23 » Nov 2024
Diario Río Negro
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Fernando Castro
Editor Responsable
 
  11 » May 2009
El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad
 


Cuenta Mario Vargas Llosa que Leopoldo II perpetró en el Congo una de las masacres más sanguinarias en la historia de la humanidad con la finalidad de llevar la mayor cantidad posible de marfil y caucho para el reino de Bélgica (1885-1906). Una de esas masacres que ponen en cuestión la palabra civilización, o cualquier otra que trate de definir el ambiguo orden estatuido donde los hombres suelen vincularse las más de las veces de forma escabrosa, si es que en medio están la religión o el dinero. Vargas Llosa lo dice en el prólogo de una edición de bolsillo que tengo de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y no es lo único que dice. Citando un libro (King Lepold's Ghost), un "notable documento sobre la crueldad y la codicia", señala que acaso el monarca belga debiera figurar, junto a Hitler y Stalin, entre los genocidas más sanguinarios del siglo XX, ya que serían unas cinco millones de personas las exterminadas durante el saqueo ocurrido durante su reinado.

Tuve la suerte de leer el libro de Conrad con el insustituible prólogo de Vargas Llosa, que posibilita un contexto histórico que permite apreciar mejor la magnitud de la novela.

En El corazón de las tinieblas, Conrad, que en ningún momento menciona a Leopoldo II (parece que en la edición original sí y fue editada), y no recuerdo que tampoco escriba la palabra matanza, o masacre, o alguna que lleve a pensar en muertes a gran escala, cuenta lo que vio en el Congo, donde permaneció seis meses trabajando para los tentáculos de una de las compañías que servían al monarca belga.

Le encomendaron la misión de adentrarse en la espesa selva para traer de regreso a territorios menos hostiles a otro agente de la compañía.

Y hay un ineludible parecido entre la trama del texto (a grandes rasgos: expedicionario se pierde con un barco en la selva para traer de regreso a un desquiciado recaudador de riqueza para la corona -Kurtz, interpretado por Marlon Brando en la película que Francis Ford Coppola dirigió basándose en la novela: Apocalypse Now) y ciertos aspectos biográficos del escritor y su estadía en África.

El libro, una novela relativamente corta, que puede leerse en una tarde de un solo tirón, es la crónica de una fuerza opresiva caracterizada por una ausencia estruendosa: el mal, sin nombre, que siempre está, y podría constituirse en la única explicación razonable para los ojos de alguien ante el horror: negros tratados en condiciones infrahumanas y blancos degradándose hasta el paroxismo.

Pero lo no develado explícitamente, el poder real que opera por ausencia, también es una atmósfera. Es decir, la tiniebla, la falta de luz, la presencia de la bruma, la humedad y el verde azulado y negruzco de la vegetación no disminuidos sólo a piezas de una geografía y un clima, sino más bien presentados como los componentes insuperables de una opresión fantasmagórica en sus efectos, y terrible por su ajenidad con el mundo fantástico (la otra explicación plausible para lo que no puede ser).

Hay, al margen de la locura, que es lo que también está en un primer plano de forma constante en el libro, una lectura política: la pregunta sobre qué es la barbarie (quién es el bárbaro). O dicho de otro modo: qué es la civilización y cuáles son los costos que permiten que se imponga.

(F.C.)
 
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  11 » Apr 2009
Leyendo a Casas
 


Otra vez Fabián Casas. Acabo de terminar dos libros de su autoría. O uno solo. Todavía no lo tengo muy claro. Escribo esto sin referencias anteriores de dos textos publicados en un solo volumen por Santiago Arcos Editor (mi edición es de 2008; desconozco si hay una anterior) bajo el nombre: Ocio seguido de Veteranos del pánico. Podrían formar parte de una novela, o ser dos cuentos largos. Da lo mismo. No es lo trascendente al hablar de Casas cuando escribe.

