"Loser" es uno de mis temas favoritos pero esta versión de Beck, con una guitarra distorcionada y con una base rítmica a pura batería (el bajo entra hacia la mitad del tema) me parece formidable.
Insisto con estos doblajes al español: por lisérgicos, ridículos y extraños.
La escena es esta: una cámara, seducida y empujada por un incontenible deseo, avanza hacia el rostro y sobretodo hacia la mirada tramposa y divina de un joven John Wayne. El es Ringo, un hombre condenado a hacer justicia por su propia mano.
De este modo tan estupendo se inaugura en “La dilligencia” no sólo el western moderno tal y como lo terminamos conociendo sino también la era de las estrellas pop. Ringo-Wayne sería el primero de una extensa lista de figuras que atravesarían la historia de Hollywood y que por estos días tiene a gente como Johnny “Sparrow” Deep y Brad “Sr. Smith” Pitt como sus mayores representantes.
Corría el año 1939 y el western que ya tenía sus años de recorrido no pasaba por su mejor momento. El interés popular por las historias de vaqueros y disparos había decaído trasladándose a los culebrones románticos y a los policiales de corte mafioso.
En este marco John Ford estrenó uno de los mejores western de todos los tiempos: “La diligencia”. Para los fanáticos del rubro el filme forma una triada perfecta junto a “Fuerte Apache” (también de Ford) y “Río Bravo”. Pero hay quien agregaría a esta lista a “Veracruz” y “Los imperdonables”, el llamado anti-western de Clint Eastwood.
“La diligencia” contiene todos los elementos que exige el género pero en muchos sentidos es una obra inaugural. Allí están, sí, el chico bueno y los chicos malos, la diligencia atravesando una zona peligrosa, los apaches y una persecursión espectacular a través del desierto, el amor, por supuesto, la música ambiental (un compilado de canciones tradicionales americanas) y el duelo final. Es decir, el círculo del western respetado a rajatabla.
Sin embargo, la mirada de Ford vino a revitalizar la forma y el ritmo en que se presentaba una temática ya establecida. La cámara que se deja hipnotizar por la presencia de John Wayne, los parajes fascinantes del Oeste americano tomados en su imponente amplitud, el cambio de ritmo permanente a lo largo del filme que mantiene al espectador agarrado a su butaca, los diálogos cómicos que distienden situaciones complejas, los personajes de los más variados -elegantes apostadores, asesinos, doctores borrachos, prostitutas redimidas, vendedores de whisky, galanes, damas y militares siempre a la carrera- poblando el vacío existencial y geográfico -el Monument Valley- con una multitud de máscaras. Con todos estos elementos, Ford puso sobre la mesa reglas nuevas para un juego viejo.
La película de Ford tuvo varias nominaciones al Oscar pero fue Thomas Mitchell quien hace de un doctor borrachín y filósofo quien se llevó el premio al Mejor Actor de Reparto. El filme además obtuvo otro premio Oscar por su banda de sonido.
John Wayne -el que en uno de los diálogos hasta se atreve al castellano: “¿dónde está la cocina?”-, sin trofeo esta vez, apenas si conservaría la gloria del género para sí mismo por siempre jamás.
La música tiene estas cosas. Te sorprende. Contradice tus supuestos. Y algo que no debería gustarte, te gusta. Una canción que no estaba en tu registro te encuentra sin que la estuvieras buscando.
Ricky Martin no es un santo de mi devoción. Lo tengo asociado más a Cheyenne que a Luis Miguel, a quien si admiro. Difícilmente esperaría que del éxtasis “spanglish” en el que parece gustarle vivir naciera una canción para escuchar más de un vez. Su figura de chico “chévere” es tan pegajosa que tiende a afectar su calidad como artista. Pero el chico la tiene. No compraré un disco suyo en las próximas horas aunque reconozco sus esfuerzos.
