Medio Mundo
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Diario Río Negro
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Claudio Andrade
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  10 » Oct 2008
El guión cinematográfico de la crisis
 

"Cloverfield", o la profesía del terror desatado.

El editor de economía del "Río Negro", Javier Lojo, me ha pedido una nota extraña. Me dijo: escribe de la crisis financiera pero reflejándola desde lo filosófico y lo psicológico". Genial, le respondí, y le completé la idea con un montón de película que a su manera anticiparon este colapso. Creo que le gustó. El artículo pretende mostrar todo eso que ha dado vueltas por el imaginario colectivo global y que en algún sentido describe la profesía de un Apocalípsis. Les dejo un adelanto de los que saldrá en el Suplemento Económico este domingo.

Ansiedad a punto de convertirse en pánico. Ignorancia acerca de lo que sucede y lo que vendrá. Falta de confianza en cualquier solución o rescate aparente. Con estos tres elementos, que un americano no dudaría en bautizar a estas alturas como el Síndrome CIA, se han edificado la estructuras narrativas de algunas de las mejores -también algunas de las peores- películas de Hollywood. Y, de un modo u otro, esto es justamente lo que ocurre con la economía global en estos días. Por supuesto, apenas un detalle separa la producción cinematográfica de la crisis financiera, y es que esta última no “está basada en hechos reales”, como reza la leyenda, sino que se trata de la más pura realidad.
En términos psicológicos, el pánico se nutre, más que de los hechos concretos, de la amenaza imperante. Lo sabe tanto un operador de la Bolsa de Valores como un director de cine: la tensión marca el pulso del argumento. No es el cuchillo clavado en el corazón de uno de los personajes sino la posibilidad de la herida, la mano alzada en la penumbra, lo que desnuda el rostro eficiente del terror.
En los llamados Ataque de Pánico, o de Ansiedad, el paciente termina soportando, más que fobias a sucesos y objetos puntuales, la paradoja del “tener miedo a tener miedo”. Meses antes del muy anunciado crack tecnológico del 2000 en el que las computadoras, por cuestiones de su reloj interno, iban a hacer desaparecer los archivos del planeta entero, se especuló con un Armaggedon tecnológico. No fue tal. Otro tanto se dijo de la aparición del mal de la “Vaca Loca”, y más aun de la gripe aviaria y el descubrimiento de virus letales como Ebola. Inexorablemente, cada cierto tiempo, la humanidad ha subscripto los fundamentos de su propio
Apocalípsis. En términos filosóficos, no hay una puerta de salida para la angustia de existir. Agravada aun por la ignorancia de lo que nos tiene deparado el destino. Edipo quiso confabular, sin conseguirlo, el suyo, cuando la Pitonisa le advirtió que cometería el peor de los crímenes: matar a su pade y poseer a su madre.
Las crisis globales son una materia en el campo de la filosofía pero también en el de la economía y hasta en los deportes. El ascenso siempre implica una caída y un lugar anterior desde el cual se partió. “Entre la revolución industrial y la década de los 30, el pánico financiero apareció regularmente en los Estados Unidos. Fueron las burbujas especulativas las que por lo general lo causaron”, escribió esta semana Steve Coll en la prestigiosa revista “The New Yorker”.
En el imaginario de la sociedad global pero en especial en el de la norteamericana, la idea de una amenanaza inexplicable pero destructiva como jamás se ha visto forma parte del aire. Incluso antes del atentado a la Torres Gemelas se especuló largamente con teorías conspirativas y atentados que revolucionarían las bases de la civilización. La profesía se cumplió en parte y desde entonces las proyecciones de una próxima catástrofe no han dejado de crecer. El cine y la literatura supieron capitalizar el sentimiento.
El filme “Cloverfield”, dirigida por Matt Reeves, y producida por J.J. Abrams, el creador de “Lost”, remite a una amenaza que permanece oculta por los edificios de Nueva York y la noche, y a la cual sólo tenemos acceso mediante cámaras de mano ¿Qué es? ¿Qué quiere? ¿Hasta dónde va a llegar? Ninguna respuesta es completamente respondida en esta película. Algo similar observamos en “La niebla”, un filme basado en una novela del maestro del terror Stephen King, en el que una niebla anticipa el infierno y la destrucción total. En “The Bank”, un genio de la informática asegura haber descubierto el día y la hora en que se producirá el próximo desplome bursatil mundial. ¿Llegó ese día finalmente?
 