El libro me hizo reflexionar sobre un tópico ampliamente difundido en el periodismo cultural, y es: algunos escritores se la pasan escribiendo siempre el mismo libro. No es una referencia peyorativa. Sólo que algunos escritores vuelven una y otra vez a los mismos temas. Hay atmósferas a las que regresan y describen con infinitos disfraces en cuyas costuras a veces se deja ver más de lo mismo pero mejor contado, o con otra vuelta de tuerca.

Detrás de este (lisa y llanamente) engaño, en las mejores ocasiones hay destellos de buena literatura. Este libro de Fabián Casas cumple con eso.

Más de una vez Casas dijo que no usa la imaginación para escribir ficción. Que él no tiene imaginación para escribir. Si es cierto lo que cuenta en las entrevistas, y en sus textos más personales, algunos de los cuales están compilados en los Ensayos Bonsai, publicados el año pasado por Emecé, la verdad es que pareciera haber mucho de su biografía en sus ficciones.

Entiendo que algo así implicaría para algunos un atentado talibán a las huestes de la ficción. Sin embargo es suficiente leer cualquier libro de Casas, que además es periodista y poeta, y que es bastante sincero, cuando habla y cuando escribe, para verificar que lo que hace es darle unas pinceladas poéticas a personajes que tienen que ver mucho con él, su familia, y sus amigos. No hay nada más burdo y alejado de la verdad que pensar su literatura como variaciones, como mutaciones leves de una autobiografía acotada y presentada a cuenta gotas mediante todo lo que publicó en los últimos diez años. Porque la belleza no tiene nada que ver con los datos biográficos. Y cuesta bastante encontrarla en la realidad (no digo que no exista: digo que, sin predisposición para hallarla, cuesta toparse con un estiletazo de luz).

En los libros de Casas hay atmósferas, escenarios y personajes que se vienen repitiendo. A grandes rasgos, no habría mucha diferencia entre Los Lemmings y otros, un libro que está entre los mejores de cuentos publicados en los últimos quince años, y Ocio..., donde vuelve a las historias de barrio, a su familia densamente disfuncional, una familia en la que se habla poco y donde todos comen, adrede, en horarios diferentes, reservándose para sí mismos, para la intimidad de sus cuartos, la versión del resto que duela menos.

Porque Casas vuelve a la omnipresencia de su madre muerta, a su padre salidor por las noches, y su hermano con el que apenas habla. Vuelve a su facultad de Filosofía, y su escape a Brasil. A las historias de droga, y de dealers rockeros que toman cocaína en bares como milongas; a los libros y a las poesías escritas en servilletas. Regresa a lo mismo, pero más vuelto sobre sí, con esa prosa que debe ser difícil de conseguir, sencilla en su forma pero profunda en su búsqueda (y en el hallazgo) de nuevos sentidos ahí donde todo parece ser patrimonio de la más estricta normalidad.

(F.C.)
 
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  23 » Mar 2009
Los topos, de Félix Bruzzone
 


1. Además de ser una muy buena novela (elijo romper todo el suspenso de entrada para hablar de este libro), quizá lo mejor que escribió un "joven narrador" argentino en 2008, Los topos, de Félix Bruzzone, fija nuevas condiciones para la perspectiva que en adelante cualquier escritor podrá asumir cuando toque un tema crucial de nuestra historia: el del golpe militar de 1976 y el terrorismo de estado. Es una novela que a un lector desprevenido, a uno totalmente inocente, uno de esos lectores a los que los libros sólo le gustan o no, lo entretienen o no, puede llegar a atraparlo. Pero no es esto lo vital con lo que cumple; lo verdaderamente trascendente que la novela hace es sacar el tema de los desaparecidos de la órbita de algo que, sencillamente, podría definirse como la necesidad de denuncia. Algo que estuvo y fue necesario, pero que, además, habla del impacto de esos años, los setentas, en el campo intelectual y artístico. Y tal vez la palabra que mejor pueda definir la imposibilidad de abordar este tema de otras formas sea miedo. En todas las formas que el miedo puede tomar cuando alguien se sienta a escribir.