“Tu recuerdo”, grabado hace un tiempo ya en el marco de un recital unplugged, con la participación de la cantante de flamenco “La Mari del grupo Chambao, es una auténtica joyita en el repertorio de un personaje mediático que hasta ahora no ha tenido intención de llevar el arte a paisajes verdaderamente admirables. No, lo suyo siempre fue sobretodo entretener y en eso no tiene competidores.
No es menor el aporte de esta intérprete excepcional dueña de una sensibilidad y un buen gusto que ya han aprovechado antes Jarabe de Palo en “Déjame vivir”, Lila Downs en “Ojo de culebra” y Rosario en “Por tu ausencia”.
El resultado es una canción de amor de hermosa poesía e interpretada con una extraña dulzura a la contribuye el tono sensual y masculino que bien sabe explotar Ricky Martin. Las guitarras de sabor español y el colchón de las cuerdas y coros están dispuestos de perfecto modo para lograr un clima hipnótico e irrepetible.
Una vez que Ricky Martin ha hecho su entrada se escucha llegar la voz de la La Mari con la tímida embriguez de una ola de mar. Entonces comienza a transformarse el clima de la pieza. Lo que antes se intuía se vuelve real. Es la lírica vuelta música la que se conjura en una pieza que el cantante debería recordar como una de las mejores cosas que ha hecho en su carrera.
“Tu recuerdo sigue aquí/Como un aguacero rompe fuerte sobre mí/Pero a fuego lento quema y moja por igual/Y ya no sé lo que pensar/Si tu recuerdo me hace bien o me hace mal”, canta Ricky Martin y la pócima empieza a surtir efecto.
La voz herida de Mary se abre paso. Al mismo tiempo, siembra un misterio o acaso un anhelo: escuchar más a la La Mari y más de La Mari, esta mujer que superó el cáncer a través de la fuerza que le entregan sus propias canciones. Aun despojada en lo ajeno, con Ricky, se la siente plena en lo suyo, la música flamenca revisitada por la modernidad.
“Tu recuerdo” es una de esas baladas que permanecen como el sabor de un beso. Como el recuerdo de un amanecer. Vale la pena escucharla, obvio, y de paso descubrir en el bueno de Ricky Martin un momento excelso.
Estuve en la presentación de "Días eternos" en el Auditorio de la Ciudad de las Artes. Esta es la reseña. La fotografía que encontré muestra al abuelo parado y algo desorbitado, cosa que jamás sucede en la obra.
La realidad de un país puede ser sintetizada en los diálogos cómicos aunque cotidianos de dos ilustres desconocidos. Dos vecinos. Dos amigos a la antigua. Dos tristes perdedores, en un mundo donde no hay espacio para la gloria, apenas capaces de sobrevivir y ocupar su tiempo, mientras, claro, el tiempo pasa. La vida convertida es un motivo de espera interminable y sin redención. “Días eternos”, una de las últimas obras del fallecido autor Carlos País, puede entenderse también como una radiografía de la Argentina actual en clave humorística. El humor sirve a modo de vino dulce para digerir una comida amarga.
Tres personajes se encuentran asociados y, en cierto modo, atrapados en una situación laberíntica donde confluyen la desocupación, la falta de dinero y la ancianidad.
La obra cuenta la historia de dos amigos (Marcelo Mazzarello y Ernesto Claudio) unidos malamente por la soledad y la falta de recursos que se ven, uno primero, el otro después, obligados cuidar de un anciano (Max Berliner) quien permanece en una silla de ruedas y en silencio. Las cosas toman un pequeño e inesperado giro cuando descubren que el anciano balbucéa un bello poema.
