Medio Mundo
25 » Nov 2024
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Claudio Andrade
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  24 » Nov 2010
Tu recuerdo
  Perdí sus señas en el camino. Era un tipo gracioso. De voz aflautada. Vivía en una pensión y atendía una zapatería. Lo acompañaba los lunes, muy tarde, a ordenar nuevas partidas de zapatos. No sé qué fue de él. Cuando partió ni hacia dónde. No fue mi amigo con todas las letras. Sin embargo, esa simple anécdota me permite viajar al tiempo en que escuchaba “Sometimes it Snows in April” de Prince y a toda la gente cuya imagen atraviesa esa música y esa letra.
Ricardo amaba el fútbol y el rock pero se transformó en sociólogo. Me buscó en Facebook. Y ahora sé que el chico con el que bailaba hasta desmayarme canciones interpretadas en castellano por David Lee Roth, trabaja en el departamento de marketing de un banco. Una vez lo quise. Fue casi un primo para mi y su familia mis tíos. Hace 20 años que no hablamos. O menos si es que un mail puede considerarse una conversación.
Salvador ponía en el éter a Charly García y a Sumo en las fiestas del invierno. Sus parlantes estallaban en las noches bajo cero del sur. Después marchó a estudiar filosofía o algo así, se hizo comunista o conservacionista o revolucionario (era un “algo así” definitivo). Protagonizó protestas estudiantiles, despeinó peinados a la gomina, sacó caspa rabiosa, enervó ánimos ajenos. Al final, volvió a nuestro pueblo donde hace radio y lucha por causas humanitarias. Sigue siendo un Buda de las provincias. Un iluminado. Un par años atrás nos cruzamos en la calle y me habló del diario de Kurt Cobain, de la Fierro y de Bob Dylan.
Claudia fue mi mejor amiga. Mi alma protectora en el tiempo en que yo era un frágil proyecto de hombre. Sus padres han fallecido. Sus raíces están en otro lado. Es la pareja de un cubano hermoso, Francisco. Tuvo una hija. Estudió psicología. Vivió y sufrió para contarlo. Para inspirarme. Por una breve fracción de tiempo recuperamos horas perdidas. Vimos pasar nuestras vidas como a un liebre asustada en un camino oscuro apenas iluminado por un relámpago. La extraño mucho y tengo la incómoda sensación de que no nos volveremos a encontrar.
Murciélago trabaja en un servicentro y es la exacta réplica del Murciélago de los 15, el que fumaba Hilton y jugaba al arco con reflejos de gato.
La Caty, la chica más linda del barrio, murió en un accidente de motocicleta.
Paola tampoco ha cambiado mucho. Lamentablemente dejó de tejer unos corderitos fantásticos que pensé la iban a transformar en millonaria. Goyo está demasiado lejos para que continuemos nuestras interminables y apasionadas conversaciones sobre cine.
Y odio eso, que algunas de las personas que amo y respeto, se encuentren a millones de años luz. La verdad, es que no entiendo que fue de todo aquello que una vez fue. La materia, la energía luminosa que sostuve con mis manos. Entre mis 17 y mis 40 no pasaron 23 años sino 23 segundos, 23 segundos que no tengo guardados en ningún lugar. Cuando te dicen que vivas tu momento, te lo dicen en serio.
Tantos rostros, tantas historias, tantas personas. De la gran mayoría he olvidado sus rostros y sus nombres. Espero que haya quien rememore a los ausentes. Que cada cual tenga seres queridos que aun los conservan grabados en sus corazones. Como yo conservo estas postales que escapan de una canción de Prince.
 
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  23 » Nov 2010
La banda de los chicos de Bariloche
 


El ensayo comienza con una anécdota. "Chicos, chicos, ¡chicos!", avisa en tono ascendente, Miguel Nitzsche, director de la Banda de Vientos de la Escuela Municipal "La Llave" de Bariloche. "Rafael Méndez fue un gran trompetista y cuando era un niño tocó para la orquesta de Pancho Villa. Un día Méndez quiso dejar la banda de Villa para irse a la de la Policía, y Villa lo puso frente a un pelotón de fusilamiento. Bueno, listo. Vamos", relata. De inmediato la banda, compuesta por un puñado de adolescentes de mirada cristalina, arranca con "La cucaracha", entre otras inconfundibles melodías mexicanas.