2. Hablar de un libro diferente –Los topos es uno– en este caso implica una mención a 33 años donde, por algún motivo, nadie pudo salirse, al tomar la última dictadura como tema, de la condena propia de las posturas políticamente correctas. Acaso esto y unas condiciones políticas todavía no dadas hayan impedido la generación de nuevos sentidos y la posibilidad de especular, durante la creación, con lo que pudiera haber al final de otras miradas sobre los años de la represión. (Antes que Los topos, parece haber sido el cine el que se abrió a estas nuevas perspectivas. Los rubios, una película de Albertina Carri, hija de desaparecidos igual que Bruzzone, es una prueba de eso.) Hablar de Los topos también invita a ver un videoclip mucho más dislocado que cuerdo de las tres décadas que pasaron para que este libro pudiera ser escrito. En este sentido, es un texto que sin mencionarlos, incluye dentro de la estructura que lo hizo posible a cada uno de sus acontecimientos políticos y el impacto que tuvieron en el imaginario popular y su mirada sobre los desaparecidos.

3. ¿De qué se trata Los topos? Es la historia de un hijo de desaparecidos. Lo dicho: Bruzzone mismo es uno. Por eso es fácil equivocarse y pensar que es un relato autobiográfico. Bruzzone escribe la historia de un hijo de desaparecidos que parce no creer tanto en la militancia a la que se entregan muchos otros en su situación, por ejemplo, siendo parte de HIJOS. De hecho, el protagonista del libro se ríe de una novia suya que, sin tener familiares desaparecidos, milita y le dice a él que la siga. Lo que Bruzzone sí parece desestimar es el marketing que subyace a esa pertenencia, un marketing del dolor cuando es ajeno. Los padres del protagonista del libro desaparecieron en la ESMA. Ahora (el presente del libro) se dedica a la repostería para sobrevivir con su abuela, que está convencida de que un día encontrará a su otro nietito, un hermano del héroe del libro que puede existir o no. El narrador se enamora de una travesti, que acaso también pudiera ser ese hermano suyo que tantas veces refirió su abuela. Esto configura una de las salidas más interesantes de la novela: la irrupción de gente que cree y disfruta de su sexualidad sin preconceptos, pero una sexualidad que implica, en parte, la irrupción de una nueva identidad. Esta ambigüedad está presente en la novela junto con otra, nunca expresada explícitamente: nadie sabe quién es hasta saber de dónde viene. Y ser el hijo de un desaparecido, tal vez tenga algo de eso.

4. Y lo mencionado: la novela y la literatura, como una instancia modificadora de la idea del dolor como testimonio único y más preciso de lo sucedido después del golpe y en los años siguientes. Algo a lo que Bruzzone alude con una mirada bien desde adentro, con la libertad y soltura del que habla con conocimiento de causa. Esta mirada, trágica y cómica a la vez, puede entenderse como una forma de crítica. Como si de este modo quisiera decir que un hijo de desparecidos, también, es alguien como cualquiera de todos nosotros. Y no un monumento que trata de sacarse los velos de tristeza que debieran vérsele al caminar por la calle. Y eso es lo que Bruzzone cuenta con una prosa clarísima, con un amplio registro de cómo hablan los tipos de la calle, en Buenos Aires o la Patagonia (donde el libro transcurre sobre el final) y con la poesía como herramienta para encontrar luz, en la ficción y acaso también en la realidad.

(F.C.)

A modo de bonus track, un cuento de Bruzzone, Ratas en el techo, publicado en No retornable.
 
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  11 » Mar 2009
La vida nueva, de César Aira
 


La vida nueva (Mansalva; 2008) es el último libro de César Aira, autor a cuya obra uno acude con la actitud del que va hacia una entrega. Una de esas delaciones con botín atrayente, camino riesgoso y final de todo o nada.

Aira escribe con un desparpajo que descoloca. Es dueño de una prosa por momentos elegante, por momentos exquisita, y por momentos chabacana (pero adrede, porque lo chabacano puede sumar dentro de una historia). Así le salen libros que pueden ser obras maestras y otros que podrían ser una cargada. No en pocos casos en una novela o cuento de su autoría confluyen las dos posibilidades.

