias, un faro difícil de eludir que abre las veinticuatro horas, y cuando llego veo que está llenísima de enfermos, personas en vías de convertirse en uno, o parientes de uno u otro caso. Son las ocho de la tarde, un poco más, un poco menos, llevo una película recién alquilada, no estoy resfriado, no quiero agarrarme ningún virus y me digo que es una mala idea entrar así a una farmacia repleta a tal punto que hay personas que prefieren esperar en la vereda, nunca había visto algo así.

Entonces veo en una listita de la puerta cuál está de turno, y cuando llego a la farmacia de turno hay cinco, seis personas esperando, y pregunto desde la puerta a un farmacéutico cansado, un tanto filtrado, acompañado por su hijito que no debe tener más de diez años al que, presumo, alguien está por pasar a buscar, o alguien debería pasar a buscar, porque si hay peores lugares donde estar por estos días uno de ellos es una farmacia, pregunto, si quedan barbijos. A lo que el tipo responde que no, y que tampoco tiene alcohol en gel. Le digo gracias y vuelvo a la farmacia anterior, la que estaba desbordada, no sin antes pasar por otras dos que me quedan en el camino, y que también constato cerradas, como en hibernación, en esa calma aséptica y de salón de belleza que destilan tenuemente las farmacias cuando están cerradas, luces blancas, vidrios brillosos como mostradores, chicas sonrientes en propagandas de dentífricos, en fin, una farmacia.

Y así llego a la farmacia grande, la que evité en todo momento, y miro a la gente en la puerta, que ya desde el vamos me mira a mí como diciendo ¿vas a entrar? y respondo que sí mentalmente, y paso la puerta porque hay que sacar número, y tengo como quince personas adelante. Veo que todos los empleados tienen barbijo, a excepción de una señora kamikaze que debe ser soltera o solterona si me atengo a la edad que le calculé, y que por eso decidió no usar barbijo digo yo, y asisto a que de este lado del mostrador, entre los que esperamos, hay dos tipos y otra señora con la boca tapada con pañuelos, servilletas, o cualquier cosa que en su imaginario sirva para filtrar el bicho, y hay dos hombres más que llevan barbijos y esos son los que concentran buena parte de las miradas.

En todo el ambiente hay una pregunta no dicha, y esa pregunta es a título de qué esos tipos llevan puesto un barbijo. ¿Son simples precavidos o rotundos enfermos? Todos nos hacemos esa pregunta, y nos quedamos mirando raro, con ojos de Vietnam, de cuchillo entre los dientes en una farmacia.
 
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  14 » May 2009
Luche y vuelve
 


Vi El luchador. Que es como decir que vi a un retrohéroe luego de que le estallara la bomba nuclear en la cara tras un día de bajón de cocaína.

Micky Rourke con rostro de zombie, o con rostro de sobredosis de botox, rizos rubios posnucleares.

Actúa de sí mismo (un empecinado en perder que simula que no lo sabe: la conciencia sumergida en bares de nudistas y desconocidos; los malos amigos de esos bares, las drogas como diosas griegas inyectables, tóxicos intravenosos, o para derretir autos y matar plagas de la China en Santa Fe, todo sirve para pasar la noche, Rourke, un tipo con el corazón grande).

En plena séptima vida de gato, va a filmar en Río (con Stallone) y va a bajar a Buenos Aires. Un cirujano argentino y una cara nueva lo esperan (si tal cosa fuera posible).
 
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  12 » Mar 2009
Preguntas
 


Acabo de llegar del hospital de Neuquén. Un centenar de médicos están en la calle. Sacaron, se podría decir, sus consultorios a la calle. No para atender a los pacientes. Pusieron mesas en las veredas, y en cada una de ellas carteles: neurología, pediatría, farmacia, odontología, y así: una mesa por cada consultorio.

Dicen a sus pacientes que si todo sigue así no habrá vuelta atrás. Nada que los pacientes no sepan o se imaginen. Lo de los médicos es un pedido de auxilio. Y nadie parece estar dándose cuenta.

Adentro, en un pasillo larguísimo, los consultorios estaban vacíos. La mayoría de los enfermos, que ya sabían de la protesta, se quedaron en sus casas, o en la calle, o en la guardia, donde había un borracho que se tomaba el estómago y tenía un olor espantoso, olor a dormir en la calle muchos días seguidos, toda una vida.

En ese pasillo -el pasillo de los consultorios vacíos y de la falta de pacientes- encontré una poesía-mural de Juan Gelman. Son cerámicos que los obreros de Fasinpat hicieron con la editorial Limón, del poeta nacido en Buenos Aires Andrés Kurfirst, de quien no tuve más novedades luego de su paso por estas tierras. Gelman cedió esos versos para que los ceramistas los pinten en los mosaicos que ellos fabrican.