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  02 » Oct 2008
¿Es mejor ser electricista que médico en el Primer Mundo?
 

Fotografía: Alec Holst/School of Visual Arts


El de arriba es un famoso y polémico pensador, cientista político y social norteamericano: Charles Murray. Es el hombre que una vez dijo que las posibilidades de progreso en una persona estaban determinadas por su coeficiente intelectual. Hace unos días lo entrevistó "The New York Times", y sus declaraciones fueron muy polémicas. Por un lado asegura que para gran parte de los estudiantes la universidad es una perdida de tiempo porque, entre otros motivos que señala, no entienden casi nada de lo que se les enseña. Otra de sus aseveraciones dice que hay más futuro laboral y mejor remuneración en las profesiones de habilidades técnicas como electricista o plomero, que en otras tradicionales. Y hay más. Pero no les arruino la sorpresa. En el fondo, lo que hace es dar vuelta el tablero y cuestionar todo lo establecido.


Cientista social, autor de “The Bell Curve”
Entrevista a Charles Murray

Por Deborah Solomon

-Aunque asistir a la universidad ha sido tradicionalmente un elemento básico del sueño americano, usted sostiene en su nuevo libro, "Real Educación," que muchos chicos están apunto de perder su tiempo tras la búsqueda de una licenciatura.
-Si, pensemos en cómo hacer para que los chicos puedan decirle a un empleador lo que saben y no donde lo aprendieron.
-Usted puede ser el primer cientista social en afirmar que sólo el 20 porciento de todos los estudiantes universitarios tienen el cerebro y la habilidad para entender el material de lectura asignado.
-El 80 porciento no es capaz de hacer frente al nivel de los materiales que se ofrecen en la universidad. Alguien puede sentarse con un texto de Paul Samuelson, mirar las páginas y saber lo que significan la mayoría de las palabras. Eso no quiere decir que salgan de allí comprendiendo sobre la economía que se enseña en el libro.
-¿Qué es lo que usted propone que haga ese joven de 18 años en lugar de tratar de aprender la diferencia entre macro y microeconomía?
-Oh, ¡el mundo del trabajo!
-¿Estoy segura de que es conciente de que el nivel de desempleo es muy alto en este momento?
-Hay muy pocos desempleados entre los electricistas de primera clase. Puedo encontrar un buen doctor en un minuto y medio. Pero encontrar un buen electricista, eso es duro. Si usted pretende trabajos con alta demanda laboral, preste atención a la mano de obra calificada. Y por trabajos de mano de obra calificada me refiero a actividades que se pagan entre 30 y 40 dólares la hora.
-¿Es su nuevo libro una extensión de “The Bell Curve”, el cual provocó un escándalo en 1994 al sugerir que las personas son tan prometedoras como el puntaje de su test de inteligencia.
-En muchas maneras es una destilación de temas sobre los que he venido pensando desde “The Bell Curve”.
-Los europeos históricamente se han definido a sí mismos a través de sus rasgos heredados y los títulos, ¿pero no es Norteamerica un país donde se supone que tenemos que definirnos a nosotros mismos mediante actos de voluntad?
-Me pregunto si hay una única y solitaria profesora de escuela pública que esté de acuerdo con la tesis de que todo es una cuestión de voluntad. Para mí, el hecho de que la capacidad varía -y varía de formas que son imposibles de cambiar- es algo que aprendemos en primer grado.
-Creo que si se les dan la oportunidad, la mayoría de las personas podría hacer algo más que simplemente nada.
-Está fuera de contacto con la realidad en ese sentido. Usted no ha estado niños que se encuentran bien en la mitad inferior en lo que a distribución de la capacidad se refiere.
-¿Y está usted en contacto con esa realidad? Durante casi dos décadas, ha formado parte del American Enterprise Institute, el laboratorio de ideas conservador de Washington ¿Por qué un auto declarado liberal, el partido que exalta el individualismo, ocupa su carrera desarrollando una actividad de beneficiencia financiada por el gobierno?
-Pero no ocupo mi carrera en eso. La gente aporta voluntariamente al A.E.I. -no hay dinero del gobierno - porque cree que el trabajo que hacemos es valioso.
-¿No son básicamente grupos de reflexión para el bienestar de los intelectuales?
-En realidad, lo interesante de esto es cómo los grupos de reflexión han estado produciendo, en lo últimos 15 años, materias que han tenido mayor efecto en el debate, en contraposición con las instituciones educacionales tradicionales.
-¿Que piensa del hecho de que John Mccain fue calificado con el número 894 en una clase de 899 estudiantes graduados en U.S. Naval Academy?
-Me gusta pensar que la razón por la cual terminó tan abajo es porque él andaba por ahí, tomándose una cerveza, más que porque fue alguien incapaz de aprender cosas.
-¿Qué opina de Sarah Palin?
-Estoy enamorado de ella. Verdadera y profundamente enamorado.
-Ella asistió a cinco colegios en seis años
-¿Y?
-¿Por qué el clan McCain está tan ansioso por publicitar su anti intelectualismo?
-Lo último que necesitamos son intelectuales “cabeza punteaguda” manejando el gobierno. Probablemente el presidente más inteligente que tuvimos, en los últimos 50 años, en términos de coeficiente intelectual haya sido Jimmy Carter y, creo, fue el peor presidente de los últimos 50 años.