Por eso su obra requiere del lector una dosis adicional de voluntad. Aira y sus lectores son todo un tema. El universo de éstos puede dividirse en dos: los que lo adoran y lo señalan como un genio, o como el escritor argentino vivo más importante o trascendente o digno de representarnos allí, en esos pasillos, oficinas y claustros donde se cocina y pasteuriza el gusto de lo que hay que leer, y están los otros lectores suyos, los que sostienen que escribió un puñado de libros buenos, y luego no dejó de copiarse a sí mismo por el resto de su obra. (Esto último lo dicen como si copiarse a sí mismo fuera tan fácil y como si escribir un puñado de buenas obras no implicara mayor dificultad.)

Creo que entre ambos extremos hay un punto medio integrado por verdades de ambos bandos. Pero al margen de este debate, lo cierto es que uno no puede más que asombrase por lo prolífico que es Aira, que dice escribir todas las mañanas, creo que en papel, a veces en un café de su adorado barrio de Flores, y que publica a razón de tres o cuatro novelas por año, desde hace veinte.

Uno puede hacerse adicto a las "novelitas" de Aira, del mismo modo en que uno se hace adicto a algo que, llegado el caso, puede hacerle mal.

Es decir uno ve en sus novelas situaciones, diálogos, escenas que rayan con lo bizarro, o que directamente lo son, y que quizá estén de más, y posiblemente aparezcan como elecciones desacertadas, finales alevosa y arteramente abruptos, resoluciones de tramas porque sí. Sin embargo en cada una de esas opciones que Aira toma asoma la búsqueda y la necesidad de decir algo nuevo. A veces incluso como imposibilidad: lo que está diciendo como la crónica de lo que en realidad intentó decir y no pudo. (La imposibilidad de enunciación como epifanía.) No una historia nunca contada, jamás mencionada, sino un ímpetu abriéndose camino, un bosquejo de nuevo significado que utiliza las palabras de todos los días para traer al mundo algo bien diferente.

Esa repetición, ese ambiente-loop en que a veces devienen largos pasajes de sus libros, que no en pocas oportunidades recuerdan a un disco rayado (a propósito, para ser oído una y otra vez: en el detalle de esa absurda reiteración hay claves ocultas para ser interpretadas), recuerdan a una de esas cifras que desde una lejana dimensión nos están queriendo hacer llegar en nuestros sueños más descarriados; una cifra-historia, además, contada con una prosa que no encuentra muchas dificultades para, cuando así lo quiere, esculpir belleza en la nimiedad.

La vida nueva cuenta la historia de un escritor inédito que vive postergado en la promesa de un editor con quien firma contrato para publicar su primera obra. Uno de esos jóvenes estrella, del que todos dicen que abrirá un nuevo rumbo. La edición se posterga hasta el delirio. Pasan años sin que la obra, de cuya trama nada se sabe, llegue a las librerías. El novel escritor tampoco hace mucho para cambiar esa realidad. Por capricho, por desidia, permite que el editor, que se deshace en promesas, que siempre está a punto de sacar el libro a la calle, lo convierta, al fin y al cabo, en un no escritor, en una promesa que se mira al espejo desvanecer con tortuosa lentitud. Creo que el libro, una novelita de las que Aira escribe en tres meses, es como uno de esos chicles a los que uno estira y estira y no se corta nunca. Una lección de cómo se estira una historia, una ostentación estilo Aira.

(F.C.)
 
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  02 » Mar 2009
La Novela Luminosa, de Mario Levrero
 


La Novela Luminosa puede parecer un libro excesivo. Me refiero al tipo de apuesta que materializa y no a la extensión del texto, pese a sus 567 páginas (la edición de Mondadori; la de Alfaguara, la otra disponible, más cara, no sé cuántas tiene).

