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Suena estandar. Suena obvio. Suena kitsch. Pero lo digo igual: no hay una exclusiva forma de amar. No se ama sólo como en las novelas -las de papel, los folletines o las de los culebrones caribeños-, de un modo voluptuoso y dramático. No se ama unicamente como en las películas -las típicas dedicadas al romance con dos superestrellas de Hollywood-, a los saltos pero proyectando un final feliz que todos esperamos.
Se ama como se puede. A veces incluso como se debe. Se ama y al mismo tiempo se traiciona. Se ama y, por supuesto, se odia. El amor es entregado al otro de los modos más extraños: en bandeja de plata, en el cuerpo de una adivinanza, como una transacción ¿justa? o como quien deja caer un cuchillo filoso sobre unas manos desnudas. Afirmando que se ama, se regala el alma. Se sellan contratos con sangre. Se confía de un modo pleno y hasta el límite del ridículo.
Creemos en el otro como nunca hemos creído ni siquiera en nosotros mismo. Lo convertimos en una proyección. En un dios a domicilio. En una entidad accesible. Lo ungimos de placer. Lo condenamos al dolor. Si nos falla, si nos clava ese puñal que siempre ha estado allí, latente, sentimos cómo la grieta de lo siniestro nos posee. Y lo que creíamos unido, se divide y se pierde.
Se ama a los ponchazos. Se ama sin razón aunque seamos capaces de argumentar mil y un fundamentos para depositar tanta energía. Tanto calor. Se ama sobre todas las cosas porque sí. No digas que tiene cuales o tales ojos de gata, que su cuerpo te recuerda a la musa de un cuadro o que cuando sonríe ilumina el mundo. No es la suma de los atributos el combustible del amor. Es, primero, el secreto. Un enigma que vive entre sombras y que jamás debe cruzar el umbral.
¿Cuando realmente estamos siendo víctimas o depositarios del amor? ¿En qué momento podemos afirmar que, si, que amamos, que nos aman?. La idea viene del psiconálisis.
Sabemos que amamos, cuando obramos por encima de nuestras posibilidades, cuando vamos de dónde no venimos y somos capaces de dar más de lo que tenemos. Cuando dejamos de ser para inspirar, iluminar, alegrar o contener al otro.
Yo leí por ahí (y un colega me dijo que no lo entendí pero que mejor así) que amar es dar lo que no se tiene. Y entiendo que dar lo que no se tiene, es la suprema forma de dar. |
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