Una película “lado B” dentro de la cinematografía voluptuosa y sorprendente de Quentin
Tarantino. Furiosas correrías en coches preparados, protagonizadas por un verdadero “loco de la guerra” y un puñado de chicas sexys. Unas tienen más suerte que otras. De principio a fin un homenaje a los filmes de carretera producidos con dos pesos en los 70. Hasta la edición está trucada para que nos recuerden de un modo más fidedigno aquellas películas de domingo por la tarde. Con Kurt Russell, y una colección de bellezas americanas empezando por Rosario Dawson, Vanessa Ferlito, Jordan Ladd y Rose McGowan, entre otras. Tarantino se reserva el papel de un adrenalínico barman que no deja de brindar.
El nombre de la venganza
Dirigida por Park Chan-Wook aquel que ideó ese oscuro y perturbador filme llamado “Old Boy”. Acá, sin embargo, Park incursiona por otro lado y el resultado es cuando menos discutible. Ryu busca desesperadamente un riñón para su hermana y aunque sus intenciones son buenas con el paso de las horas todo se complica hasta el desquicio. Tal vez el problema de esta película es que carece de ritmo. Posee escenas de enorme violencia y recursos narrativos propios de un buen director, pero la tensión y la velocidad que caracterizaba a “Old Boy” aquí se ha perdido. Queda la locura de sus personajes. Pero no alcanza. Aun así, no faltará quien llegue a disfrutarla, hablando en términos estrictamente morbosos. Con Kang-ho Song y Ha-kyun Shin.
Waz
En la ¿vieja? tradición de “Pecados Capitales”, el filme de David Fincher. Una película oscura y llovida. Mucho policía incorrecto. Muchos cigarrillos consumidos con vicioso apetito. Y muchos pero muchos crímenes. Aberrantes, por cierto. Dos detectives, uno experimentado y harto de la vida (aunque oculta una pasión que va a poner esta historia patas para arriba), y otro joven y atractivo, se internan en una compleja serie de asesinatos que tienen un punto de partida y un final, digamos, sorprendente. Un filme con algunos méritos aunque a veces parece perderse en su propio laberinto. Dirigida por Tom Shankland. Con Stellan Skarsgard y Melissa George, la misma actriz que hace de una sensual y loca paciente en “In Treatment”, la serie de HBO.
Una canción llevará tu nombre. Una canción atravesará tu vida. Hará con vos el largo camino que separa el amor de la tristeza. Una canción te definirá como nadie ha podido ni podrá hacerlo jamás. Te desnudará como una lluvia inesperada. Y se quedará adherida a tu piel.
Quizás, y reconozco que lo único que hago es especular, te hayan bautizado al fuego de una melodía sagrada. O quizás, un típico rocker inglés haya escrito unos versos que te quedan tan perfectamente como un saco hecho a medida. Ahora los llevas tatuados en tu brazo.
Entenderás que tan profundo te has enamorado luego de que una canción te lo explique con desesperada calma. Escucharás esa voz y esa letra hasta que tu oídos despidan llamas.
Una canción lo hará: sin tapujos, sin medias tintas, sin remilgos, sin hipocresías. Un día una canción te volará la cabeza.
Pienso en canciones que deberían escuchar mis hijos. Imagino un CD donde cada uno de los temas funcionaría como una especie de testamento. Sería una lista enorme pero necesaria.
Ahora mismo soy capaz de apuntar “Stay” de U2, porque define de un modo delicado e intenso, el hecho de permanecer (de estar) alrededor de alguien nos obsesiona. También un puñado de temas de Ryan Adams y otro tantos de Gustavo Cerati.
Sin embargo, en estos días raros, en los que me siento más pasado de moda que de costumbre, le diría a mi pequeña casi adolescente que si el corazón la hace sufrir (y ocurrirá, claro que ocurrirá), de esa manera tan típica y premonitoria que a todos nos resulta conocida, escuche la versión “acoustic” de una canción de Stereophonics. Se llama “Dakota” y su letra y su ritmo ascendente, me inspiran y disparan en mi mente un bendito millón de postales. No hay mejor medicina para escapar a la Luna y con eso me refería a que te vuelen la cabeza.
