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Si la ropa es una segunda piel, siempre estamos desnudos.
No cesará hoy la discusión acerca de la verdadera importancia que tiene la vestimenta en nuestras vidas. Sin embargo, a riesgo de resultar frívolo, diré que la ropa ofrece una oportunidad de redensión única en su tipo.
Es un conjuro contra el aburrimiento y la uniformidad.
Contrariamente a lo que se piensa la elegancia no se hereda. Se aprende. No viene con la sangre sino que crece bajo el mismo sol que el lenguaje. Decir que se tiene estilo desde la cuna equivale a asegurar que la pasión por los libros, por ejemplo, se impregna en los colegios privados y en las casonas coloniales.
No, un buen lector puede adentrarse en Shakespeare y Borges así haya crecido en una isla del fin del mundo. Donde hay un libro hay también un pasaje secreto hacia la libertad.
El buen vestir, como el buen como comer, como el buen leer, y como el buen escuchar, llegan a nosotros con rigurosa disciplina.
El estilo es materia de estudio. Y no está vinculado directamente con la riqueza. Cultivar la belleza de espíritu y la sensualidad personal es un asunto dejado nuestro arbitrio.
Hace unos días fundamenté mi punto de vista en forma de poema:
“Lo que no te ha otorgado la belleza natural, lo resuelve el estilo.
Lo que no te han enseñado tus tutores, las escuelas trilingües y las universidades de siempre, lo obtendrás de los libros.
El idioma que no hablas hoy, si te empecinas, lo hablarás en dos años y gratis con la BBC on line.
Los países que no conoces aceptarán tu mochila liviana y tu falta de dinero, a cambio de que seas sigiloso y alegre.
Las personas que ahora te ignoran, aceptarán un día tu gusto, tu voluntad y la sabiduría de tu verbo.
Te inventarás a ti mismo cuando lo desees en lo más profundo de tu corazón.
Tus manos tendrán el aroma de las flores Kenzo.
Tus ideas fundarán un nuevo proyecto.
Imagina.
Dibuja sobre tu piel.
Crea con paciencia la mayor de tus riquezas”. |
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