El artículo original en The New York Times
 
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  01 » Oct 2008
Ceclulares: Más allá del umbral de la necesidad
 



Son estéticamente perfectos y dueños de una variedad de prestaciones que incluso superan las expectativas del consumidor. El G1 y el I Phone se disputan un mercado en alza. Poco importa si sus compradores llegarán un día a utilizarlos al máximo de su capacidad. Una reflexión sobre la utilidad y el deseo en materia de tecnología.

Extraña paradoja la que enfrenta el consumidor de hoy en día. Sin jamás llegar a enterarse, las prestaciones de los objetos que adquiere en el mercado pueden superar con mucho sus propias espectativas o, por el contrario, estar por debajo de lo que realmente este hipotético comprador necesita.
Los celulares son el paradigma de un futuro que se ha adelantado algunos años. Son portadores de servicios que remiten a desquiciadas novelas de ciencia ficción y que, sin embargo, probablemente nunca terminen utilizados en su totalidad. Por supuesto, en el camino hay que pagar por la existencia de dichos servicios. Se ejecuten o no.
A cierto tipo de consumidor le resultará indiferente si la cámara digital integrada a su teléfono tiene una resolución de 3,2 megapixeles o de sólo 2. Y si esta persona, que desea estar parada en el último escalón de la tecnología de alto consumo, no tiene mayor afecto hacia la música, tampoco entenderá como se almacenan 250 canciones de diversos artistas de moda, de los más exóticos géneros, que no le interesan. Acaso no utilice el G Talk disponible en el G1, ni las aplicaciones “Doc”, que ha venido popularizando Google desde hace un rato, como una opción gratuita y eficiente a los sets de aplicaciones comercializados por Microsoft.
Los celulares, como las computadoras, como los televisores de pantalla plana, han cruzado un umbral invisible -el que separa la necesidad del deseo- para llegar a un punto en el que discurso de sus posibilidades es tan amplio que sólo alcanzamos a experimentar una parte. Fragmentariamente. Del sonido envolvente que nunca probamos, a la pantalla personalizada que jamás personalizamos por falta de pericia o tiempo, hasta a la sincronización o no, de la Palm o el celular con la PC, para traspasar los datos de una libreta de direcciones que, ¡ups!, tampoco elaboramos puntualmente.
Un comercial a la inversa podría argumentar: “Compre un G1 y un I Phone para, al final, no enterarse de todo lo que no llegará a usar de su flamante celular ¡y por lo que está pagando!”.
Los Angeles. Corre el año 2019. Deckard camina por las calles sobrepobladas en búsqueda de un “Replicante”. Aunque carga un arma de alto impacto y tiene en su poder aparatos de compleja tecnología que le sirven para saber quien es un robot y quien no, este detective del futuro, carece de celular.
El celular, y sus versiones “office”, como el G1 e I Phone, son producto de una imaginación elástica que saltó por sobre los hombros de los creadores de la fantasía literaria. Tan alto y extenso han saltado estos artistas de la informática y el diseño, que algunas de las prestaciones ofrecidas, parecen no haber prefigurado en la agenda de nadie. O de muy pocos.
La funcionalidad de un celular es sólo uno de los aspectos que definen a un producto destinado a marcar su época: vamos más rápido que nuestra capacidad de reflexión.
Poco importará esto a los que quieran ingresar al exclusivo club. La era de las computadoras ambulantes, transfiguradas en teléfonos que necesitan de extrañas presentaciones (I “algo”, G “algo”), ya es un hecho indiscutible.

* Este artículo es un adelanto del que aparecerá publicado el domingo en el Suplemento Económico del "Río Negro" que incluye un info con todos los datos que caracterizan a los modelos.
 
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  25 » Sep 2008
Por qué no me gusta la universidad
 

Tres imágenes para graficar un concepto: la carreta y la Ferrari, como símbolos de las velocidades a las que funcionan sistema educativo y el mercado laboral, respectivamente. "The Wall", el método industrial de enseñanza univeristaria.

