|
Césare, el ogro (primera parte)
Césare era un ogro. Todos en el barrio le decían así porque efectivamente era un ogro. La banda de pibes que pululaban por allí, en verdad, no le faltaban el respeto por gritarle, encaramados a los árboles más altos y por lo tanto más seguros: “¡ogro y la repu...!” Porque Césare representaba la figura de un ogro con todas y cada una de las letras correspondientes. Medía 2 metros o mucho más. Levantaba pesas, iba de trekking los fines de semana, hacía flexiones de brazo parado, digo, parado al revés, y esto después de haber trotado 10 kilómetros. Su casa, una hermosa construcción de madera, había sido diseñada y levantada por él mismo tiempo atrás. Porque el ogro un día vino al barrio, instaló una casa rodante en un terreno pelado y meses después, ¡zas!, apareció una chalet con todos los chiches.
Al principio, debido a su aspecto de personaje fugado de un cuento de los hermanos Grimm, pensábamos que se trataba de un típico ogro de película, de esos que parecen malos pero que al final de los finales son buenos. Pero no, con Césare no había finales felices. Con Césare todos los finales resultaban una porquería. Aunque tampoco le quedaba el adjetivo “malo”. Me refiero a que no era un terrorista. Ni un bandido. Pero, por ejemplo, si tu pelota caía en su jardín del frente, cerca de su puerta, salía disparado a la velocidad de un rayo, como esos corredores musculosos que hacen los 100 metros planos en 9 segundos y milésimas y se quedaba con ella. !Otra más!, exclamaba y se metía a su guarida a pura carcajada. A la tercera pelota nuevita un día le dijimos a mi papá que le reclamara a Césare, que hiciera algo al respecto, que impusiera autoridad. Mi padre, con su cara de acólito de Gandhi, golpeó su puerta y desde dentro sólo se escuchó un horripilante aullido. El dolor que puede transferir un vampiro hambriento y atado. El grito salvaje y huérfano de Frankenstein en el Polo Norte mientras un puñado de marineros lo observan partir hacia las blancas dimensiones de la eternidad literaria. Mi padre se puso pálido, dio media vuelta como un soldadito mecánico de hojalata y nos compró una pelota flamante bajo la advertencia de que tengamos más cuidado la próxima vez. Césare, estoy seguro, se rió de nosotros por la noche con otros aullidos semejantes que ya no escuchamos porque estábamos bien dormidos. |
|