Aquí el artículo completo
 
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  19 » Nov 2010
Esperar
  En este lugar, en este único lugar, las piezas se mueven. Unas tras otras. La velocidad no tiene precio. No puedes pagarlo. Nadie puede. Mis compatriotas coreanos al frente de su mini market. Unos tipos tomándose una cerveza en la esquina, sentados, a la espera de un colectivo que no llega. Una puta escupe al piso letras de oro. Una chica igual a Norah Jones camina sola con la mirada perdida. Sus jeans le van sueltos. Sus senos son pequeños. Los adivino. En este lugar, en este único lugar, veo los monstruos de nieve deshaciéndose en el sur. En el sur ya no nieva. No nieva en mi corazón porque estoy lejos de muy lejos. Una querida amiga me ha confesado su nuevo amor. Yo le advierto lo perdido que estoy. Como siempre. Unos chicos toman un edificio en el que nadie debería vivir. Leo por quinta vez el mismo libro. Espero también: una palabra en clave, un destino, un pasaje en primera. Mientras tanto pienso en pieles. En besos. En viajes. Añoro Escocia. Me emborracho de café con un español al que acabo de conocer y que se acaba de enamorar de una mujer a la que jamás ha visto en persona. Ninguno conoce a nadie. En una postal de mi pueblo, una insólita postal turística de un pueblo perdido en el fin del mundo, mi viejo se abre paso a través del invierno. Es él, no caben dudas, su peinado ridículo. Su ropa negra. Doy fe. Tengo la postal en algún sitio. Ya fue suficiente por hoy. Me rompo la boca de un puñetazo. Me entrego. Espero, yo también espero.  
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  16 » Nov 2010
Leer de noche
  Después de la medianoche. Mejor aun, pasada la una de la madrugada encuentro el mejor momento para leer. Si existe un instante a partir del cual el trote - que primero es puro sudor, crujir de músculos y sufrimiento -, se transforma en placer y Nirvana más allá del esfuerzo, con la lectura sucede un hecho similar.
De pronto las almas del planeta se aquietan, los grillos y las moscas se congelan, los vecinos duermen el sueño eterno para dejar de arreglar ventanas maltrechas, y reina el más sacro de los silencios. Por supuesto, lo de sacro es un decir, casi una ironía, porque la noche está plagada de imponderables. Pero ¡qué importa!. Metafóricamente solo y en pleno uso de mis facultades lectoras, puedo dejarme llevar a buen ritmo por la gula literaria.
Carezco de orden. Los títulos se acumulan a los costados de mi cama e interfiero en sus páginas con prepotencia. Me regodeo en la facilidad con que se puede saltar de una historia a la siguiente. Como si se tratara de un auténtico zapping televisivo. Más bien, un zapping sobre la imaginación preservada de los otros.
Creo que fue Rodrigo Fresán el que dijo que no es casualidad que libros posean la forma de una puerta. Una puerta cerrada que se abre.
Una vez adentro observo el paisaje y tomó decisiones sobre la marcha: me quedo a vivir o me largo de este lugar. A veces permanezco. Como un relación amorosa que se prolonga más de lo esperado. Cada tanto un libro me enamora. No hay un único motivo para esto.
Cuanto más lejos me puede transportar una historia, más atrapado me siento. Es un juego de seducción entre la realidad y la fantasía. La fantasía perpetrada por un autor que mediante la palabra construye mundos más sensuales que el paraíso salvaje en el que vivimos. Es una disputa entre la materia hermética y la materia porosa de lo utópico. Entre el ritmo de lo cotidiano y la velocidad inmemorial de lo eterno. Porque, como ha sido escrito, en el principio era el verbo.
Uno de los libros que por estos días capta mi total atención es “La velocidad de las cosas” de Fresán. Un conjuro que te hipnotiza y hace perder al interior de extraños y dispersos laberintos narrativos.
También hace unas horas terminé el clásico de Charles Bukowski, “Mujeres”, una obra que en mi juventud pasó por mis manos y cuya lectura fui posponiendo por estúpidos prejucios. O bien porque Bukowski me había aburrido (luego de leer “"La Máquina de Follar", "Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones", y hasta la mitad, "Cartero" y "Escritos de un viejo indecente") o porque pensaba que a mis 20 y tantos ya sabía mucho de mujeres y de la vida con mayúsculas. He vuelto a Bukowski con al menos dos certezas: la calidad de su pluma y mi ignorancia sobre ambos tópicos.
Luego del viejo indecente he vagabundeado por ahí. Unas páginas de “Un saco de huesos” de Stephen King, un poco de “El fondo del cielo” de Rodrigo Fresán (“una novela con ciencia ficción”), un cachito de “Humo” de Djuna Barnes. Y así, hasta que llega el sueño.
Una taza de café prolonga por lo general mi travesía pero no mucho. Sin ir más lejos, ayer me vi obligado a renunciar, a segundos del final, de “Hacia rutas salvajes” de Jon Krakauer, el libro en el cual se basó el filme de Sean Penn del mismo nombre.
Hay consuelo, mañana será otra noche. Nuevas puertas por abrir.
 
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  16 » Nov 2010
Mirando al norte
  El norte era todo el resto. Lo ajeno. Era el opuesto a nuestras vidas ordinarias.
El sur era frío, el norte caliente. El sur el margen, el norte el centro. El sur era blanco y negro, el norte en colores. El sur triste, el norte alegre. En el sur sólo había casas chatas, en el norte los edificios.
Todavía hoy, una parte de mi insiste en pensar en esos términos. Todavía me siento un personaje de película vieja, mientras el norte es puro estreno.
El norte era la conjunción de todos los elementos que pululaban lejos del sur.
En el norte vivían los personajes que conocía por cine y televisión. El norte eran esas postales de nuestros tíos ricos.
Tardaría mucho en entender que el norte no es un punto geográfico clavado en el mapa sino una cuestión afectiva y un estado espiritual.
Hasta los 11 años creí con fe ciega que los colectivos de dos pisos, color rojo eran comunes en el norte. Pensaba que todo el norte, ciudades como Santiago, Buenos Aires o Madrid, estaban repletas de ellos porque en una serie inglesa los veía circular por la calle. Y Buenos Aires, por ejemplo, queda al sur. Puede decirse que queda al norte del extremo sur.
En el norte todas las mujeres tenían las tetas grandes. En el norte todos hablaban inglés o castellano doblado al caribeño. En el norte había ponys, vaqueros y pistolas.
El norte quedaba al final del arco iris. Tan inalcanzable e inconsistente como un rayo de luz. Tan fuera de nuestras vidas como unas vacaciones a Marte.
El norte era el edén y nosotros la génesis.
 
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