Entre el patetismo y la necesidad, entre el misterio de un lenguaje cifrado y la intención de resolverlo con fines probablemente mínimos, entre la soledad compartida y la falta de horizontes, avanzan estos personajes a lo largo de un día que parece no tener fin. El abuelo no habla pero se expresa. Mastica vocablos, extiende con comicidad y sentido sus manos, se orina encima, se caga. En definitiva, lucha por un gramo de dignidad y por expresar algo en sus últimos días. Y este par, que disputan entre sí a ver quien está mejor dentro de lo peor, que apenas si escucha la lírica ajena con el oído ignorante del que no posee sensibilidad, se ocupan del anciano. Lo cuidan a los trompezones. Uno de ellos para capear el temporal del desempleo, el otro para justificar un techo luego de un divorcio reciente.
Es irónico pero si bien en el texto abunda la broma, el diálogo entre tonto y veraz que mueve a la risa, también se evidencia la carencia de los personajes. Su nulidad a la hora de definirse por un destino más luminoso. Dedicados a transcurrir mate en mano, limpian el cuerpo agobiado de un geronte que ha perdido una parte sustancial de su condición de hombre. El chiste mayor y más truculento, es que ellos mismos un día terminarán en iguales o peores condiciones, alimentando así la rueda del karma.
El trabajo actoral es eficiente y sin sobresaltos. Marcelo Mazzarello y Ernesto Claudio saben al dedillo cual es tono y ritmo que debe conservar durante su actuación. Se nota, y mucho, que ambos tienen años escenario sobre sus hombros. Hasta cierto punto es como si la obra no tuviera realmente personajes puesto que cada cual se interpreta a sí mismo.
En cuanto a Max Berliner, es para él otro salto mortal en la escena del teatro, uno más de quien ha sido un artista en pleno uso de sus facultades. De la obra teatral seria y profunda, al cine nacional pasando por la tira televisiva de media tarde. Su determinación ha sido su justo premio y su camino.
En verdad, el texto de País (una obra que incluso podría ser más breve de lo que es porque los motivos de su desarrollo se acaba a los 40 minutos), no es una reflexión profunda acerca de la vejez y sus carencias, ni siquiera sobre la cultura popular aquejada por la sombra de una reseción económica que se come empleos con enorme voracidad. Es más bien un pantallazo, una mirada, un juego dialéctico que se escucha en las esquinas, en los barrios, en los cafés del pueblo o la ciudad.
Cada cual rumbea como puede su destino. Y ese “como puede” no siempre es sencillo. El descubrimiento del poema en los labios agrietados del viejo es, antes que una suerte de ventana al fondo de un pasillo oscuro, una lección de vida que nadie entenderá del todo. Un trazo brillante que va deshaciéndose en medio de los grises.
Resulta que “este viejo”, que ahora defeca y orina a placer, que sólo calma sus ánimos furiosos escuchando un pericón, que agarra con desesperación las extremidades de sus improvizados cuidadores, fue alguien en este mundo: un profesor de literatura. Uno que vivió y supo cómo. Qué estudió y entregó poesía a los suyos. Ahora, acá lo tienen, semiprotegido por dos ignorantes expulsados del mercado laboral y de sus propias famillias.
Si, es una ironía cruel disfrazada de obra teatral con tintes costumbristas. Pero también una lección de historia del presente y, porque no, del futuro.
Los hechos más dolorosos tienen una rara forma de impunidad.
Simplemente son.
No se disculpan.
Cruzan tu pecho con la potencia de un rayo.
No hay un destello.
Sólo la voz que arrasa tu oídos.
De todo a nada.
Y las lágrimas.
Tus lágrimas.
Cómo resucitas,
Cómo es que surges de donde no estabas
Cómo encuentras pasajes secretos
en un laberinto oscuro.
Cada cual tiene su salida de emergencia.
O no la tiene en lo absoluto.
Que cruja lo que corresponda.
Es la cima desde la cual miramos nuestra propia vida.
Tu mirada se dispara hacia el cielo.
Escuchas una canción.
Te dejas llevar:
“Llévame al lugar que amo. Llévame a dar una vuelta.”
Inventas un nuevo yo.