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Todo el asunto, el secreto, es acerca de adónde te lleva el relato. A qué paisajes, a qué aventuras y con qué motivos. Cuales son esas palabras que sirven a modo pócima. De infalible seducción.
Es de noche y tirado en mi flamanete colchón que ahora llamo cama, me entretengo leyendo “Moby Dick”. Si, “Moby Dick”, la obra maestra de Herman Melville.
Me subo a su barco. Me hago arponero. Me siento al lado de ese enorme negro que fuma desde la punta de su arpón. Soy un soñador inexperto. Un cobarde y un pretencioso despojado de malicia. Un loco. Un buscador de horizontes perdidos. Un aventurero.
Se hace tarde, mis ojos inyectados se cierran. Recuerdo al pasar que Melville es pariente de Moby. Pero no sé donde tengo los buenos discos de ese músico extraño y calvo.
Cierro “Moby Dick”, le beso los pies. Nos vemos en otra madrugada, le dijo al libro. Mientras me duermo, lo añoro. Siento nostalgia del sabor de la sal del océano y el viento en mi cara.
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