Dice así, aunque yo la canto horrible, recomiendo escucharla en youtube:
“Pensando, pensando en vos/Verano, creo que era Junio/Si, creo que era Junio/Volviendo atrás, con la cabeza en el pasto/Chicos crecidos riéndose un poco/Si, riéndose un poco/Me hacía sentir único/Me hacía sentir único/El único/Me hacía sentir único/Me hacía sentir único/El único/Bebiendo otra vez/Bebiendo por dos/Bebiendo con vos/Y bebiendo era nuevo/Durmiendo en la parte de atrás de mi coche/Nunca fuimos muy lejos/Necesitábamos irnos lejos/Me hacía sentir único/El único/No sé dónde estamos llendo ahora/No sé dónde estamos llendo ahora ahora”.
Como un torrente que sale de tu cuello
Como el rayo de una tormenta que preanuncia el fin de todo
Como un beso tan húmedo que te desnuda antes de que muestres la plenitud de tu inocencia
Como el tatuaje de un dragón que cobra vida y te enfrenta con sus ojos en llamas
Como una frase mágica que abre las puertas del tesoro de Ali Babá
Como el aroma de una piel que te emborracha
Como el primer helado. Como un cigarrillo perfecto. Como un paisaje estremecedor.
Como la canción que te mueve y te dispara y te eleva.
Estalla la vida. Sigue la vida. Cruje la vida. Insiste la vida.
Busca la vida. Vive la vida.
No es sencillo ni gratuito poner en pasado eventos que seguramente se prolongarán en el futuro. Me refiero a los eventos literarios y periodísticos que fueron y serán autoría de uno de lo más agudos intelectuales argentinos.
Tomás Eloy Martínez tuvo la virtud de jugar en dos campos distintos y no sentirse ajeno en ninguno. Su literatura será material de amplia discusión por parte de los críticos. Sin embargo, su obra periodística alcanza una dimensión de ningún modo inferior al de su trabajo como novelista.
Sin hacer gala de hombre de mundo, sin pontificar, Eloy Martínez se transformó en una figura de enorme peso cuando de periodismo se hablaba. Suena un poco trillado ponerlo en estos términos pero era así: Eloy Martínez representa a la vieja escuela. A esos hombres que soñaban, y tal vez alguno lo haga todavía, con parir la más precisa y preciosa de la líneas de texto a partir de un dato de la realidad.
Eloy Martínez ocupará un lugar de privilegio en el cielo de los periodistas-escritores, junto a Osvaldo Soriano, Miguel Briante, Roberto Arlt y Rodolfo Walsh, entre otros.
Su estilo periodístico era claro y profundo. Matizado con amplias dosis de lo que no dudaría en definir como erudición. Por décadas, la imagen del cronista por demás inteligente, leído, hijo de cierta bohemia, conocedor de esta y otras geografías, fue casi un estereotipo en este país. Eloy Martínez lo representaba con estilo.
Su prosa es un ejemplo de equilibrio y en ella convergen el buen gusto, la cultura y una cuota nada menor de elegancia. Unos modos que cualquier aprendiz podía comprobar con el sólo hecho de cruzárselo en una redacción, puesto que Tomás Eloy Martínez, el consagrado escritor, tenía un saludo agradable y educado para cada habitante de aquel micromundo.
La realidad puede ser dicha de muchas maneras. Eloy Martínez había conseguido ganarse el siempre esquivo reconocimiento masivo y, por eso, su crónica, su punto de vista acerca de algo que nos había tocado a todos, se hacía esperar tanto en las páginas de "La Nación", "The New York Times" como en las de "El País".
Su premiada novela "El vuelo de la reina" le sirvió como una verdadera herramienta de análisis. El periodista se disfrazó de escritor para reflejar la coyuntura nacional a través de la industria de los medios. Sus personajes se debaten entre el deseo, el asco y el poder. Y lo hacen en el marco de esa batahola que a veces es la redacción de un diario o una revista. Leer esta novela, aunque se trate de literatura, es una oportunidad de entender la Argentina de los 90.
Su ausencia en las página de los diarios será un hecho insalvable. Con Eloy Martínez se va un intelectual de excepción. Sin embargo, sus palabras permanecerán en los libros, en las recopilación, en los recortes de los diarios y, por supuesto, en la red.
Nuevas generaciones de buscavidas encontrarán allí pistas para sobrevivir a la aventura del lenguaje.