Distintas y valiosas versiones de un gran tema de Bob Dylan.
Un niño de apenas once años se sube corriendo al vagón de un tren en marcha y comienza a relatar su muy particular historia. No es fácil concebir que un crío albergue tantas experiencias dentro. Ha sido músico toda su “larga” vida. Ha sido pianista. Guitarrista. Compositor de éxito. Pudo, incluso, según sus propios dichos, haberse convertido en millonario junto a cierta gente. ¿Cómo es que andas por estos lados?, le preguntan dos vagabundos que le sirven de espectadores. Entonces el chico mira hacia la hierba del campo como si fuera una correa sin fin. “El descuido”, dice y se queda en silencio. Corte. Otra escena.
La imagen que describo viene de una de los tantos momentos que componen “I am no there”, una biografía de Bob Dylan que no tiene nada de tradicional y en la que la figura del músico es representada por diversos alteregos interpretados a su vez por sobresalientes actores. La escena adquiere mayor sentido a medida que el filme avanza: el pibe es la génesis y la prolongación de este enorme cantante americnao.
De un modo misterioso aunque real, Bob Dylan ha sabido traducir en sus canciones las almas de muchas otras personas. Solitarios perdedores y ambiciosos hombres de negocios, mujeres trabajadoras de sol a sol y hombres de manos grandes y corazón puro. Gentes. Gentes de aquí y allá.
Imposible no ver en Dylan al menos un aspecto de uno mismo. Un fragmento de quien se ha sido o de quien uno quisiera ser. La mente de Dylan parece contener un basto continente de experiencias y sensaciones. Es, en algún sentido, la sabiduría borgeana en clave de relato musical.
Su letra es ilustremente callejera y reveladora; y su música una energía que parte de lo simple y se pierde en el horizonte de lo complejo para luego volver llena de sorpresas.
Pero todo esto ya ha sido dicho y seguramente lo volverá a ser muchas otras veces.
Leí por ahí que Dylan tiene una marcada predilección por el western y por geografías como Texas. Lo desértico. Lo puro e inexplicable que es propio de la inmensidad.
Claro, uno se imagina a Dylan más como un habitante de la moderna Roma, Nueva York, que arriba de un caballo. Pero ahí lo tenemos con su sombrero de dos alas metido hasta las orejas, viendo clásicos de John Ford y sintiéndose un orgulloso hijo adoptivo del Oeste americano.
Entonces Dylan, como en sus canciones, comienza a trascender la fotografía del trovador que sobrevivió a los años de protesta y la “electrificación” del folk. Ahora también es un cowboy. Y el habitante marginal de una ciudad super poblada. Y el chico aquel que una vez fue un músico en Minessota. Y una estrella a la que nadie entiende pero todos pretenden traducir. Y un modelo de conducta al revés. Y un heredero de Rimbaud en una sociedad en la que a nadie le importa un pito quien es Rimbaud. ¡Y un amigo bastante cercano de George Bush! Un fugitivo (el mismo que terminó hace unas semanas preso en una comisaria porque los policías de Long Branch no le creyeron que él, Bob Dylan, era Bob Dylan). Un hombre hijo de muchísimos otros hombres y mujeres. Un rolling stone.
Diccionario de la vida, compendio de fórmulas para seguir vivo, embrujo que es todos los embrujos, manual para principiantes y avezados, como Zaratustra, un libro para todos y para nadie. Su obra nos inspira, nos salva y nos proteje del frío igual que un fuego nocturno en medio de la nada.