Hay cierto tipo de libros y de canciones que, sin más, se transforman en un hallazgo. Nos volvemos conscientes de esto cuando descubrimos que el autor, de la música o de la letra, expresa con facilidad y emoción aquello que nos viene sucediendo desde hace años u horas pero que no habíamos sido capaces de expresar por nuestros propios medios.
El encuentro se convierte en un vínculo luminoso. Alguien dice por nosotros, incluso mejor que nosotros mismos, aquello que manteníamos atado en el interior del alma. Acto seguido, como escribió alguna vez Salinger, te dan ganas de llamar al autor por teléfono.
Esto me acaba de ocurrir con un libro que a su vez me remite a una canción o un puñado de canciones, en realidad.
Hace unos cinco años que Nick Hornby escribió "31 canciones" (Anagrama), pero, al menos en mi caso, me enteré de esta maravilla 48 horas atrás, debido al gesto de una amiga. El libro contiene micro-ensayos dedicados a canciones que lo han acompañado a lo largo de su vida. Algunas me resultan familiares, otras no tanto, el resto, nada. Hay temas de Rod Stewart, Bob Dylan y Bruce Springsteen, entre tantos artistas del pop y el rock.
Una de las canciones mencionadas por Hornby, "I am like bird", de Nelly Furtado, fue la que me hizo clic. Ya sé, no se trata de la Novena Sinfonía ni de un clásico de The Beatles o los Rolling Stones. Es apenas una pequeña canción en la historia de la música dentro de la que uno puede encontrar cientos, acaso miles de canciones mejores. Sin embargo, ésta es la que puso en el Top Ten a una piba canadiense de hermosos ojos verdes y de voz que parece siempre a punto de quebrarse en un llanto inconsolable.
Lo cierto es que hace un tiempo me descubrí, como a veces ocurre, escuchando por las noches la canción de Furtado hasta agotar su efecto hipnótico para luego irme a dormir. Algo que no ocurría sin antes ponerla en el aire unas 10 veces. Mientras digo esto recuerdo las palabras de Hornby, quien defiende el tema, recordando que por los días en que escribió el libro estaba completamente obsesionado con su sonido. Necesitaba absorberla completamente. Y supongo que así lo hizo.
En eso estamos acá: exorcizando tal pasión.
El libro de Hornby me ha hecho repensar mi relación con la música en estos años en que ya no soy un joven. Su libro me impulsó a un acto mucho más pueril, acercarme, igual que hace un año, a la canción de Nelly Furtado. Con la ayuda de internet, he podido enriquecer el sonido que guardaba en mi memoria.
Escuché no menos de 15 versiones distintas del mismo tema. Mis fuentes fueron, youtube.com, por supuesto, y algunos sitios en los que puedes obtener música gratis sin necesidad de bajarla.
El raro placer que me produjeron estas breves experiencias justifican mi entusiasmo, si bien no lo avalan frente a oídos ajenos. No sé si Nick Hornby pretendía esto con su libro, pero es lo que pasó.
Sin embargo, no volví realmente al tema original. En la net encontré en su mayor parte versiones acústicas de "I like a bird", un formato que requiere un esfuerzo extra de parte de los artistas que se atreven a él. Apenas acompañada por una guitarra o un piano, Nelly Furtado alcanza momentos interpretativos realmente hermosos. Probablemente porque debe ir más allá de su naturaleza y del convencionalismo que implica cantar un tema pop en estudio.
"I like a bird" es una canción sin pretensiones. Su letra habla de una chica que no sabe dónde está su alma ni su verdadero hogar. Y un día cualquiera volará hacia el horizonte en busca de otros climas.
¿Hace falta algo más para que una canción nos robe por unos minutos y nos traslade a un territorio de ensueño? No importa tanto lo que hace especial al tema en cuestión como aquello que nos sucede cuando lo escuchamos. Y no puedo olvidar aquí canciones como "No difference" y "Rollercoaster" de "Everything but the girl", que causaron en mí un efecto similar: una breve pero profunda expedición hacia el otro lado del espejo.
