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Por Alejo Stopansky
Me agradan los autores japoneses. De los que he leído mi preferido es, sin duda, Yasunari Kawabata; el estilo de otros es harto provechoso: Kenzaburo Oe y Haruki Murakami. Aún no he podido dar con un clásico: Shikibu Murasaki. Y es que son tantos.
Toca a Aruki Murakami, del que sólo leí tres de su vasta obra: “Crónica del pájaro que da cuerda al mundo” (1994), “Kafka en la orilla” (2002) y “Sputnik, mi amor” (1999), novela cuyo nombre nos preludia una arista —de las tantas— de esa pasión. Sputnik, en ruso, es “compañero”. Se puede hallar en esta ciudad “Sauce ciego, mujer dormida”, una reciente retahíla de relatos.
En el recordado trance de este epígrafe, ¿oscilamos sideralmente? ¿Cómo y cuánto nos influye el desamor? Vértices escarlatas. En “Sputnik, mi amor”, creo que Murakami los trata y desgrana con tres de los seres que allí plumea y las situaciones en que los describe; quizá, con los progenitores de dos de ellos también.
Más de una vez concita a “aguzar el oído”. Esto no es casual para quienes disfrutamos del jazz, género (¿?) que el escritor, dice, le enseñó todo (entrevista de Juana Libedinski, en adncultura, del diario La Nación, 15/09/2007).
En “Sputnik…” hay, además, dos reseñas a la disipación que experimentamos los seres. Nos esfumamos. Desambiguamos así estos raros fenómenos que nos depara la vida y acaso esté allí la necesaria perspectiva de nosotros mismos. ¿Soñamos o soñamos con soñar?
Módicamente convido al leedor a ojear las páginas de esta novela sin olvidar, claro, un proverbio japonés: “La visión sin acción es un sueño; y la acción sin visión, pesadilla”.
Quedará aguzar el oído.
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