La historia es a grandes rasgos la siguiente: Mario Levrero (y esto es verdad) se postuló para la beca Guggenheim y finalmente se la otorgaron. En su novela, en el prólogo, cuenta que un par de amigos que creen en su talento para escribir lo obligaron a hacerlo. Cumplieron con el tramiterío burocrático al que Levrero le esquivó tanto y hacen todo por él, que sólo tendrá que ponerse a escribir luego de acceder a la beca. Así podrá terminar una novela inconclusa que atesora desde hace 15 años. Esto debiera ser suficiente para ocuparse a tiempo completo en la finalizacion del libro.

Si uno debiera equivocarse y resumir en muy pocas palabras a La Novela Luminosa, creo que estaría bien decir que es el resultado de contar con minuciosidad un método, o mejor dicho, la sombra o el esqueleto de un método. Y ese método consistiría en deslizar oblicuamente (sin romper el hechizo, sin mostrar todas las cartas, pero dejando en claro que quizá Levrero las tenía todas en su poder) cómo hacer literatura de la nada. (No es casual que de Levrero también se diga que es un escritor de escritores).

La historia (caracterizada por la ausencia de una trama totalmente explícita), en este caso, es lo de menos. Y promediando el libro uno se da cuenta de que quedó un libro denso, pero por su proximidad a la verdad. ¿Hace falta decir que no hablo de la verdad como no ficción sino como lo que es bello y está siendo revelado?

Es un libro dividido en dos grandes tramos. El primero, titulado Diario de la Beca, en el que un narrador, el propio Levrero, traza un inventario de las fobias y obstáculos que él mismo se impone para postergar el momento de escritura del libro. Así, describe su lucha contra el insomnio, sus intentos que rayan la patología para contrarrestarlo, su afición desemsurada a la programación en Visual Basic (lenguaje con el que, por ejemplo, hace programas que le indican con un bip cuándo tomar uno de los varios medicamentos que consume), describe la enorme cantidad de novelas policiales que compra en las mesas de saldo de Montevideo (donde murió el 30 de agosto de 2004, a los 64 años), acompañado por mujeres siempre más jóvenes que él que lo sacan a pasear.

En todo este tramo, posterga hasta el delirio el momento de la escritura del libro que dejó inconcluso (el que sirvió de pretexto para recibir la beca), y esa postergación lo lleva a escribir centenares de páginas del diario… (Esa novela-precuela que de a poco le va quedando.)

Levrero hunde la cabeza en lo que debe haber sido su realidad diaria, y el botín que se lleva a superficie es, en su caso, lo mucho de literario que tiene la vida de un hombre triste y solo de 70 años, al que las mujeres se acercan como a un tótem rabioso (un tótem que parece quererlas a todas pero que se sabe observado como un maestro venerable más que como un seductor), y que también se sabe con unos cuantos días grises por delante.

La segunda parte, La Novela Luminosa, funciona como contrapartida, o como complemento del diario que se llevó la mayor parte del libro. Escrito en ese registro que corre los límites de la realidad hacia los de la ficción (o viceversa), Levrero hace literatura con algo que para cualquiera sería toparse de frente con un muro oscurísimo e infranqueable. Para él, un obstáculo así es suficiente para hacer literatura, y dejar una serie de parrafadas tan geniales como desconcertantes.

(F.C.)
 
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  20 » Jan 2009
Mi amigo Kafka
 


Entre otros motivos, Max Brod pasó a la historia por traicionar a Franz Kafka. Y la historia de esa traición es la siguiente: en su lecho de muerte, con la voz resquebrajada por la tuberculosis, Kafka le dice a Brod: “Quema todos los papeles, Max”. Corría 1924 y el lugar era una pálida habitación de hospital, en Viena. No está muy en claro el grado de compromiso que asumió el amigo incondicional en su respuesta, pero sí lo que sucedió después.

Brod hizo todo lo contrario, no sin antes darse un atracón con los textos de K. que él todavía no había leído. El movimiento lo hizo caer en el mismo análisis recurrente. Confirmó una vez más que la luz y genialidad de Kafka eran tan fáciles de comprobar presenciado su pasmoso silencio como leyendo cualquiera de sus textos.