Antes de que la fuga premeditada dé inicio, Nelly Furtado canta: "You're beautiful/That's for sure/You'll never ever fade/You're lovely/But it's not for sure/That I won't ever change/And though my love is rare/Though my love is true/I'm like a bird".
Entonces dejo, como ahora, que el tiempo pase. Tal vez de eso se trata la libertad: de naufragar en el océano de una canción pop.
Hace unos días le hice una entrevista a Hernán Casciari. Saldrá publicada este domingo en Cultura y Espectáculos. Les dejo un adelanto.
-Muchas veces al leerte, se me ocurre pensar que este ejercicio de tuyo de exorcizar tu nostalgia mediante una mirada filosa de la realidad española, sería imposible en la Argentina. No puedo imaginarme a un español en tal posición de poder, desnudando la Argentina y los argentinos desde su casa en Buenos Aires.
-"¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de suspicacias y de narcisismos", decía el filósofo Ortega a principios del siglo XX, y después nos daba un hermoso palo en la cabeza que, históricamente, hemos aceptado. Y es que, si te lo ponés a pensar, nos gusta que ciertos españoles —los que admiramos, no todos— vengan a casa y nos muestren algunas miserias nuestras. Pienso también en Serrat, en Vázquez Montalbán, en Sabina. Camilo José Cela fue también muy crítico con nosotros. Y Jesús Quintero a finales de los ochenta. Es una práctica común que aceptamos de buena gana, en tanto esté mezclado con el amor. Claro, que si viene Enrique Iglesias a decir que el Riachuelo tiene olor feo, yo creo que lo cagamos a trompadas entre todos. Pero si lo dice Arguiñano, qué sé yo, bajamos la cabeza y aceptamos. -Todo esto para preguntarte ¿Qué tal tomaron los españoles tu libros como "España, decí alpiste", y tus escritos en general? ¿Te quiso alguien agarrar a trompadas?
-Acá ocurre algo particular. Por ejemplo: si un catalán hace una crítica a la España toda, lo masacran. Lo mismo si la hace un vasco. Aquí nadie parece poder reírse de España en general. Sí es posible que cada comunidad autónoma se ría de sí misma, pero no que venga alguien de la provincia de al lado a hacer el chiste. Lo matan. Pero en cambio aceptan mejor la crítica foránea. No porque la comprendan o la asimilen, sino porque entienden que no se hace desde ninguna región interna conflictiva. A mí me perdonan, sospecho, porque no nací en ninguna de sus heridas abiertas. -Un lector, escribió en un comentario: Casciari nunca se repite, y es verdad, nunca lo haces: ¿Me puedes contar algo acerca de tu método de escritura, sobretodo el de estas columnas que tienes semanalmente en Orsai y que aparentemente mezclan realidad con ficción?
-Creo que si algo funciona en una sobremesa trasnochada, puede funcionar alegremente en el papel. Un enorme porcentaje de los textos de Orsai son un resumen de lo que les conté, medio borracho, a un grupo de gente que había venido a cenar a casa. En general, mi único aporte literario es intentar que el discurso escrito no pierda la espontaneidad de lo hablado, de lo compartido. Casi siempre, en mitad de una conversación nocturna, me levanto de la mesa y anoto cosas en una libreta que está imantada a la heladera. Son sólo ideas para no olvidarme. Me nutro muchísimo de las sobremesas. Los originales de Orsai son orales. Escribirlo ya forma parte de la corrección. Entonces suelo elegir siempre temas que han sido testados por la risa de la gente que tengo cerca. -Esta es una pregunta que se le puede hacer a una modelo de Pancho Dotto, pero en tu caso me interesa desde lo creativo "¿Te cambió el éxito, Hernán?" (y abro los ojos desorbitados). Es decir, cómo ha influido tu nivel de exposición creciente en tu trabajo como escritor o periodista. ¿Lo hizo más sencillo? ¿Más difícil? ¿Más aburrido? ¿Te sentís especial cuando vas a la máquina?