Los cerámicos (un mural de un metro por un metro) estaban ahí como testigos mudos de algo que era difícil de explicar. Como si fuesen el monumento a algo que ahora renovaba su significado (como la buena poesía), algo que tenía que ver con la no resignación, con la no entrega a la desesperanza, con creer, pero también con una cuenta regresiva y con una alarma.

Eran unas 25 piezas de cerámicos. Entre todas elegí la siguiente, que me parece que es la que mejor resume toda la situación:


Límites

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí la sed,
hasta a quí el agua?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el aire,
hasta aquí el fuego?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el amor,
hasta aquí el oído?

¿Quién dijo alguna vez: hasta aquí el hombre,
hasta aquí no?

Solo la esperanza tiene rodillas nítidas.
Sangran.


1m2 de poesía, de Juan Gelman.
 
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  23 » Dec 2008
Noel
 


Domingo. Ni sol para el río, ni frío para guardarse. Entonces hipermercado, y entre otras cosas, la lógica tramposa de la arquitectura del lugar: todos los caminos conducen al shopping. Miles de personas. (Pero miles, ¿eh?) Etnias diversas claramente identificables. Ruido blanco. Aire debidamente acondicionado, pantallas de video. Autos cero kilómetro a 800 pesos la cuota mensual (bancos prestándote dinero para tenerlos). Miles, también, de bolsas de nylon en manos de mujeres presurosas (por entrar al próximo local). Sus esposos que las escoltan. Lo que queda de lo que fue de ellos escoltando esos hombres como un reproche, siempre a un paso de distancia de ellos. Tu propia escolta: perdida en el tiempo.

Y un Papá Noel grande como un autódromo. Sus tres pares de renos disecados infligiendo calor a quien los mire. Igual que Papá Noel, que también da calor, pese a que no está disecado.

Los cien chicos que hacen fila para sacarse la foto con él. No con el tipo que está varias capas de ropa debajo del mameluco rojísimo, y detrás de la falsa barba de pomposo algodón blanquecino, detrás de los ojos risueños impostados y el brillo plástico de cada palabra que dice a los nenes.

Esos diez pesos la foto, esa Navidad automática y plin-caja.

(F.C.)
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  04 » Nov 2008
Humo, choripanes y banderas
  Un jueves cualquiera

Es un jueves como cualquiera, porque cualquier jueves en Neuquén puede haber una marcha que junte a cinco mil personas. Lo que también puede suceder cualquier jueves es que haya cuatro parrillas repletas de chorizos con sus respectivos asadores y una mujer haciendo papas fritas en la vereda de la Gobernación y sus cercanías.

Hay un grupo de empleados estatales que no quisieron hacer todo el recorrido que sí dieron o darán otros miles de manifestantes más disciplinados o comprometidos. Los tipos hablan de fútbol, se hacen chistes de empleados públicos, intuyo; hablan de pequeñas roscas políticas que despiertan mil suspicacias para el que no las conoce, y que derivan de otras roscas más grandes que las provocaron. Y ahí se podría pensar en tipos que visten trajes un tanto baratos, pero un traje es un traje, aunque se ajuste al buen gusto de un funcionario de segundo o tercer nivel, y un mameluco es un mameluco.

El grupo de empleados públicos se pregunta por personas cuyos apodos remiten a animales exóticos a los que sería imposible encontrar en la Patagonia, y por eso cabe pensar en los rostros exóticos de los portadores de esos apodos-castigos. Hay una sensación de búsqueda o de propuesta de asado siempre listo para ser comido que se desprende del porte, la actitud ante la vida, y me animaría a decir que hasta de las palabras que los tipos usan para gastarse las chanzas ruidosas que se hacen. Los tipos visten chaquetas azules, como si trabajaran arreglando caños de agua en la calle, o ampliando o reparando el tendido eléctrico. Ahora, como buenos observadores del asado ajeno, hablan de cómo deben hacer el fuego los cuatro parrilleros que hay apostados sobre las calles La Rioja y Roca.


El tamaño no importa

“El tamaño es lo de menos”, me dijo Marcelo, vendedor de choripanes, 43 años, cinco hijos, dos de los cuales andan para todo lados con él, como ahora, empujando conservadoras por la vereda, trayendo agua, buscando cambio, corriendo las brazas. Marcelo dice lo que dice y después hace algo parecido a un guiño, que en realidad es un guiño y medio, porque el otro ojo también se le cierra a medias, es decir es un mal guiñador de ojos, o hace un guiño de mal comediante, y señala con su Tramontina sin dientes y de afilado quirúrgico, un pan abierto por la mitad que tiene en su mano izquierda: adentro hay un chorizo humeante y naranja que parece pintado con soplete. “Lo que sí importa es que no haya mucho viento, por la ceniza ¿viste? Pero tampoco que no haya nada de viento me sirve. Que haya lo suficiente para que se sepa que los estamos haciendo” dice, y apunta con el mentón hacia un lugar que puede encontrarse a una o dos cuadras de distancia, siempre en dirección al centro, y que en realidad quiso significar los treinta metros previos a la Gobernación, el sitio donde uno suele enterarse si hay o no gente cocinando.