Nunca me gustó demasiado asistir a la universidad. Y no hubiera sido un problema de no ser porque prácticamente odié también ir a la salita de cuatro, y al primario y al secundario. Apenas si podía soportar la idea de permanecer encerrado en un aula mirando al frente. El afuera se me antojaba mucho más prometedor que una clase de geografía, matemáticas o ciencia naturales. Sobra aclarar que era un alumno mediocre incluso en temas supuestamente afines a mi personalidad tales como literatura, gramática e historia. Un hecho que sólo revelaba -o debía revelar- una mediocre inteligencia. Sospecho que no estaba sólo en esta cruzada de manifiesto desinterés por la salir del ignominia.
Crecí sabiendo que perdía mi tiempo en las instituciones educacionales fueran cuales fueran. Cada intento por aprender no hacía más que graficar mi fracaso como estudiante. En estos casos uno tiende a adjudicarle la culpa a un profesor en especial, a una materia, a una escuela. Con los años cambié mi punto de vista hasta responsabilizarme de todo yo solito. La culpa de ser un tarado era sólo mía. Mis padres habían hecho lo mejor para mi, los profesores, mis amigos, mis profesores particulares cuando los había necesitado (y cuanto), el universo entero.
A medida que me fui convirtiendo en un adulto mayor, comencé a entender que no todas las personas pueden rendir del mismo modo ni asistir a los mismos métodos de enseñanza y que esto no establece parámetros definitivos de inteligencia. Es lo que nos diferencia de los animales (que bien pueden asistir a una academia canina y terminar aprendiendo a dar la pata) y de las máquinas, que en fila ensamblan eficientemente la piezas de algo que se transformará en un automóvil o una cafetera eléctrica.
¿Me faltó disciplina en el camino de mi formación? Pues, este es uno de los puntos centrales en la vieja discusión universidad formal versus la universidad de la calle. Desde que tengo memoria, he sido un amante de la lectura hasta un punto en que sólo podría considerarse una disciplina. Leo porque lo disfruto, aprendo cosas y porque es una llave que hace funcionar un mecanismo psicofísico que, creo, me acerca a un espacio mágico. Leo por las noches, por la tarde y, en muchas ocasiones, a la madrugada (a eso de las 5 AM). Darle una mirada a un diario no requiere mayor esfuerzo ni corporal ni emocional, leer todos los días, a cualquier hora del día, sobre los más variados temas, creo que es otra cosa.
Apartir de tal experiencia -y de la de otros periodistas e intelectuales como Claudio Uriarte, Salvador Benesdra, Oscar Masotta, Borges, entre muchos otros que carecieron de estudios convencionales y se las arreglaron con bibliotecas públicas o al interior de sus casas- entiendo que existe una oportunidad de mirar los hechos de un modo distinto. ¿Por qué una persona puede aprender determinadas artes, oficios y saberes de un modo caótico, no parametrizado aunque exigente y no en una institución donde se han establecido dosis y cuadrículas para el conocimiento?
En términos generales existe un sólo gran método de enseñanza. Un sistema predominante. Cualquiera que no consiga entrar en el molde, será desechado o la pasará mal. La “materia filtro” es un símbolo de esto, que en el fondo no hace más que graficar la necesidad de regular burdamente el mercado interno de las carreras.