-Mi exposición sigue siendo virtual, es decir, falsa. Escribo desde casa, los contratos me los mandan por mail y, una vez firmados, le digo a mi mujer que por favor me lleve el sobre al Correo. A veces hablo por teléfono con alguien que no conozco, muy de vez en cuando, y no voy a ninguna parte que me invitan a no ser que sospeche que me voy a sentir cómodo (o en el caso de que se trate de una gira de promoción gestionada por la editorial; de ésa no zafo). Quiero decir: no soy muy de salir. Y creo que el éxito no existe si no lo ves. Yo desde acá, desde casa, soy un gordo en piyama escribiendo boludeces. El éxito y yo no tenemos nada en común, y eso me ayuda a escribir para la misma gente de toda la vida: mis viejos, mi amigo Chiri, mi mujer, y ahora de a poco mi hija, que empieza a tener entendimiento. -Hace tiempo que, como tantos, me vengo diciendo, al leer algunas de tus columnas o textos que aparecen en revistas locales, o en el mismo blog que tienes en El País, "pero que hijo de p..., cómo escribe este tipo". Bueno, mi pregunta es si vos mismo sos concientes de ese talento.
-(Te agradezco en nombre de mi mamá, antes que nada.) Creo que sí, que reconozco cuáles son mis puntos fuertes, y los utilizo para narrar. No importa si es ficción auto referencial, crítica televisiva o columna periodística de opinión. Suelo tener una entonación idéntica cuando manejo una primera persona que me involucra. Y creo que el eje tiene que ver con el humor difuso, o quizás la ubicación quirúrgica de ese humor: los sitios en que se ubican ciertos descansos frívolos en la escalera mecánica de la idea. Pero no lo llamaría talento, posiblemente sí oficio. Ya son muchos años y le puedo decir oficio, con orgullo.
Los textos pertenecen al departamento de prensa de la editorial.
ANDREÏ MAKINE Réquiem por el Este
Novela – Colección Andanzas – 304 páginas
¿Por qué fusilaron a mi padre?, le pregunta un día un adolescente huérfano a Sacha, la mujer de pelo cano que, una noche, cuando era niño, lo salvó de una muerte segura al llevárselo, estrechándolo entre sus brazos, de una cabaña escondida en un bosque de Cáucaso. La respuesta nos revela la conmovedora historia de los abuelos de ese niño. Nikolai y Anna, las hambrunas y la sanguinaria guerra civil que sufrieron, las atrocidades perpetradas por Blancos y Rojos, la ciega obediencia al soviet y sus nefastas consecuencias. Y nos presenta también a Pavel, el padre del niño, y su aterradora experiencia durante la segunda guerra mundial; a sus compañeros en el batallón disciplinario usado como carne de cañón para liberar un campo de concentración; su vida errante tras la guerra hasta que conoce a la que será su mujer y se establecen, clandestinamente, en una cabaña del bosque. En la historia de la familia del niño, ese huérfano que, años después, convertido en médico militar, trabaja para los servicios secretos de su país, se condensa todo el dolor de un siglo aciago.
Andreï Makine nació en 1957 en Krasnoiarsk, Siberia. Tras estudiar en Kalinin y en Moscú, fue profesor de filosofía en Novgorod. En 1987, a los treinta años, se exilió en Francia, donde reside desde entonces. Todas sus novelas han sido traducidas a numerosos idiomas. En 1995 recibió el Premio Goncourt y el Premio Médicis por El testamento francés, novela a la que siguieron El crimen de Olga Arbélina, La música de una vida – Grand Prix RTL– Lire 2001–, Entre el cielo y la tierra y La mujer que esperaba. Pese al éxito del conjunto de su obra, por la que en 2005 mereció el premio de la Fundation Prince Pierre de Mónaco, Makine es un escritor, como afirma Bernard Pívot, «demasiado secreto, reservado y exigente consigo mismo como para abandonarse a la menor muestra de satisfacción hacia su propia obra». En Réquiem por el Este, el autor rinde tributo al destino absurdo y trágico de las víctimas de la historia.