Con este antecedente entre cejas, Kafka (Emecé; 2003), el libro que Brod publicó en 1937, también puede leerse como la historia de las razones que sustentaron la traición, acaso uno de los tres o cuatro motivos por los que la literatura del siglo XX terminó siendo lo que fue. El libro de Brod se nutre de sus diarios y los del autor de La metamorfosis, de cartas y notas escritas junto a las velas de la noche de Praga, con la impronta del amor y la admiración que le profesó en vida a Kafka y aún después, una actitud que también le fue correspondida.

Hay una serie de revelaciones en su biografía, por momentos también un profundo y lúcido ensayo. Pero tal vez ninguna tan cautivante como la del pasaje que describe el tránsito de Kafka de simple ser hipersensible, detallista y atribulado, a sujeto que a regañadientes desprende primero los velos de su magnitud espiritual y después los de parte de su obra.

Enriquecida con tres apéndices, uno de dibujos, una crónica (“Los aeroplanos en Brescia”) y otros dos testimonios de amigos del creador de El castillo, la biografía, también un decálogo de frases y un álbum de postales fáciles de imaginar, alcanza por momentos el tono declarativo del miembro fundacional de un club de fans.

Brod, que se convirtió en autor editado antes que Kafka, parece asumir mucho más enaltecido que humillado el rol histórico que le tocó cumplir.

Y es fácil pensarlo sumido en la urgencia de narrar al mundo lo que vio, escuchó y festejó, incrédulo primero y feliz e igualmente incrédulo después. Esa es la dulce sensación que subyace a casi toda su biografía.

Pero es inteligente y entonces guarda algo de lugar para la controversia. Por ejemplo, sienta posición y suelto de cuerpo se anima a cuestionar la visión de Kafka sobre su padre, un conflicto al parecer más conocido que muchos de sus textos.

Después, lo de siempre. La intuición de su amigo para preconcebir el rumbo que tomaría la historia, pero antes que nadie y dentro de sus relatos y novelas; su familia y sus relaciones amorosas vistas como un esperpento en mutación constante, despertándole simpatía o terror según su humor del día; pero antes que todo lo anterior, su capacidad para bucear y emerger con un principio de sonrisa y contar cómo es el abismo, cualquier abismo.

Es decir, cómo Kafka le encuentra el abismo a cualquier cosa. Esto es lo que cuenta, más bien, Brod, en su libro.

Y por eso su exaltación.
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(F.C.)
 
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  05 » Jan 2009
Un cuento de Mairal
 


Pedro Mairal acaba de subir a su blog, El señor de abajo, un cuento de su autoría que integra la antología de nuevos narradores argentinos, "En celo". Es, tal vez, el mejor texto de este libro que tuvo a Diego Grillo Trubba como uno de los antólogos.

Parte de estos cuentos, además, pasarán a dar sustento a una serie de cortos cinematográficos, que se rodarían a partir de este año.

El cuento de Mairal, a quien el "gran público" puede llegar a conocer más que a otros de su generación (es autor de "Una noche con Sabrina Love", novela con la que ganó el premio Clarín), se destaca por ser el más contundente, no confundir con eficaz, entre los que integran la antología editada el año pasado por el sello Reservoir Books, de Sudamericana. En su estructura, es casi un cuento clásico, algo que en apariencias no se nota tanto por el uso del lenguaje, de las palabras. Lo cierto es que Mairal se las ingenia para escribir sobre sexo, de una forma explícita y no exenta de belleza, mientras en un segundo plano un tanto mentiroso, termina metiéndose con el tema del desarraigo. Es decir, de una forma poco habitual, accede, en definitiva, a un tema tocado de muchas formas a partir de la crisis argentina que eclosionó en diciembre de 2001.

Leí "En celo" hace varios meses. No tomé notas; pero recuerdo que me pareció una antología dispar, con cuentos buenos y otros directamente malos que invitaban al olvido. Ninguno llega a ser genial ni obliga a estar atento acerca de qué tendencia o escritor podrá ofrecernos algo diferente en los próximos años -y ahora-, aunque finalmente termine por suceder. La idea general que le queda a uno es que son escritores que están formándose.