He escuchado un millón de veces la frase: “la universidad me sirvió para”. Pero rara vez se discute para qué “no” sirve la educación formal. Queda mal decirlo, como si la institución universitaria fuera una prolongación de la Iglesia, digna de permanecer impoluta. Incuestionable.
El hecho de que ese sistema de educación me parezca caduco y comercial, no quiere decir que lo deseche por completo. Por ahora, es lo que hay. Tiempo atrás Alvin Toffler aseguró que la educación público y el mercado, iban a velocidades muy distintas: “¿Puede un sistema educativo que va a 15 km por hora preparar a sus alumnos para trabajar en empresas que van a 160 km por hora?”, se pregunta el autor de “La revolución de la riqueza”.
No es casualidad que en los últimos 20 años, y existiendo un grado tan alto de explosión tecnológica, los métodos de enseñanza continúen siendo rudimentarios y escasamente dinámicos: profesor al frente, comisiones de alumnos numerosas esperando su dosis. Como no es de extrañar que en el mismo periodo, profesiones antes consideradas marginales, under -como la de electricista, carpintero o fontanero-, se encuentren entre las mejor remuneradas en los países desarrollados. Y que otras -como el diseño en su variada gama de posibles ejecuciones prácticas, la estructuración y administración de redes de información, y un repertorio de saberes que apuntalan negocios no tradicionales-, no encuentren un espacio cabal donde ser enseñados. ¿Es un hecho fortuito que Super Mario Bross, el héroe de lo cotidiano, sea un fontanero?
“Vamos a hablar de cómo hacer para que los chicos puedan decirle a un empleador lo que saben y no donde lo aprendieron”, le dijo la semana pasada Charles Murray, científico social y autor de “The Bell Curve”, a la periodista Deborah Solomon del “New York Times”. Murray afirmó en su último libro "Real Educación", y para espanto de los especialistas, que muchos jóvenes están apunto de perder su tiempo en la búsqueda de una licenciatura.
Las sociedades en crecimiento pontificaron la idea de que el conocimiento y el acto de aprendizaje, cuadrimetrados, representan una necesidad y el camino más serio hacia el desarrollo personal. Antiguos métodos de enseñanza fueron relegados bajo el pretexto de que no son eficientes. Existe una necesidad muy obvia de disfrazar la vocación industrial de muchas instituciones de enseñanza del siglo XXI. Ya lo cantaba Rogers Waters, líder de Pink Floy, “Otro ladrillo en la pared”.
El sistema actual permite reunir a varios grupos de estudiantes en torno a un mismo espacio físico, otorgarles un tiempo de atención determinado y predecir sus conductas futuras. Todos pagan por saber lo mismo, y finalmente, todos irán detrás de similares trabajos. Es interesante ver aquel filme con Jim Carrey, “Las aventuras de Dick y Jane”, en el cual el protagonista asiste a una entrevista de trabajo con otros cientos de candidatos, vestidos exactamente igual a él y que pretenden el mismo puesto. Y es que uno de los mayores defectos del sistema universitario es haber propuesto escalas de valores para ciertas profesiones, ahora saturadas, en demérito de otras no aptas para figurar en el cuadro de honor de la familia. "La mitad de los 10.000 estudiantes de la UTN en Buenos Aires cursa Sistemas. Pero necesitamos que estudien tecnologías de mainframes, que es donde el resto del mundo nos está pidiendo recursos. Necesitamos que más estudiantes hablen inglés. Falta mayor desarrollo de tecnicaturas", señaló a “iEco”, un ejecutivo en IBM.