Antes de que la policía lo alcance, Francisco, que ha viajado desde Lanús al centro de Buenos Aires con mil pesos robados para pagar el aborto de su novia, hace una llamada de auxilio a un viejo amigo residente en la capital. Es Adrián, ex jugador de las infantiles de Racing, que se gana la vida como diseñador. Pero Adrián escucha el mensaje demasiado tarde, y sólo el recuerdo de un antiguo pacto le empuja a volver al barrio de Lanús, a aclarar la desaparición de Francisco. Allí reencuentra viejos amigos de una pandilla diezmada, con los que evoca los partidos de fútbol, las peleas entre bandas o las tardes en que esperaban a los marcianos. Ahora, en cambio, no tarda en descubrir negocios clandestinos, historias de violencia y amenaza en un barrio dominado por la mafia local. Adrián se arriesga a sacar al descubierto asuntos turbios, mientras trata de poner orden en su vida afectiva, en la que conviven una ex novia, una secretaria histérica, una amiga prostituta y una enigmática chica de barrio a la que acaba de conocer.
Sergio S. Olguín nació en Buenos Aires en 1967 y estudió Letras en la universidad de esa ciudad. Trabaja como periodista desde 1984. En 1990 fundó la revista de cultura V de Vian, y fue cofundador y el primer director de la revista de cine El Amante. Sus artículos han aparecido en los diarios Página/12, La Nación y El País de Montevideo, y es jefe de redacción de la revista Lamujerdemivida. Editó, entre otras, las antologías Los mejores cuentos argentinos (1999), La selección argentina (2000), Cross a la mandíbula (2000), Perón vuelve. Cuentos sobre peronismo (2000) y Escritos con sangre. Cuentos argentinos sobre casos policiales (2003). En 1998 publicó el libro de cuentos Las griegas (Vian ediciones) y en 2002 su primera novela, Lanús. Luego aparecieron las novelas Filo (2003), El equipo de los sueños (2004), traducida a varios idiomas, y Springfield (2007). Desde 2006 dirige la colección Andanzas Crónicas en Tusquets Editores Argentina.
E.M. CIORÁN De lágrimas y de santos
Filosofía – Colección Fábula – 120 páginas
El pensador rumano E.M. Cioran aborda en éste volumen de aforismos la paradoja existencial que supone vivir una pasión mística en un mundo sin Dios. ¿Puede un alma escéptica experimentar «la pasión de los absoluto»?. La santidad aparece en estas páginas como emblema de una actitud vital situadas en las antípodas del hombre moderno, quien ha convertido en sentimiento trágico esa fusión con la divinidad. Como no podía ser de otro modo en un libro en torno a la mística, Cioran despliega su fascinación por España, por su paisaje, su arte y, sobre todo, su tradición espiritual. «El mérito de España», escribe, «ha consistido no solo en haber cultivado lo excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el clima normal del hombre que ha suprimido entre el cielo y la tierra»
E.M.Cioran (1911-1995), hijo de un pope de la iglesia ortodoxa, nació en Rasinari. Cursó estudios secundarios en Sibiu y después estudió filosofía en Bucarest. Se licenció en 1932 con un trabajo sobre Bergson. Durante el año 1933, escribió su primer libro, En las cimas de la desesperación, publicado al año siguiente en Rumania. En 1936-1937 fue profesor de filosofía en un liceo de Brasov y en 1937 obtuvo una beca del Instituto Francés de Bucarest para hacer el doctorado en París, donde residió desde entonces. En 1939 viaja por última vez a su país. Durante años llevará una vida de «seudoestudiante» matriculado en la Sorbona y se dedicará a leer, escribir y recorrer Francia en bicicleta. En 1946 renuncia a su nacionalidad y adopta el estatuto del apátrida. Un año después abandona el rumano y, con Breviario de Podredumbre, inicia la serie de sus obras escritas en francés, lengua que llegaría a hacer tan suya como el propio rumano.
Les dejo el Mediomundo que saldrá el jueves en el diario papel.
Hay cartas que jamás llegarán al papel. De hecho, creo que las cartas que se escriben y se envían no son más que la punta de un iceberg. Un coloso compuesto de ideas truncas. Misivas que al final no ocurrieron.