Con todo, cumple con dar un pantallazo de cómo y qué escriben parte de los narradores que nacieron en los años setentas, y que en su mayoría utilizan el formato que les ofrece el blog para dar a conocer sus ficciones.

Es la misma plataforma que también les permitió esquivar la tendencia de las grandes editoriales a publicar solo nombres que garanticen cierto margen de ganancias, me refiero a los consagrados, y cada tanto algún que otro narrador nuevo, por lo general surgido de un concurso.

(F.C.)
 
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  15 » Dec 2008
Raymond Carver y el mundo como una amenaza
 


"El mundo es una amenaza para muchos de los personajes de mis historias. La gente que elijo para escribir siente una amenaza, y creo que la mayoría de la gente siente al mundo como un lugar amenazante", dijo alguna vez Raymond Carver, uno de los cuentistas imprescindibles a la hora de abordar la enorme historia de la literatura estadounidense.

Su afirmación tiene, fundamentalmente, una razón determinante. Y es que Carver (1936-1988), como un puñado de sus contemporáneos, observó que los límites del "sueño americano" comenzaban a contraerse, y acaso el gesto siguiente a esta percepción fue contarlo todo con una crudeza con pocos antecedentes entre los escritores de su generación: Carver es, ante todo, las pocas palabras que le bastan para patearle el pecho a alguien, y es el dueño de una obra próspera en silencios que de todos modos terminan leyéndose.

Carver -así- como escritor de historias en cuyo germen se encuentran varios tipos de violencia y que transcurren en centros urbanos que parecen difuminarse entre el humo que emana de fábricas a punto de cerrar y los quejidos borrachos de quienes trabajan en ellas. Es decir, fue uno de los encargados de poner en palabras lo ya perfectamente visible: que las promesas de la época dorada hollywoodense no se podían cumplir tan fácilmente, que la vida en general empeoraba. Y precisamente porque el mundo se tornó cada vez más peligroso es que los personajes de Carver lo presienten.

Esta idea central es la que subyace el grueso de sus cuatro libros de relatos: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), Catedral (1983) y Tres rosas amarillas (1988).

Prodigio de la concisión, en el primero de los libros Carver escribe cuentos con la resaca sangrienta de la guerra de Vietnam y con un inminente estallido nuclear latente en las pantallas de tevé de los desocupados del primer mundo (sus latas de cerveza, su fútbol americano, sus concursos televisivos antes de ir a dormir).

Decir esto puede llevar a confusión: si bien el tema de Carver no es la guerra, en sus cuentos se trata de asistir a cómo opera una en el plano del lenguaje. Se sabe: el reguero de secuelas económicas, políticas y sociales y cómo eso puede quedar plasmado en un diálogo sin que un personaje deba decir la palabra "bomba". Así lo que se lee es una senda de escenas-polaroids que son prueba de determinada puesta en crisis.

El libro fue escrito durante unos 15 años de infatigables correcciones. Son cuentos escritos con un lenguaje sencillo y preciso. Narran situaciones corrientes, y, otra vez, se muestran tan poderosos en lo que callan como en lo que dicen, y tal vez esta sea una de las razones por las que adquieren, por momentos, un rasgo perturbador.

Sus personajes huelen a whisky y cigarrillos; hay, por caso, parejas épicamente disfuncionales, gente asistiendo ácidamente a su postergación en el tedio de su existencia diaria; cazadores de algún pueblo olvidado, vecinos envidiándose lo poco que tienen, perezosos aprovechándose de sus esposas, y adolescentes de 40 años que no pueden independizarse de sus padres.

Con un apacible y lacerante escepticismo, y con una técnica directa como un flechazo, por fuera de cualquier adorno estilístico, Carver le da vida a un coro de perdedores anónimos, que a cada paso parecen preguntarle al mundo por qué se olvidó de ellos.

(F.C.)
 
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