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El deseo del otro. Aquel sobre el que depositamos nuestro deseo siempre desea a otro. Es una ironía de las tantas a las que nos tiene acostumbrados la vida. Ese alguien sobre el que mantenemos firme la mirada hace exactamente lo mismo pero con alguien más. Miramos pero no somos mirados por quien miramos. No somos nunca enteramente correspondidos. Hay ocasiones, raras, en que dos desconocidos terminan mirándose entre sí. Y sostienen esa posición por un tiempo hasta que la energía decae. Se agota. Entonces, nuevamente iniciamos una búsqueda. Somos amantes obsesivos de seres que no pretenden devolver el gesto. No tienen porqué. Esto tiene un explicación: este sistema doloroso hace fluir el amor, el deseo, la ansiedad de la piel ajena, como quieran llamarlos. Es un llamado superior que nos induce a prolongarnos. De otra manera estaríamos encerrados en un círculo y, al fin de cuentas, perdidos.
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