Burbujas y embutidos

Uno podría medir el impacto que tendrá tal o cual paro, tal o cual movilización, de acuerdo a la cantidad de puestos de choripán (o más bien: de tra-ba-jo) que anteceden la llegada de una marcha. Vale decir que hay una pequeña industria que los coletazos de la crisis económica de 2001 y la financiera actual generaron en Neuquén. Gente –los choripaneros– nutriéndose de la desgracia o disconformidad de otra gente. Es más, podría decirse que acaso la incertidumbre financiera ha estimulado a personas que, por falta de mejores oportunidades para conseguir su sustento, salieron con sus parrillas a la calle. ¿Cuántos chorizos más se venderán en una marcha como la de hoy por la explosión de la burbuja inmobiliaria estadounidense? ¿Cuántas otras burbujas innominadas provocaron la venta de otros tantos chorizos? “El valor de los capitales de los grandes pulpos bancarios e industriales se ha caído en picada”, dice el volante, uno entre tantos, que me entrega un chico del Partido Obrero, a mí y a otras personas que hacen lo mismo que yo al recibirlo, miro y miramos el papel sin mirar, con un gesto mecánico, y lo guardo en mi anotador, y recién lo vuelvo a ver cuando llego a mi casa y me siento a escribir esto, y concluyo que hay palabras y gente que estuvo en el lugar que tenía que estar, aunque sea, casi, de modo subliminal, o a propósito.


Hipérbole

Son cinco mil personas, pero les cuesta conseguir un acuerdo que eche raíces mucho más abajo que la superficie que están representando todos juntos en la calle.

Hay rencillas internas en esta marcha que este mediodía repleto de humo y chorizos llega a la sede del poder político, con sus grandilocuentes equipos de sonido, con los agitadores multiplicando por cuatro las concurrencias reales, las de los empleados públicos y los docentes, con esas banderas y el sistema de privilegios y atributos que rige que alguien pueda portar una, con la machacante e interminable distorsión de la Bersuit (“Se viene el estallido…”), y con una euforia y un tono de voz que en los equipos de sonido trata de mitificar un presente que por el contrario, apaleado por la exageración adrede, entra en crisis, se pregunta a sí mismo si es tan así, nos pregunta o impone a todos si es tan así, y en el camino nos deja un poco más sordos.


Un ícono

Hay, con todo, un punto evidente de encuentro. Después, cuando hablen, cuando se suban a un camión, cuando cada uno diga lo suyo en los discursos (las proclamas sectoriales, las réplicas que serán carne de cañón de los titulares del papel, mañana, o de las radios dentro de un rato, o de los medios digitales, canon informativo que casi es sinónimo de "hora mismo", ¿no?), el único punto de unión en concreto, profundo, e indiscutido, algo que acaso no excede el ámbito de esta marcha, está vinculado a la muerte y a un pedido de Justicia. Si hay algo en lo que todos están de acuerdo, es en saber qué quieren que no pase.

Se constata, en cada marcha, desde el cuatro de abril de 2007, una reafirmación en torno a ese concepto. En la de este jueves cualquiera se resume en lo siguiente: dos pibes (no más de quince años) tienen unas mochilas negras que les llegan, por la espalda, hasta la cintura. Quizá sean estudiantes. Quizá sean hijos de algún docente, o militantes de izquierda. Lo que hacen tiene lugar apenas la marcha comienza a descomprimirse. Ya todos hablaron. Todos hicieron su, por decirlo así, negocio. Todavía el humo de los chorizos es evidente. Porque como dije: había cuatro parrillas funcionando a pleno. El caso es que estos dos chicos pegan fotos de Carlos Fuentealba en la puerta de la Gobernación. Primero una, luego otra y otra, después dan un paso atrás y en un gesto que imita el reclamo de mayor perspectiva que debe hacer un pintor o un escultor para ver cómo va quedando su obra, para verla en su totalidad, toman distancia para observar con más amplitud algo que es un símbolo: una puerta de madera, un rostro, un pedido de Justicia. La medida de lo que no se quiere más fijada por dos casi nenes, que en un típico gesto adolescente y no tanto, terminan sacándose fotos de ellos mismos pegando las fotos, cuando ya casi no queda nadie en la Gobernación, cuando la mujer que hace las papas fritas se come parte de las que le quedaron sin vender y su esposo se toma el último trago de la cerveza que ya se había ganado, mientras tira agua en las pocas brazas prendidas que le quedan en su parrilla.

