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  07 » Jul 2009
Un cuento de Alejo Stopansky
  El hallazgo

Esa tarde emprendí el viaje con un destino impreciso. Sabía que estaba en las afueras de la ciudad y se podía ingresar a pie o a caballo. Durante el trayecto supuse que los vientos del otoño habrían removido la arena fina que suele depositarse. Me convencí de que la exploración no iba a resultar más trabajosa que de costumbre, con independencia de los resultados, porque uno suele buscar y a veces, muy pocas veces, quizás las menos, halla algo.
Estacioné a unos metros de la ruta. Tomé el bolso con mis herramientas: unos cepillos, recipientes para guardar lo que podía encontrar en el día; una lupa y una botella con agua. Marché despacio por la senda que iba directo hacia el picadero de flechas indígenas. Creo que como a unos dos kilómetros está el cementerio de esa tribu.
El entrecortado silbido del viento entre las bardas entorpecía el silencio del lugar. Del bolso saqué el plano que Marcos improvisó y, por eso, ni siquiera precisé de la brújula que llevaba en el bolsillo izquierdo. Era exacta a referencia al árbol petrificado. Había también un verdoso matorral en medio de unas planicies sepias. Comencé a andar en dirección a él, a paso seguro, sin perder de vista las piedras que bordeaban la huella.
Las matas habían crecido en una elevación del terreno y desde allí logré observar la inmensa extensión. Hice un ligero reconocimiento de la zona que me interesaba rastrear. Dejé el bolso en el piso y escuché una fuerte descarga que parecía de un arma de fuego, pero resultó que el eco no iba menguando en su intensidad. Otra retumbó de inmediato y tuve la sensación de que había detonado desde más cerca de mí. Supuse que se trataba de un cazador. La última impactó a unos escasos metros ocasionando un hueco en el suelo, del tamaño de una pisada de una animal, con una cruz arqueada por encima. Me tiré de golpe y empecé a hundirme. Intentaba pararme pero a mis bruscos movimientos la superficie seguía cediendo.
Estaba bastante agitado y con casi todo el cuerpo cubierto de tierra, con ese olor particular a la tierra seca y removida. Me podía mover, pero me quedé quieto, tratando de calmarme. Levanté la vista y divisé el cielo desgarrado de nubes rojizas. Me pregunté por qué alguien querría dispararme.
Irrumpió un sonido extraño, semejante al chirriar de un insecto, que se hacía cada vez más perceptible. Vi dos figuras altas, de esqueléticas formas humanas y desnudas. No tenían cabellos y la piel era de un blancura ósea, con ojos oscuramente intensos; dos minúsculos puntos negros a la mitad de lo que era la cara. También le faltaban bocas y orejas. Ellos eran los que emitían ese ruido, lento y grave: «Urmrrr», «urmrrr», «urmrrr». Se acercaron a mí. Se arrodillaron junto a la boca del pozo en el que yo me encontraba sentado, como si fueran a introducirse. Después se miraron entre ellos e hicieron lo mismo conmigo. Yo sentía que sus ojos me hacían arder la frente. Me escondí bajo el ala del sombrero porque no quise seguir mirando. Me acordé que hasta en los animales eso importa un desafío. El sonido comenzó a perderse despacio, disminuyendo el volumen. Cuando dejé de oír me levanté con cautela. Alcancé a mirar por encima de la fosa y, parado, me di cuenta que la profundidad me cubría hasta la cintura. Junté fuerzas y conseguí salir. De los dos seres no había un solo rastro. También desapareció el hueco que tenía a unos metros, el de la cruz. Corrí con toda la velocidad que pude, sintiendo como el bolso me golpeaba en la espalda.
Me alivié al comprobar que el vehículo permanecía en el lugar en el que lo había dejado. El temblor de las manos hizo que me costara meter la llave. Quién podría creer lo que viví en ese tiempo. El regreso fue interminable.
En casa aún sentía las palpitaciones en las sienes; la sangre bulléndome en los ojos. Me tenía que duchar para sacarme toda la tierra que tenía adherida al cuerpo. Algo duro y pesado sonó cuando el pantalón dio con el piso. Lamenté que se tratase de la brújula, pues es uno de los pocos obsequios que conservo de mi abuelo. Metí la mano en el bolsillo, palpando la arena, sintiendo como las granos se me incrustaban por debajo de las uñas. Era eso, la brújula, con la aguja enclavada en el Estenordeste y, debajo de ella, una punta de flecha que jamás había visto. Una punta de flecha de cristal, tallada con extraordinaria simetría.
 
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