Es cierto que internet ha venido a palear esta ausencia. Los email por lo general contienen elementos no demasiado nutritivos, gestos inconexos que de no mediar la facilidad, la inmediatez y la gratuitad, no terminarían escritos en una pantalla. Pero ahí están, para expresar, provocar o empeñar el día. Son el signo más aplomado de nuestros tiempos histéricos.
Soy una especie de fan de las cartas que nunca alcanzarán la categoría de carta escrita, terminada y remitida a su destinatario. He escrito miles de ellas, esquelas que se perdieron en los laberintos de mi cerebro de pájaro.
Cartas de amistad, cartas de súplica y perdón, cartas de enojo inalterable, cartas de amor. ¡Santo Dios!, cuantas cartas de amor no correspondido he elaborado por la mitad a lo largo de mis años. Ninguna tuvo un punto final o llegó a buen puerto o terminó en las manos de una dama. Soy un príncipe al revés. Le esquivo a los dragones y los palacios me provocan vértigo y claustrofobia en sus habitaciones más altas.
¿De qué sirven todas estas misivas derretidas bajo el sol ardiente de la improvisación? ¿A dónde van a parar tantas pero tantas palabras? ¿En que se transforma el odio o la pasión que nos apuramos en vertir sobre el aire?
Imagino que decir es mejor que callar. Sólo que a veces decir puede crearnos unos cuantos problemas sociales. La civilización nos ha enseñado que ciertas apreciaciones deben ser remitidas al bolsillo. Frente a una verdad no demasiado dura podemos actuar en consonancia y eludir la sinceridad. Y quién sabe si esto resulte en un gesto de elegante. “Te vez genial, en serio, perfecta con ese corte de pelo super cool”, aseguramos con detalle para que no queden dudas de que somos incapaces de ver su gesto agotado de bruja sin pócimas, o un mal humor que rompe la consistencia de un glaciar. Puede que incluso nuestra delicadeza ilumine ese rostro triste.
Al menos una vez trasladé al papel una de estas frustradas cartas. Se la hice a mi padre. Se trataba de la carta más triste que nunca se me haya ocurrido. Es que había motivos, existían razones para mandarlo al diablo. Pero uno sabe que un padre, por jodido que este sea, sólo se merece en el peor de los casos nuestra piedad.
Recuerdo haber llorado frente al computador mientras una a una iban a avanzando las palabras. Puedo enumerar algunas, las que vienen a mi como una ráfaga: soledad, violencia, hipocresía, mentira. Había diseñado así una idea de dolor que no fui capaz de compartir con nadie. La imprimí, la releí por arriba y la tiré al tacho de la basura. Al rato, mi mujer me sorprendió deshecho. La abracé igual que un niño después de una pesadilla. ¿Qué te pasa?, me preguntó y no supe explicarle que me pasaba la vida por delante de los ojos.
No obstante esta experiencia no he dejado de escribir, ni cartas, ni cualquier otra cosa que se le parezca. Me parece un síntoma de libertad ser capaz de apuntar poemas, ideas de negocios y hasta recetas de cocina en algún papel amarillento.
Dejar constancia de quienes somos y qué queremos en un momento determinado de nuestra existencia no es poco. Mis papeles, mis archivos en la computadora hablan de queridos amigos y vinos entrañables, libros y películas que amé, mujeres sin corpiño que no pude poseer y cuchillos de cazadores que sólo cortaron corteza de árboles caídos. Todo este universo se encuentra vinculado de un modo secreto. Una carta es, entre tantas cosas, una línea directa con nuestro espíritu. Nos convierte en soñadores y parranderos. Auténticos hijos de Eva, la que mordió la manzana y siguió su camino.
Todo esto (lo que sigue) viene a colación de que hace unas horas me descubrí pensando en aquellas cosas que uno (este servidor, al menos) haría poco antes de morir, o si, por el contrario, tuviera vida de aquí a la eternidad. ¿Qué haría en cualquiera de estas situaciones?
Para bien o para mal he dispuesto de momentos que terminé considerando definitivos, disparadores de acciones osadas y que de transcurrir un día normal, jamás habría siquiera calculado mentalmente.