(F.C.)
 
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  24 » Sep 2008
El cajero del horror
 


Como es fin de semana vas a ir al híper, aunque después no termines yendo, pero igual hay que ir a buscar plata al cajero automático, por las dudas, y hacerse el reproche anterior de por qué no se fue más temprano, con tanta salidera dando vueltas, con tanto tipo agazapado esperando que te equivoques, si puede pasar de todo, si puede que en el cajero no haya plata, porque todo el mundo tiene algo en qué gastar, y por eso los cajeros funcionan a full, y por eso puede suceder que encuentres en la pantalla del cajero, con su educación toda electrónica, que además de pedirte que por favor insertes la tarjeta, también te pida por favor, vuelva más tarde, que please lo hagas, porque ahora no hay tagui, guita, plata, cash, y te lo dice en cuanto idioma pueda decírtelo, haciendo hincapié en que sabe todos esos idiomas, y vos pensás en que sólo en contadas ocasiones hablás buen castellano, y entonces entrás ahora sí al hall del banco donde está el cajero, ya no en esa larga ensoñación previa que tuviste mientras ibas caminando al banco, y te encontrás con dos nenes, uno que tendrá seis años y otro que tendrá ocho, y la primera reacción que tenés es, claro, ver qué tienen en las manos, y si hay algún adulto con ellos, o si es una emboscada y hay cinco tipos que esperan que salgas a la calle, que primero saques el billete para tirársete encima, en una calle que ahora luce tan desierta, tan sin esos autos que a vos te costó pasar mientras venías para acá, y los nenes te miran, y vos mirás la pantalla del cajero, y entonces les decís hola a los nenes, ellos te preguntan si no tenés una moneda, ¿no tiene una moneda, señor?, dicen ellos, al unísono, un coro agudo, dolorosamente definitivo y suplicante a la vez, entonces hay dos ideas que piden paso entre tus pensamientos, primero te llama la atención que te digan señor, porque todavía no te sentís uno propiamente dicho, y la otra cosa es que te sentís un tanto hipócrita antes de decirles nada, porque lo primero que ibas a decirles es no, con una simple mueca, porque la verdad es que no tenés una moneda, pero dentro de un rato sí vas a tenerla, o no, tampoco, porque lo que vas a tener son billetes, y entonces decís ahora les doy algo, todavía con un dejo de tensión en el rostro porque la idea de un arrebato no se te fue del todo, tensión que acaso los dos nenes alcancen a ver, entonces lo hacés rápido, vas, pelás la taryet, mirás para el costado con un ojo, clavás clave en el cajero, rápido, medio con el cuerpo tres cuartos, cubriendo tu clave del cajero, y el cajero no te dice que vuelvas más tarde please, y quizá ves en eso una premonición, vos tenías que estar ahí para que los nenes se compren un chegusán, te lo decís, te asalta un halo todopoderoso que en el momento odias, porque lo cierto es que vos no pediste estar ahí, pero estás, medio de espalda a los nenes, y te parece que dejaste el flanco descubierto para que alguien (¿los nenes?) te clave un puñal, y te da por pensar que no, los nenes no, pero sí los que los hayan dejado ahí como señuelo, eso querés pensar en ese mejor escenario entre todos los nefastos escenarios posibles, un escenario en el que te negás a que la pérdida de la inocencia de esos nenes sea tan definitiva, y entonces te apurás, marcás un número, le decís al cajero que no querés recibo, agarrás la plata y separás un diez, y se lo das al más grande de los dos, ocho años, o trece con cuerpito de siete u ocho, momento para el cual ya entró una vieja rubia, con perfume caro, dulcísimo, vestida toda de negro, con la cara cruzada de surcos que le dejó el tabaco, una señora que está como viuda de parranda, como viuda con herencia por cobrar y que gasta a cuenta de eso, y te mira a vos, y mira a los nenes, y les dice: cómo se metieron acá, y vuelve a mirarte a vos: ¿vos les abriste?, y vos no le decís nada, y los nenes dicen que ellos ya estaban, como si súbitamente te defendieran, y la mujer mira con cara de llamar a la policía, intención que los dos nenes parecen adivinar, y pasa raudamente hacia el cajero, diciendo algo así como qué horror, en un medio tono, como para que no sea audible del todo, y los nenes y vos se miran, y la mirada de ellos te dice: qué sabe esta vieja del horror.

(F.C.)
 
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