El conocimiento segmentado en piezas que van entregándose clase tras clase como si fueran píldoras o partes de un rompecabezas, es una operatoria destinada a conseguir un estandar de calidad y, a la vez, una eficiente fórmula comercial. Recordemos lo que le dice Will en “En busca del destino” a un estudiante de primer grado de Harvard: “todo lo que te enseñaron este año en Harvard por un montón de plata que pagaron tus padres, yo lo aprendí por 50 centavos en la Biblioteca Pública”. A lo que el otro responde: “Pero tus hijos van a ser empleados de los míos”. Bueno, yo ya no estaría tan seguro de eso.
Existe una realidad laboral que no condice con lo que ocurre en los centros educaciones. Deficiencias de formación básica, sobrepoblación de carreras no vinculadas a la investigación, el servicio o la productividad (justamente no pocas de estas son caras, prestigiosas y no necesitan de demasiada estructura), son algunos de los síntomas de la decadencia de una concepción educativa que tiene varios siglos de espesor.
La formación universal de un ser humano podría empezar en la universidad pero difícilmente certifique algo ¿Qué ocurre con los chicos que se niegan a dar el alto y el ancho del estandar?: “Estarán condenados a la marginalidad y a los empleos peor pagados”, es lo que asegura el discurso corporativo.
Lo curioso es que la realidad indica otra cosa. Estudios demuestran que muchos de los negocios que cada año se inician en los Estados Unidos, les pertenecen a personas que apenas cursaron el secundario.
Daniel Goleman, autor de La inteligencia emocional”, le comentó a Franciso Zárate de “Clarín”, días atrás, que hay universidades que sí están haciendo esfuerzos por cambiar y modernizarse tanto en sus estrategias como en temas que no son de lo más comunes. Dijo Coleman: “Richard Boyatzis, de la Case Western Reserve University, imparte un curso para ejecutivos en el que se diagnostican sus fortalezas y limitaciones en temas como equidad o autocontrol. Después, aprenden a mejorarlos de forma sistemática cuatro o cinco meses. Al final son evaluados de nuevo en una forma muy interesante: no lo hacen en la escuela, sino con gente que los conoce bien”.
Una prueba de que quedan horizontes educativos por explorar y un molde por romper.
 
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  25 » Sep 2008
La mano en la luna
 


Es una tarde de domingo en "El Valle de la Luna" de Roca. Los chicos corren por todos lados. Se pierden en el horizonte. Tomo fotografías de sus espaldas de camino a quién sabe donde. De sus caritas sonrientes al volver. también retrato el suelo seco y marginal. Mercedes, mi hija mayor, acerca su mano y completa un cuadro perfecto. Hago clic.
 
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